La armada perfecta
Capítulo 1: Luchando por el objetivo
En el fondo de la estancia una figura de una mujer recortada en la oscuridad se veía. Una cortina de negros cabellos tapaba su rostro. Mostraba ambas manos juntadas en posición de rezo, aguantando entre ellas un rosario que brillaba con luz negra.
Prohibidas y malditas palabras salían de sus labios, palabras que reverberaban, llegando fuertes y claras a sus oídos. Una maldición. Un hechizo.
Naraku sonrió. Todo salía acorde a su plan.
Kagome despertó. Abrió los ojos, pero siguió viendo negro. Se extrañó de que aún fuera de noche e hizo el ademán de levantarse. Entonces notó que la cabeza le pesaba mucho y no podía moverla del sitio. El pánico se apoderó de ella. Acercó ambas manos a su rostro, y en lugar de tocar su piel, sus dedos rozaron pelo suave y esponjoso. ¡Le había salido pelo en la cara! Siguió palpando, hasta tocar dos triángulos suaves y finos. Los cogió con fuerza y los estiró hacia arriba y luego a los lados. Un maullido ensordecedor se escuchó y Kagome pegó un bote en la cama. Notó un ligero dolor en la mejilla y algo que se enredaba entre su pelo hasta caer de la cama con un ruido sordo. Kagome abrió los ojos, que había cerrado por el maullido, y vio que la luz bañaba su habitación y que no era de noche. Desconcertada, se sentó en el borde de la cama y miró alrededor mientras calzaba sus pantuflas. Entonces lo vio. Buyo estaba en una esquina de la habitación, con el lomo erizado y mirando alrededor, confundido. Kagome miró unos segundos a Buyo, preguntándose que le ocurría. Un escozor cubrió su mejilla y se llevó una mano a ésta. Pudo notar tres largos arañazos, superficiales y poco dolorosos. Entonces su cabeza empezó a razonar y cuándo llegó a la conclusión, por fin, de qué había ocurrido, sus ganas de matar a ese gato se hicieron tremendas.
Buyo se fue corriendo como loco, justo antes de que Kagome pudiera cogerlo. Y para hacerlo aún más perfecto… ¡Ahora le olía la cara a trasero de gato!
Todos miraban a Kagome disimuladamente. Su mal humor no había pasado desapercibido por los demás Higurashi. El Abuelo la miraba por encima del periódico, sin darse ni cuenta de que estaba "leyendo" la parte donde se anunciaban "ése tipo de señoritas acompañantes". Souta, que estaba sentado a su lado, si se dio cuenta. No dijo nada, aunque nunca se habría esperado que su abuelo mirara esa clase de cosas. La próxima vez antes de dejarle el ordenador para según él, buscar leyendas o verificar mitos, le pondría un cortafuegos en según que páginas. Por si acaso.
Mamá sonreía e intentaba entablar conversación con Kagome, probando de contagiarle su siempre buen humor. Souta estaba demasiado asustado por el nuevo hobbie de su abuelo para darse cuenta de que el humor de su hermana iba mejorando. Después del desayuno, Kagome se levantó de la mesa y lavó los platos, mientras Souta los secaba y guardaba en su sitio.
Luego ambos fueron al salón y se sentaron en el suelo, ante la tele. Nada como una buena película de humor para alegrar el día.
Las risas resonaban por todo el salón.
–Y… Y… ¿Te acuerdas de John? ¿En… en el baño? –dijo Kagome entrecortadamente por la falta de aire de haberse reído tanto.
Souta se echó a reír de solo recordarlo.
– ¿Y el perro qué?
Risas, risas y más risas.
Mamá miró disimuladamente por una rendija de la puerta. Oh, bien. Solo se estaban riendo. Creía que alguien se había pillado el dedo con la puerta.
–Recuérdame a dónde vamos.
–Ya te lo he dicho antes.
–No te estaba escuchando. ¿¡Que!? ¡No me mires así! No es culpa mía que pasara por mi lado una réplica de Brad Pitt.
Kagome suspiró y miró a su amiga.
–Sango, ¿nunca cambiarás, no?
–No, y así me quieres, ¿verdad?
Kagome sonrió y asintió. Así la quería.
–Vamos a devolverle a mi madre la cartera, se la ha dejado en casa.
