Durante toda mi vida he seguido pensando que esos pantalones que nos mantuvieron unidas cuando los lazos de nuestra amistad empezaban a soltarse se fueron para no volver, por que la magia de los pantalones se había acabado o una de nosotras había dejado de creer en su poder.

Quizá fui yo misma la culpable ya que dejé de creer en ellos sin darme cuenta, ese día que, al recibirlos, los lancé a la cama y el día siguiente los envié. O quizá fue Bee por marcharse de Turquía sin decirnos nada, cosa que provoco que el círculo se rompiera. También puede ser que fuera culpa de Libby por dejar de ser… ya sabes, virgen, o de Lena por dejarlos tocar por su hermana Effie (Libby siempre lo dice "se veía de lejos que era una ladrona, ¡intentó robarme a Brian!").

A lo mejor los pantalones se fueron por nuestra culpa, por la suma de esos pequeños detalles por culpa de todas.

En definitiva, todas hemos crecido y nuestras vidas se han ido separando hasta que… hemos vuelto a reencontrarnos con una magia muy diferente: nuestras madres. Cuando ella se quedaron embarazadas entraron en un grupo de aeróbic. Eso es lo que hicimos las cuatro, al mismo mes (noviembre), y nos encontramos todas ahí, con la barriga hinchada y cara de sorprendidas.

Y, casi sin darnos cuenta, volvimos ha estar juntas (¿Los pantalones sabrían que esto pasaría?), y, cuando nuestras hijas alcanzaron los 17 años, la época de elegir universidades y entrar en el mundo del estrés: volvieron, los pantalones volvieron, aunque esta vez no para nosotras, para ellas.

La hija de Lena, Alysa, encontró los pantalones mientras estaba en unas vacaciones en Grecia, de una forma muy curiosa que, tal como definió Bridget, era el mejor comienzo que los pantalones podían desear. Como si, al nacer, en vez de hadas madrinas los pantalones les hubieran lanzado unos polvos de hadas (o de pantalones, quizá). Alysa, con su habitual pelo negro alborotado, había estado todo el día escribiendo junto a su madre alrededor de los olivos (Lena los había estado pintando para el salón de su casa, siempre decía que le parecían encantadores). Cuando el sol estaba en lo más alto ella decidió bajar y se encontró con un joven griego (más tarde Lena descubriría que las cuatro se referían a él como a "el tío bueno de Oia") que llevaba un viejo cártel con unos pantalones dibujados en una mano y, en la otra, uno pantalones sucios aunque no parecían viejos.

-¿Eres la hija de Lena Kaligaris? –le preguntó el joven como saludo, sin molestarse a sonreír –. Soy el nieto de Chruse, la mujer que vende el pescado en la plaza. Esta noche he encontrado estos pantalones junto a este cártel de aquí –explicó –, mi abuela me dijo que los perdió tu madre cuando era joven, que recuerda que ella colgó un montón de papeles como estos por las paredes, junto a sus amigas. Dice que se escandalizó mucho al ver que una griega había perdido los pantalones –río él. Alysa cogió los pantalones, había oído su historia cada verano de su vida y siempre le había fascinado la idea de tener esa alianza con sus amigas, las Noviembre.

-Muchas gracias –fue lo único que le dijo al chico ese verano, aunque el siguiente aún tenía que empezar.

Todas nos enteramos de que habían vuelto gracias a una llamada de Lena por la madrugada, todas nos alegramos y reímos al saber que había intentado probárselos por si aún nos servían a nosotras, pero, aunque pudo ponérselos, no le quedaban nada bien. En cambio a Alysa no le podían quedar mejor.

Al volver de las vacaciones, el año siguiente, las cuatro quisieron empezar la rotación por las vacaciones, mientras viajaban por el país conociendo Universidades. Sin duda, la magia había vuelto, esta vez rodeándolas a ellas.