-¡No, carajo!
-¡No digas palabrotas, Samy!
-¡Tú y papá dicen cosas peores!
-Papá y yo somos grandes. Los grandes podemos decir palabrotas. Tú no puedes repetirlas.
-¡Suéltame!
-¡Deja... de... moverte!
Sam era el menor, cierto (y el menos fuerte... y el menos rápido), pero no era un inútil.
Usando uno de los movimientos que su padre le acababa de enseñar se libró de los brazos de su hermano y se alejó de un salto de él. Dean perdió el equilibrio y estuvo a nada de caer al suelo. Con ojos furiosos se volvió hacia su hermano que, rápido como un bólido, se había arrojado del otro lado de la cama.
-Samy. -gruñó Dean.
Sabía que no era buena idea ir tras su pequeño hermano con las enormes tijeras que tenía en la mano.
Sam tenía ambos brazos sobre su cabeza, haciendo lo posible por cubrir su cabello.
-¡No te dejaré cortarme el cabello otra vez, Dean! ¡Nunca!
-¿Tú crees que quiero hacerlo? ¡Lo piden en la escuela! -le gritó Dean frustrado en respuesta- ¡Te van a suspender si te sigues comportando como un bebé!
-¡No soy un bebé! ¡Y la última vez que me cortaste el cabello todos se rieron de mí! ¡Quiero esperar a papá!
Dean dejó escapar un suspiro, sin ánimos ya de seguir gritándole a su hermano.
-No podemos, Samy -le dijo-, tu maestro me dijo que iba a llamar a papá si no ibas con el cabello corto para mañana.
-Pero, Deeeeeaan... ¿Por qué no podemos ir a una estética o a un salón de belleza o lo que sea?
-No tenemos dinero -le espetó Dean, tomando las tijeras con mayor fuerza. Generalmente evitaba que su hermano supiera lo corto que andaban de dinero, pero ya le había colmado la paciencia.
-No dejaré que me toques el cabello -le dijo Sam resuelto, después de una pequeña pausa.
-Me estás obligando a amarrarte, pequeño -dijo Dean fingiendo sonreír.
-No te atreverías -Sam se tensó, buscando ver en los ojos de su hermano si estaba bromeando o si se encontraba en peligro inmediato.
-¡Noooooooo! ¡Deeeeean!
-¡No! ¡Ayuda! ¡Por favor!
-¡Nooooooo!
-¡Deeeeeean!