–Con lo bien que estaba yo viendo la tele contigo. –Sango hizo un pequeño puchero y cruzó los brazos sobre su pecho.
A mitad de camino al cine, Sango y Kagome se encontraron con Mamá, que iba en su dirección corriendo. Kagome la llamó y entonces Mamá se percató de su presencia. Paró frente a ellas y recuperó el aliento.
–Me he dejado la…–Fue interrumpida.
–Si, la cartera, Mamá. Un día de estos te dejarás la cabeza.
Mamá cogió la cartera, que Kagome le extendía con expresión divertida.
–Gracias cariño. –Mamá guardó la cartera en el bolso con aire distraído –. ¿De verdad no quieres venir con nosotros? Sé que es una película infantil pero…
–No mamá. Dile a Souta de mi parte que se divierta. Y al Abuelo que no le grite a la pantalla otra vez, por favor. Con una vez ya tuvimos suficiente. Y repítele que es en 3D, y no monstruos que salen de la pantalla y necesitan ser purificados.
–De acuerdo cariño, se lo diré. ¡Adiós! –Mamá se alejó corriendo.
– ¿De verdad hizo eso tu abuelo?
–Sí, Sango, sí. A este hombre no se le puede sacar del templo. Es un peligro para la salud pública.
Sango soltó una suave risita. Caminaron un rato sin rumbo fijo, mirando las tiendas que se ponían a su paso. Entonces vieron un banco y, cansadas, decidieron sentarse en él.
– ¿Qué hacemos ahora? –preguntó Kagome.
Sango calló durante unos segundos, pensando.
– ¡Ya sé! Han abierto una tienda de ropa al lado de la estación de tren, ya sabes, la grande. Dicen que tiene de todo, y barato.
–Sango, ¡eso está en la otra punta de la ciudad!
– ¿Y eso es un problema? –dijo Sango sin esperar una respuesta –. No. Vamos, así damos una vuelta y a lo mejor me compro algo en la tienda. Me hacen falta unas medias…
Kagome asintió, resignándose a la idea de patearse toda la ciudad sólo para ir a ver una tienda. Si no Sango la molestaría todo el rato hasta que dijera que sí.
De camino a la tienda, pasaron al lado de un puesto de bolitas de arroz con aspecto humilde, y le compraron dos a la abuelita del lugar, más por pena que por hambre. No eran nada del otro mundo, pero estaban buenas.
Sango empezó a balbucear poco después, señalando la acera de enfrente, al otro lado de la calle.
– ¿Qué pasa? –le dijo Kagome.
–Migfa que pegrito wan muonu.
Kagome, que no había entendido nada de lo dicho por su amiga, la miró interrogante. Sango se apresuró en tragar el arroz de su boca y repitió:
–Que mires que perrito tan mono. –Entonces Sango empezó a toser de lo rápido que había tragado la comida.
Pero no le importó, solo agarró a Kagome de la manga y la arrastró por la carretera. Y también sin importarle que por poco no fueran atropelladas, siguió corriendo hasta pararse delante de una tienda en la otra acera.
Tenía un discreto y pequeño cartel de color negro donde ponía "Mascotas para usted", justo encima de la puerta principal. Sonriendo, Sango señaló a un perro expuesto en la vitrina dormitando en su jaula. Era un perro negro y de ojos azul claro; parecía una bolita de pelo de orejas puntiagudas. Kagome no iba a discutir que no fuera una monada, pero hubo algo que no acabó de gustarle en ese animal, y no sabía por qué. Entonces Kagome sintió un ladrido justo al lado de su oreja y retrocedió unos pasos. El susto inicial de Kagome se desvaneció cuando vio al animal que le había ladrado, sacando la lengua y jugando con un hueso de plástico. Era el perro más mono que había visto en su vida.
El animal, al sentirse observado, empezó a mover la cola rápidamente. Luego arrugó la nariz de una forma muy graciosa y miró su cola como si acabara de descubrir que tenía una. La observó desafiantemente y empezó a perseguirla dando círculos sobre si mismo, de una manera que a Kagome se le antojó adorable.
–Sango, mira –dijo Kagome mientras señalaba al perrito, que seguía dando vueltas en su jaula.
