Hubo una época en la historia, siglos previos al actual, en que la humanidad estuvo a punto de extinguirse por una gran amenaza. Los titanes masacraron y aterrorizaron a todos a su paso, obligando a la masa de sobrevivientes a refugiarse dentro de unas murallas. Eran de calidad milagrosa, salidas de la nada y de metros de largo para resguardarlos de los monstruos. Fueron consideradas regalos, diosas, que debían ser adoradas y protegidas.
Allí se toparon con un suplementario semejante. Era una raza insólita, de hombres y mujeres cuyo aspecto humano podía burlar a cualquiera, salvo por un valioso detalle en su fisiología, uno que descubrieron los científicos del rey al autorizarlos a hacer experimentos y diseccionarlos: un aparato reproductor mil veces simplificado en comparación al de una fémina. Funcionaba a un ritmo acelerado, formando un feto que se desarrollaba completamente en un mes, sano e ingenuo en un vientre amoroso. Había sólo un inconveniente, los hombres no poseían la capacidad de dar leche, tampoco estaba en su naturaleza el instinto paternal, por lo que no se les consideró aptos para cuidar de ellos, y entregaron a sus bebés a familias que sí lo fueran.
Se les llamó Omegas; con ellos, el pueblo demostró una exitosa multiplicación, otorgándoles la esperanza de que podrían reponerse. Su majestad, el rey, dispuso que se les protegería como a las murallas, siendo esta raza un presente divino de el Señor, enviados para contribuir en la primordial reconstrucción de la humanidad.
Lo que no representaba la opinión de una minoría, el Culto del Muro. Esta era, como su nombre lo implica, una secta que se ocupaba de idolatrar e inculcar fé hacia las paredes sagradas que los socorrieron, y que además aborrecía la subsistencia de los Omegas y su protección. Esos seres contrariaban la palabra de su Dios, la cual establecía que Él creó a la mujer para concebir, no al hombre. Aceptaban que la especie era un presente aunque, un presente demoníaco, uno por el que estaban seguros iban a ser castigados, tarde o temprano.
Y a pesar de que parte del pueblo les hizo caso, hubo una parte a la que, viviendo en un mundo cruel y sin lamentaciones, no pudo importarle menos la presencia de los Omegas.
La Legión de Reconocimiento.
