Un fic sin lucro, escrito sólo por entretenimiento.


Mi Más, mi Gran, mi Querido destino


En el año 356 a.C, en Pella, conocí a mi Gran, a mí Más, a mí Querido amigo que según creyeron era el hijo de Zeus.

Alejandro.

Dudé lo que profesaron, toda esa historia del hijo de Zeus, que fuese un elegido. Puras habladurías corridas por su madre Olimpia o por sus serpientes. ¿Quién lo sabría? Quizá le susurraban por las noches cuentos sobre si hijo.

Cuando lo conocí me arrepentí de esos pensamientos, pues ciertamente sí se le parecía a esos hijos de los Dioses del Olimpo. Alejandro, un chico de aspecto especial, cabello castaño y ojos desiguales. Apenas comía, casi dormía y tenía ese tic de inclinar la cabeza hacia el hombro derecho.

Desde entonces lo espié por la ventana, como si una fuerza desconocida actuará a través de mí, como si mi vida inexperta dependiera el hecho de verlo dormir, y de cuidarlo cuando lograba hacerlo.

Comenzamos a practicar con Leónidas la ejercitación corporal y a partir de esas prácticas aprendí a estar más atento de mis espaldas, aunque eso significara "estar más atento de la venganza de Alejandro".

Alejandro nunca me ganaba una pelea, aunque fuera más enérgico, casi predecible en la retaguardia. Admito que eso de "predecible" no fue exactamente así, al menos cuando Alejandro era el rival y uno sabía que nunca reconocería una derrota ni siquiera por broma.

Una tarde yendo a nuestras clases me sorprendió por la espalda y tumbó de cara al suelo. Una sola maniobra rápida y cizañera, muy hábil de su parte le bastó para ponerse encima de mí con exaltado gozo triunfal. Lo que imaginé que no sabía Alejandro fue que con sólo pedírmelo lo hubiera dejado deshojar laureles "encima de mí" sin tener que golpearnos primero.

Con Aristóteles aprendimos los dominios de las guerras, conquistar pueblos que ni siquiera conocíamos, someterlos bajo el pulgar de lo que sería nuestro propio Imperio. Nos sedujeron esas ideas, teníamos una ambición visceral de triunfo, un destino de futuros conquistadores.

Nos enseñó que los invasores no andaban arrebatando tierras como locos descarriados y fue así cuando me contó la historia de Patroclo; todas sus decisiones las había tomado sólo por una única razón: Aquiles.

De pronto, aunque sin sorpresa, sentí un calor abrazador dentro del pecho esparciendo brasas por toda la piel. Con el mismo desborde me sonrojé al mirar a Alejandro que sentado a mi lado no dejada de planificar esas conquistas que le predestinaban.

A Alejandro le gustaba creer que más allá de la muerte la justicia de los dioses aplastaría los errores de los humanos. Siempre hablaba del destino, de los dioses y de la muerte.

Consumiéndome en llamas incontroladas, como si me hubiera tragado el sol, Aristóteles miró en mis ojos y descubrió cuál sería mi papel:

"…el valiente Patroclo, mi querido Hefaistión, por lo tanto tu dedicación será Aquiles."

Lo comprendí atolondrado, como si la ola más grande del océano me hubiese chocado de frente.

Desde esa tarde tuve un destino ineludible: Alejandro sería mi vida…

Y mi amante.