CAPÍTULO 1: PETER

Sentía calor, mucho calor. Un calor abrasador cuyo origen se localizaba entre las piernas. Enviaba oleadas de ese fuego al resto del cuerpo; calor y algo más, una mezcla de deseo y algo más que no podía percibir. Un olor dulzón, un cuerpo caliente a mi lado, moviéndose, haciéndome cosquillas y alimentando ese insufrible deseo contenido entre las piernas.

Quise abrir los ojos y no pude, una venda me los tapaba y me condenaba a la más profunda oscuridad. Unos brazos delgados y fuertes, cálidos y suaves me masajeaban el pecho, desde las clavículas hasta la cinturilla de los pantalones, jugando cruelmente con mi piel, besando y acariciando cada maldito centímetro que tenía delante de sí.

De mi garganta sólo salían gemidos y algún que otro alarido, alzaba las caderas en busca de más contacto, en busca de un remedio para ese insufrible calor que me asolaba. Sentía calor; olía a humo y a cera quemada, a sudor y a deseo. Tras forcejear, ella se rindió, y pude quitarme la venda de los ojos.

Ella era hermosa, de piel nívea y suave; pelo negro como el carbón y largo, larguísimo, suelto y despeinado. El cuerpo de una mujer, y rostro de niña. Alcé la mirada, y lo que me encontré, me deshizo por completo. Ella, de ojos verdes, listos y ardientes de deseo; de labios rojos y gruesos, en una curva burlona hacia arriba.

Me moví. Un movimiento totalmente involuntario, un acto reflejo de protección. Quise escapar, huir, gritar. Pero ella era mucho más fuerte que yo. Quería escapar, porque me sentía demasiado bien. Mi corazón latía con fuerza, enviando sangre a todo mi cuerpo, rápido y fuerte.

Volvía a agarrarme de las muñecas, sobre mi cabeza; y mecía sus caderas sobre las mías, rápido y lento, a conciencia, malévolamente cruel. Y yo sólo sentía un cúmulo de sangre agolpándose… ahí.

-Susan…. –gemí, con la voz sumamente ronca, con toques metálicos y la garganta seca-. No…

-¿No qué, Peter? –Bajó y soltó mis muñecas, empezando a besar mi pecho, cubierto de gotitas de sudor-. ¿No te gusta esto?

"Precisamente por eso, me está gustando demasiado", pensé; una idea loca, deseosa e irracional.

Sentía la mente embotada, ideas inconexas rondando por mi mente, pensamientos incoherentes que me impedían moverme. Y entonces, sentí frío. Frío y libertad. Susan me había obligado a levantar la cadera y los pantalones bajaban casi solos por mis piernas, para acabar olvidados en un montón de ropa en un rincón.

-Sí… -seguía moviéndose sobre mi cadera, con sólo una fina capa de tela entre ella y mi desnudez-. Te gusta esto – susurraba en mi oído, con la voz grave y provocativa, sus manos juguetonas sobre mí. Y yo, lo único que quería era estar dentro de ella, aliviar ese insufrible calor que me nacía entre las piernas.

Preso de una pasión animal, le arranqué el pequeño vestido rojo que llevaba, destrozándolo… pero no me importaba. Quería aliviarme, librarme de ese calor que me invadía. Giré con ella en la cama, colocándome encima, con mis piernas a ambos lados de su cadera. Mis manos, apoyadas en la almohada, soportando mi peso. Mis ojos, vagando por su cuerpo desnudo, brillante y perfecto, jadeante, esperando por mí.

-¿Sabes lo que he esperado para esto? –me molí contra ella, dejando escapar varios gemidos de placer, deleitándome con los suyos, sufriendo por mí-. ¿Sabes lo que me costaba verte disparar, bailar, caminar… sin arrojarme sobre ti? Pero ya no importa, ya te tengo debajo de mí.

Y al instante siguiente, estaba dentro de ella.

Era una sensación tan agradable, tan atrapante, tan húmeda y deseada que me sentía en el mismísimo cielo. Sus paredes apretándome, llevándome lentamente a una espiral de éxtasis que muy pronto encontraría fin.

Y yo no quería.

De mis labios salían palabras incoherentes, sílabas desordenadas y gemidos profundos, cuando no estaban ocupados en sus labios, en su pecho, en su abdomen. Mis manos vagaban libres por su torso, acariciando sus pechos; su abdomen, pálido, liso y sudoroso; sus caderas, casi clavándole las uñas, pegándola a mí. La tenía totalmente a mi merced, piel con piel, y aún así, no me era suficiente. Quería más, mucho más. Ella gemía en mi oído, me besaba y me mordía, volviéndome loco.

Dejé una mano tras su cabeza, los dedos enredándose en las hebras de su largo cabello oscuro. La cabalgaba lento, queriendo alargar ese momento todo lo posible. Y entonces, lo sentí. Ella, abandonándose al placer carnal, a una oleada de deseo que me atraía más y más.

Empecé a gemir su nombre, más rápido, más profundo, más…

"¿Peter?", oía en la lejanía; "¡Peter! ¿Estás bien?". Alguien me zarandeaba, cada vez con más fuerza, y me atraía con rudeza al mundo real.