Sango dejó de mirar al perro negro y se centró en lo que su amiga le enseñaba. Kagome dio unos suaves golpecitos en el cristal mientras sonreía. El perro irguió las orejas de golpe al escuchar ese sonido y paró de dar vueltas, sentándose en el suelo de la jaula y mirando fijamente a Kagome y Sango. El animal pareció decidir que le gustaba más Kagome ya que gruñó a Sango.
–Si, monísimo…–dijo Sango.
Kagome soltó una buena carcajada.
–A lo mejor era su manera de decirte que le gustas.
Sango le miró con gesto irónico y dijo:
–Si claro…–Sango miró al perro negro, que seguía durmiendo –. Me gusta más éste.
Kagome sonrió y abrazó a su amiga.
–Voy a entrar a preguntar el precio. –Kagome señaló al perro blanco.
– ¿Por qué?
–Siempre quise tener un perro –dijo Kagome mientras se encogía de hombros.
–Si tú quieres… Yo te espero fuera. Esa tienda no parece muy grande y ya sabes que los espacios pequeños me agobian.
Una campanita sonó cuando Kagome abrió la puerta y cuando después la cerró. Detrás del mostrador había una pequeña puertecilla entreabierta, y dentro se escuchaban unos pasos apresurados.
– ¡Ya voy, un momento! –dijo una voz al otro lado de esa puerta.
La tienda no era mucho más grande que el comedor de la casa de Kagome, y estaba repleta de animales. Unas peceras postradas en la pared mostraban peces de todos los colores y tamaños. Kagome miró hacia el techo y vio que tenía muchas jaulas colgadas de éste, con pájaros saltando y cantando adentro. En varias estanterías había jaulas con conejos, hamsters y gatos. Kagome se preguntó como podía cuidar una sola persona de todos esos animales y no enloquecer en el intento.
–Parece un zoo –susurró Kagome mientras daba vueltas sobre si misma.
–Parece un zoo.
Kagome miró a todos lados, asustada. ¿Es que había alguien más en la tienda? Miró alrededor, pero no había nadie. El hombre detrás de la puerta no podía haber sido, la voz anterior era más aguda que la suya.
–Que cojones…
– ¡Que cojones!
Kagome miró a todos lados, y justo encima de su cabeza, vio que había un loro en su jaula mirándola fijamente con su ojo negro.
–Algo.
El loro abrió el pico y dijo:
–Algooo.
Kagome se relajó. Sólo había sido el loro. Se echó a reír.
– ¿Está usted bien?
Kagome miró al dependiente y se ruborizó. Ahora debía pensar que estaba loca por reírse sola.
–Sí, sí, estoy bien, sí –dijo Kagome, haciendo aspavientos con las manos para intentar quitarle importancia al asunto.
El hombre simplemente le sonrió de forma afable y se puso tras el mostrador.
– ¿Qué deseas jovencita?
–Pues mire señor, me preguntaba si puedo ver más de cerca al cachorro de perro blanco que tiene en el mostrador.
–Claro que puedes –comentó mientras, sonriendo, abría la jaula y sacaba en brazos al animal –. Ten cuidado, es muy revoltoso –dijo mientras se lo entregaba.
Kagome lo cogió con delicadeza y después lo puso en el suelo. El perrito se acercó a ella lentamente y empezó a dar vueltas a su alrededor, olfateándola. Después pareció decidir que le gustaba, así que saltó sobre ella y procedió a lamerle la mejilla. Kagome empezó a reír y trató de separarlo de su rostro, ya que le estaba haciendo muchas cosquillas. Cuando por fin lo consiguió, empezó a acariciarle detrás de las orejas mientras preguntaba al dependiente lo que llevaba pasando por su mente hace rato:
– ¿Qué raza es?
–Es una Akita Inu, y te puedo asegurar que es un magnífico ejemplar. Nunca había visto ni oído hablar de un perro de esa raza con ese insólito color de ojos.
Kagome asintió y miró al hombre.
–Lo quiero.
El anciano se puso tras el mostrador y dijo:
–De acuerdo. Cómo vas a pagar, ¿en efectivo o en tarjeta?
–Ahora mismo no llevo dinero encima… ¿Podría guardármelo? Mañana vendré con mi madre y el dinero.
–Claro que sí, no es molestia. Nadie te lo quitará tranquila. –Él le guiñó un ojo.
Ella le sonrió y, después de dejarle el perro al anciano, salió de la tienda muy satisfecha.
