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• Stairway to heaven •
A George le gusta pensar que, cada vez que la lluvia cae sobre La Madriguera, es sólo otra broma poco original de Fred.
Cuando se mira al espejo, espera a que alguno de los movimientos de su reflejo no coincidan con los suyos... ¿Por qué no existe la posibilidad de que Fred haya hecho un hoyo en la pared para fastidiar a mamá? Y no es difícil imaginarlo, porque su madre sigue usando la misma potencia Weasley en su voz, cada vez que a Ron se le ocurre hacerse el idiota, buscando irremediablemente que las paredes vuelvan a temblar con la misma intensidad en que lo hacían cuando Fred aún vivía.
Aún después de tantos años, sigue doliendo. Han pasado más de trece años y, aunque su madre aún grita, su padre aún intenta entender el mecanismo de los enchufes, Bill sigue sin cortarse el pelo, Charlie sin casarse, Percy incapaz de hablar como una persona normal, Ron temiendo a las arañas, Ginny dominando el Mocomurciélagos.
Hoy, George se permite tirarse en el césped, sin importarle los -insistentes- gnomos (después de todo ya le falta una oreja, le daría lo mismo perder la otra a manos de una plaga de jardín) y mirar al cielo. George no recuerda un día de su cumpleaños (el suyo, el de Fred) en el que haya habido un cielo limpio y azul. Siempre caen una gota o dos sobre su cara y George se ríe de la tonta broma de su hermano, porque jamás admitirá que son sus propias lágrimas. Pero siempre llega alguien que se recuesta a su lado y le dice que ya está despejado, que terminará por quemarse por el sol del mediodía, que la abuela le llama, que ya ha prendido las velas, que todos esperan, que todos esperan...
Él también espera, y Fred lo sabe.
Su hijo le sopla el flequillo, sentado en el césped con una sonrisa animada en el rostro. Una sonrisa similar a la suya, pero idéntica a la de su hermano. Es la única diferencia que encuentra entre su gemelo y él mismo. Ni siquiera la maldita oreja importa. Porque si hubiera sido por él, Fred se hubiera cortado la oreja y lo hubiera hecho pasar por un accidente.
Pero ahora George no es igual a Fred, porque no puede serlo, y, si pudiera, tampoco lo querría así. Porque no hay George sin Fred, y no hay Fred sin George, y aunque La Madriguera siga llena de gritos, risas y bromas, su hermano sigue detrás de las nubes, conspirando con los Merodeadores (Merlín, cómo le envidia), para salpicarlo con gotas de lluvia mientras cierra los ojos, tirado en el césped.
—Papá, la abuela ya encendió las velas. ¡Vamos adentro!
Como siempre, su hijo le mira con una gran sonrisa, sentado a su lado, soplándole el flequillo, (las mejillas, para ya no ver sus lágrimas), intentando llenar el vacío que dejó Fred. A veces lo logra.
Hoy, llega a ver un pedacito de cielo.
Y el fantasma de la risa de Fred.
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