-¡Qué! –grité, después de dejar escapar un profundo gemido. Abrí los ojos, rodeados de una espesa capa de sudor, para encontrarme el rostro de Susan a escasos centímetros del mío. De forma inconsciente, me eché atrás, y dejé caer las manos sobre el regazo, en un intento de ocultar el duro bulto que se había formado.

-Estabas gritando, Peter –dijo simplemente, sentándose a mi lado en la cama y dejando la linterna en la mesita de noche. Con la otra mano, me apartó el pelo mojado de la frente, empapado en sudor-. Gritabas cada vez más alto, gritabas mi nombre…

"Sí, gritaba, pero era por algo muy diferente a una pesadilla", pensé. Aún tenía el corazón latiéndome furioso contra el pecho, tan fuerte que creía que me rompería las costillas y se escaparía. Por el rabillo del ojo vi que me miraba, preocupada, en busca de una respuesta. ¿Por qué lo sabía? Porque tenía esa mirada que siempre tiene cuando busca las respuestas a una incógnita. Y ahora, yo era su incógnita.

Me separé de ella por puro instinto, soportando una inaguantable presión entre las piernas. Apretaba los dientes, pues sus largos y finos dedos me acariciaban la mejilla; no le importaba mancharse de sudor, no le importaba que rehuyera de ella.

-Peter, ¿qué ha pasado? –me preguntó, con una mirada profundamente preocupada. La miré de reojo, y pude jurar que sus mejillas estaban encendidas.

"¿Qué le cuento?", me preguntaba. ¿Le cuento una mentira, una pelea a muerte contra un calormeno, por ella? ¿Le cuento que soñaba que se caía al vacío, y yo no era capaz de cogerla? ¿O le cuento la verdad, que soñaba que hacía el amor con ella, lento y profundo? Era un pésimo mentiroso, ella lo sabía. Pero si le contaba la verdad, se enfadaría conmigo, me llamaría enfermo y me apartaría de ella. Y yo no podía soportar eso. No podía soportar la idea de que ella me expulsara de su vida.

-Yo… -tartamudeé, bajando la mirada a su mano, junto con la mía sobre el montón de sábanas y mantas-… Susan, no puedo decírtelo.

-¿Por qué? –insistió, acercándose más-. Peter, no es la primera vez que gritas mi nombre. ¡Tengo derecho a saber! –gritó, sin sonar enfadada-. Me preocupo por ti, y tú… tú no haces más que alejarme de ti.

Me llevé una mano a la frente, enredando luego los dedos en el pelo, largo y rubio. Hacía tiempo que no me pelaba, y ya lo llevaba casi por los hombros. Además, una casi imperceptible pelusa me cubría las mandíbulas. A ella le gustaba verme así, decía que parecía mayor. Y como un verdadero tonto, le había hecho caso. ¡Le hacía caso, hacía esto por ella!

-Si lo escucharas, te alejarías de mí –dije con la voz profunda, muy grave. Me levanté, aún inseguro, pues la erección seguía marcándose entre mis piernas. Me quité la camiseta, que estaba empapada, y con una toalla me limpié el sudor; todo de espaldas a ella-. Y es lo último que quiero.

-¿No confías en mí? –noté que se levantaba y se me acercaba. Me rodeó en un fuerte abrazo, y yo luché por no gemir. De pequeña me daba muchos abrazos, ahora que lo recuerdo. Claro que entonces eran abrazos fraternales, infantiles, sin otro fin que la comodidad y el afecto humano.

-Claro que confío en ti, es… -ladeé la cabeza, buscando en los cajones por una camiseta limpia -. Es en mí mismo de quien no me fío.

Me aventuré a darme la vuelta, poniéndome la camiseta y mirándola con los ojos entrecerrados. Me fijé en ella, por primera vez en la noche. Llevaba el pelo suelto, despeinado, pero igualmente estaba preciosa. Sus ojos, verdes, brillaban a la luz de la linterna, buscando respuestas a mi mal. Sus labios, rojos y gruesos, se curvaban en una mueca, no entendía por qué la alejaba de mí. Llevaba un camisón blanco, de seda, hasta las rodillas y de tirantes. Sobre él, un batín de satén, rojo como el fuego, que reflejaba la luz de la linterna y de las ascuas de la chimenea que había en mi habitación. Me acerqué, tanto que pegué mis caderas a las suyas. Poco o nada me importaba ya que notase el bulto que me había crecido entre las piernas, sobresaliente y duro. Le acaricié la mejilla, lento y con amor, un amor que poco tenía que ver con el afecto fraternal. La otra mano la dejé vagar por su espalda, arriba y abajo, hasta dejarla quieta en la parte baja de su espalda. Con un leve empujón la pegué a mí. Instintivamente alzó la barbilla, de manera que sus labios estaban a escasos centímetros del mío. Su aliento, caliente, me daba en los labios. Cerró los ojos, su corazón latía rápido y casi arrítmico.

Yo deseaba esto, lo necesitaba casi como respirar. Pero, cuando sus labios casi rozaron los míos, me aparté. Con un empujón gentil y suave, la aparté de mí, y salí huyendo de la habitación.

-Lo siento –fue lo único que dije.