–Has tardado tanto que he pensado que quizás te había comido el anciano de la tienda o algo…
Kagome sonrió y se disculpó mientras le explicaba lo ocurrido. Sango asentía cada un rato, pero en realidad no estaba escuchando. No podía quitarse de la cabeza a aquella réplica de Brad Pitt, creía que le había guiñado un ojo… ¿O solo se estaba quitando una legaña? No lo sabía, pero prefería la primera opción.
–Pero mamá…
–Un no es un no cariño, y no me harás cambiar de opinión.
Kagome se cruzó de brazos y miró al suelo. ¡Ella quería el perrito!
–Pero mamá, eso es porque no lo has visto. ¡Es una monada!
–Como si tiene superpoderes. No y punto.
–Pero es que no me has dejado ni hablar… El dinero para comprarlo lo tengo yo ahorrado, estaba ahorrando para otra cosa pero que se le va a hacer… –Kagome suspiró –. Tú solo tendrías que poner el dinero de la comida, los juguetes, la correa y ésas cosas.
Mamá miró a su hija, se quitó los guantes, cerró el grifo y observó la vajilla limpia y mojada mientras se sentaba en una silla, dejándose caer con pesadez. Kagome sonrió, parecía dispuesta a negociar.
– ¿Por qué quieres otra mascota? –preguntó Mamá –. Ya tienes a Buyo.
Kagome miró al felino, que estaba en una esquina de la cocina comiendo de su pienso para gatos. Eso era lo único que hacía, comer y dormir. Normal que estuviera así de gordo.
–No es que se haya ganado mucho mi afecto últimamente. –Buyo se giró perezosamente, sin más hambre, para encontrarse con la mirada nada amistosa de Kagome. El gato salió corriendo lo más rápido que sus muchos quilos de más le dejaban, tratando de escapar del aura negra que de Kagome empezaba a salir.
Mamá suspiró, ¿qué hacía? Miró al techo y rezó porque el Abuelo no se enfadara por su decisión.
– ¿Dónde decías que está esa tienda?
Conocía el poco afecto del Abuelo hacia los perros. Solo esperaba que su reacción al enterarse no fuera demasiado grave. La última vez que habían hecho algo que a él no le gustaba, se había encerrado en su habitación y había amenazado con hacer huelga de hambre.
Aguantó una hora, pero el susto había sido grande…
–Bonita tienda. Es… muy pequeña la verdad –dijo Mamá.
Kagome asintió y dijo:
–Mira, es éste.
Mama siguió la dirección del dedo de su hija, hasta toparse con el cachorro en su jaula, durmiendo. Lo miró unos segundos y dio unos leves golpecitos en el cristal con los nudillos. El animal abrió los ojos y empezó a bostezar mientras se desperezaba. Después, el perrito miró hacia la dirección de donde el sonido que le había despertado había venido, y fijo sus grandes ojos en los café de Mamá. Esas orbes acabaron de convencer a Mamá de que comprarlo era una buena decisión.
–Ahora soy yo la que cree que si no lo compramos no sobreviviré.
Kagome se echó a reír y abrazó a su madre con entusiasmo para después plantarle un beso de agradecimiento en la mejilla. Juntas fueron a tomar un café a la cafetería de al lado, para aprovechar al máximo la tarde, pensando en que después ya irían a por el perro. Además, tenían la palabra del anciano de que lo guardaría.
Salieron de la cafetería pasada media hora, dispuestas a tener una nueva mascota en casa. Ambas llegaron a la tienda, y desde un principio algo extrañó a Kagome: El perro, en lugar de estar mirando hacia la calle como habitualmente hacía, estaba girado y mirando hacia dentro de la tienda, de donde se escuchaban unas voces. Kagome se acercó a la puerta, que era de cristal, y echó un vistazo. A dentro, una mujer hablaba con el anciano, mostrándole un fajo de billetes. El hombre pareció rendirse, ya que con pose resignada, se acercó a abrir una de las jaulas. Entonces, Kagome cayó en la cuenta de que la jaula era la del perrito que ella quería, y estupefacta, vio como el anciano cogía al cachorro y hacía ademán de dejárselo coger a la mujer. ¡No había dicho que se lo iba a guardar! Kagome, que cuando se enfadaba, lo hacía de verdad, entró a la tienda llamando la atención de esas dos personas.
El anciano abrió los ojos como platos, viéndose descubierto, y supo que el día no podía irle peor. Kagome se acercó al anciano, señalándole con un dedo acusador, y dijo:
– ¡Me lo prometió! ¡Lo hizo! ¡Y yo le creí porque parecía que iba a hacerlo! Uno ya no puede confiar en la gente…
El pobre hombre se quedó mudo, sin saber que decir. Ahora se sentía culpable…
Mañana era el cumpleaños de su suegra, e iba en esos momentos bastante escaso de dinero. Necesitaba comprarle un regalo, o si no su mujer y su suegra se lo recordarían de por vida. ¿Porque tenía que haberse casado con aquella mujer que solo quería lujos y no su amor?… Y lo mismo de la madre de ésta. Pero aún a pesar de eso, él la amaba, y trataba de hacerla feliz con lo poco que tenía a su disposición un hombre de clase media-baja. Aquella mujer extraña, le había ofrecido el doble del precio original del animal, con tal de que rompiera su promesa y se lo diera. Y él, cegado por la desesperación, había acabado aceptando. Pero ahora la otra chica había aparecido, y él no sabía que hacer.
El anciano, totalmente confuso, dijo algo que le rondaba por la cabeza desde que las había visto juntas:
– ¿No serán a caso acaso familiares?
Kagome miró a la mujer a su derecha, y ella a su vez a Kagome. Ambas notaron pronto el parecido, aunque la mujer extraña parecía algo mayor. Luego las dos miraron al anciano, y dijeron, malhumoradas:
– ¡No!
Kagome, que necesitaba saber ya por qué ese hombre había estado a punto de faltar a su promesa, preguntó:
– ¿Por qué no podía esperarse a que yo llegara, tan grande es su avaricia?
–No es por cuestión de dinero, bueno, no al menos para mi beneficio. Necesitaba ese dinero para alguien más, ella quiso ofrecerme el doble de su precio, y como vi que no aparecías…
– ¿Por qué tanto interés en el perro? –preguntó Kagome mirando a la fémina.
–Lo mismo podría preguntarte yo.
–Me gusta el perro, quiero una nueva mascota. ¿Por qué tú?
Kagome miró fijo a la mujer, que al ver su mirada interrogante, bufó y respondió:
–No es de tu incumbencia niña.
Kagome se sintió ofendida, pero decidió acabar con eso ya.
–Yo le ofrezco el triple de su precio.
El anciano abrió mucho los ojos, ¡¿Le estaba ofreciendo el triple?!
–Yo… –el pobre hombre no sabía que decir.
La mujer extraña abrió su cartera, revisando y contando mentalmente el dinero que tenía disponible. Luego, cayó en la cuenta de que no podía ofrecerle más del triple a ese hombre, y supo que había perdido.
Totalmente enfadada, salió de la tienda cerrando la puerta bien fuerte, y lo último que se vio de la mujer antes de desaparecer por la esquina fue su largo pelo ondeando tras ella.
Kagome sonrió, ¡había ganado a esa molesta mujer! Su sonrisa era deslumbrante y no cabía en si de gozo.
– ¿Vienes con alguien mayor de edad? Porque no puedes rellenar tú los papeles necesarios para poder llevarte al perro, solo puede un adulto.
Kagome asintió y salió afuera de la tienda.
– ¿Qué ha pasado antes ahí adentro? –dijo Mamá, mirando a su hija con confusión –. No he entrado porque parecía que lo tenías todo controlado.
– Después te lo cuento. Pero tranquila, no nos quedamos sin perro, él es nuestro. –Kagome sonrió –. Tienes que entrar a rellenar los papeles esos raros.
Mamá rió y asintió, entrando ambas a la tienda. Después de tener todos los papeles rellenados, firmados y en orden, Mamá aprovechó para comprar también el collar, la correa, la comida, el plato para el pienso… Y todas esas cosas que aquí eran el doble de caras pero de muchísima más calidad que en un supermercado.
En unos pocos minutos, Mamá ya había colocado el collar en el cuello del perro, enganchado la correa y salido de esa pequeña y a veces claustrofóbica tienda.
–Mamá, ¿Puedo cogerlo yo? –dijo Kagome, juntando las manos y poniendo cara de perrito.
Mamá, que no podía decirle que no a esa cara, le dio la correa a su hija. Ella, toda contenta, la agarró y vio como el animal miraba maravillado todo lo de su alrededor, caminando y corriendo a momentos. Sacaba la lengua y movía la cola a velocidad ultrarrápida, haciendo brillar mucho su pelaje blanco bajo el sol.
– ¿Ya has pensado un nombre para él? Al fin y al cabo, es tuyo. Creo que tienes el derecho a ponerle un nombre.
–Ya sé uno.
– ¿Cuál?
–Taiyou.
– ¿Por qué un nombre que significa sol?
– ¿No le has visto los ojos? Parecen dos grandes soles.
–Es verdad que tiene un color de ojos algo inusual, aunque es un bonito color.
Kagome sonrió. Sí que era un bonito color, y esperaba ver esos ojos por mucho más tiempo.
– ¿¡Que has hecho qué!?
–Sé que las disculpas no sirven, sé que mi error es imperdonable y sé que me merezco todos los castigos que por esto quieras imponerme. Me los merezco…
– ¿Como ha podido pasar esto? ¡Lo teníamos todo controlado!
–Lo sé, y estaba a punto de cumplir el objetivo y llevármelo, pero entonces… Apareció una niña que le ofreció el triple de dinero y el abuelo ese lo aceptó.
– ¡Pues haberle ofrecido el cuádruple!
– ¡No tenía tanto dinero encima! –Kikyou se tapó la boca, asustada, dándose cuenta de su error –. Lo siento, lo siento, de verdad, perdóneme, no quería gritarle…
Naraku tuvo que respirar y expirar varias veces seguidas con tal de no estallar. Su mente empezó a planear posibles planes B, mientras que, sentado en su silla acolchada roja tras el escritorio, golpeteaba con los dedos en éste impacientemente. Kikyou sabía que su silencio no era una buena señal, y creía que él estaba pensando una manera de hacérselo pagar. Así que cuando Naraku se levantó de la silla de golpe, Kikyou pegó un respingo, pensando en lo peor.
Pero Naraku, que ni idea tenía de lo aterrorizada que estaba Kikyou en ese momento, caminó hasta una estantería grande y llena de libros a su derecha, parándose a observarlos. Pareció que no encontraba lo que buscaba en la estantería, así que volvió al escritorio, y de pie, cogió una pequeña llave que colgaba de su cuello en una cadena, escondida bajo las ropas. Se quitó la cadena, y con la llave, abrió el último de los tres cajones de su escritorio. Cogió un libro de aspecto viejo y deteriorado del cajón y empezó a dar vueltas por la estancia, buscando una página, y una vez encontrada, leyéndola con rapidez. En cuanto acabó de leer lo que buscaba, sin dejar de dar vueltas y sin mirar a Kikyou, como si hablara solo, empezó a decir
–Vale, en el Libro pone que no importa si no lo tenemos en nuestro poder, que el hechizo hará igual su efecto. Se lo dejaremos a la niña para que haga el trabajo sucio de cuidarlo hasta que llegue el momento, y después lo recogeremos –dijo Naraku rápidamente. Después miró a Kikyou como si acabara de recordar que ella estaba ahí –. ¿Sabes su nombre?
Kikyou supuso que se refería a la niña.
–Rondará por los quince años más o menos. Pero no sé nada más.
Naraku asintió y volvió a sentarse en su escritorio, después de haber guardado el libro de nuevo en el cajón, haberlo cerrado y metido la llave de nuevo debajo su camisa.
–Quiero que lo averigües todo sobre ella. Su nombre, con quién y dónde vive, su edad exacta, dónde estudia, cuáles son sus amigos… Todo, y pronto.
Kikyou asintió y salió del despacho rápidamente. Debía hacerlo bien esta vez, no quería volver a decepcionarle.
Él se merecía algo mejor de su hija.
¡Holaaa a todos! Estoy muy pero que muy emocionada, ya que ésta es mi primera historia de más de un capítulo, aunque la verdad es que aún no estoy segura de cuantos capítulos tendrá exactamente. Más de 10 seguro :)
Espero les haya gustado y comenten. Acepto críticas y no me enfado con ellas, me ayudan a mejorar, así que si tenéis alguna no os cortéis en decírmela e.e
Good bye babies!
