1. Despertar
Nada.
No veo nada en derredor mío, ni arriba, ni abajo. Nada. No entiendo por qué, ni sé a ciencia cierta cómo me siento. Sólo atino a ver mis manos, mis pies, mi cuerpo… y no me veo como en los últimos cincuenta años, pero eso no me reconforta, aunque tampoco me extraña. De alguna manera me es familiar mi estado, aún sin saber qué es lo que hago aquí, o cómo fue que llegué. En cuanto quiero cerrar los ojos para perderme en mis pensamientos, es cuando la escucho fuerte, clara en mi cabeza. La voz dice cosas confusas, pero a poco comprendo que se trata de la misma frase, una y otra vez. Me adormila el escucharla como un eco, y me siento flotar hacia ella, hasta que logro escuchar con claridad y entender lo que dice.
— ¿Señorita? Señorita, despierte; ¿se encuentra bien? — dice la voz, muy cerca de mi oído — Señorita…
— ¿Eh? ¿Qué, cómo…? — digo estirándome — ¡Yaauuuhhnn! ¿Ya es hora de clases…? ¡Aayyy!
Repentinamente, sentí dolor en mi costado izquierdo. Mi reacción inmediata fue alzarme como un resorte y abrir muy grandes mis ojos en busca de mis gafas, que no localicé hasta que alguien me las tendió.
— Tenga — dijo la misma voz de antes, en un tono amable aunque precavido —. Esto es suyo, ¿cierto?
Asentí con la cabeza, recibiendo mis gafas de manos de aquel hombre que apenas si lograba enfocar. Me las puse y pude verlo todo con claridad, mientras el silbato de un tren me decía a gritos dónde me encontraba. Era la estación King's Cross, en el andén 9 ¾ con el Expresso Hogwarts a punto de salir. Me había caído de uno de los bancos del andén, golpeándome el hombro contra las losas del piso, y el hombre que me hablaba era uno de los vigilantes de la estación.
— ¡El tren, se va el tren! — exclamé al tiempo que hacía por levantarme.
— ¡Señorita, espere por favor! — dijo el vigilante, tomándome por el brazo — ¡No puedo dejar que suba así!
— ¡Pero el tren, se marcha sin mí! — dije, comenzando a forcejear.
Logré soltarme y comenzar a correr hacia el vagón más cercano, pero tres pasos después volví a caer, y entonces me di cuenta de algo más extraño. Toda mi ropa y hasta mi calzado lucía viejo, estropeado por años de encierro y humedad, como si hubiera permanecido empacado en algún baúl enterrado. Mi caída fue causada por uno de mis zapatos que terminó de desbaratarse cuando traté de correr, y al levantarme mi túnica y mi blusa amenazaron con correr con la misma suerte. El paciente guardia intervino entonces y me puso encima su propia chaqueta del uniforme.
— Cúbrase señorita — me dijo mientras lo miraba —. Venga, acompáñeme por favor.
Caminamos por el andén despacio, yendo a un paso delante del guardia y cuidando de no dejar lo que quedaba de mis zapatos por el andén, mientras todos nos miraban entre extrañados y fascinados.
— Perderé el tren— comenté en voz baja —. Mis padres se enojarán mucho.
Al hablar miro discretamente al guardia, y noto que me ve de soslayo mientras articula una leve sonrisa que no comprendo. Llegamos ante la puerta del jefe de estación, y el vigilante llama dos veces. "Adelante", responden desde dentro, y mi acompañante entra pidiéndome que le espere un momento. Mientras lo hago, miro alrededor de la oficina con curiosidad, pues en todo el tiempo que llevo estudiando en Hogwarts nunca la había visto por dentro, aunque debo decir que me la imaginaba diferente. Los retratos encantados de la antesala comienzan a mirarme, pero cuando yo los veo se hacen los desentendidos. Todos, menos uno que me sigue mirando y haciendo gesto de esforzarse por recordar algo.
— Pase por favor señorita — dice el guardia asomándose por la puerta de la oficina. Entro detrás de él, sintiendo aún la mirada del retrato.
— Buen día señorita — me dice un hombre mayor, sentado detrás de un escritorio. Una placa sobre el mismo me informa que se llama Bertrand.
— Bu-buen día — digo con timidez, algo inusual en mí.
— Bueno, le explicaré por qué está aquí señorita — me dice entrelazando sus dedos —. El oficial Gregg aquí presente me informa que usted apareció en un banco del andén, sin que nadie la viera hacerlo, y que no llegó atravesando el muro como todos los magos y brujas lo hacen siempre. El hecho de que estuviera dormida, y que vistiera de manera tan… lamentable, fue lo que llamó la atención del oficial, que se apresuró a ver si se encontraba bien y si no había sido víctima de algún maleficio.
— N-no, no es así. Me encuentro bien — dije secamente, revisándome con algo de nervios.
— Bien, es bueno saberlo — replicó el señor Bertrand —. Ahora, las presentaciones. Soy el señor Bertrand, encargado administrativo de esta estación mágica, al oficial Gregg ya lo conoce, ¿y usted es…?
— M-me llamo Myrtle — contesté algo aturdida —. Myrtle Morseferth señor.
La conversación continuó por un rato, con más preguntas sobre mí, mi familia y mi casa. El señor Bertrand anotaba todo lo que le respondía y lo releía como verificando que no hubiera perdido algún detalle. Luego dijo que haría algunas llamadas, y al ponerse de pie sacó de un bolsillo un raro y pequeño aparato, en el que parecía teclear algo. Mi curiosidad dominó mis nervios, y tuve que preguntar.
— Perdón, ¿qué es eso? — dije mirando el aparato. La reacción de ambos señores fue la misma, asombro total.
— Es un teléfono móvil — me dijo el guardia en voz baja, mientras Bertrand hablaba por el aparato —. Ya sabe, uno de esos aparatos muggles modernos.
— ¿Móvil? — repliqué sin creerlo — ¿Y qué les pasó a los aparatos con disco?
Gregg me miró como si estuviera ante un dinosaurio vivo, en tanto que yo seguía fascinada con el aparato ese. Bertrand terminó de hablar, pulsó una tecla del aparato y lo dejó en su escritorio.
— Así que, ¿qué puede decirnos sobre lo que le haya pasado, señorita Morseferth? — me preguntó Bertrand a quemarropa.
— ¿Eh? — titubeé — P-pues no sé… E-estaba soñando algo raro, y… yo… pues…
— ¿Soñando? — interrumpió el administrador — No, no señorita, lo que le pregunto es si recuerda haber tenido un accidente, o si alguien le hizo esto, o si…
— No, no señor — respondí, un poco más dueña de mí misma —. La verdad, no recuerdo nada de eso.
— Ande señorita — trató de animarme Gregg —, haga un esfuerzo. Le ayudaremos.
— Lo sé, pero es que sinceramente no… — comencé a responder, hasta que un sonido gracioso proveniente del aparato de Bertrand me interrumpió.
— Disculpe por favor — dijo tomando el aparato. Esta vez, en lugar de hablar con él, pulsó un par de teclas y leyó algo que apareció en la pequeña ventanita que tenía al frente el artefacto. Luego, me miró con gesto de asombro antes de dirigirse al guardia.
— Oficial, acompáñeme por favor — le dijo pasando a mi lado para salir de la oficina —. Señorita, tenga la gentileza de esperarnos un momento por favor.
— Sí, bueno pero yo… — quise decirle a Bertrand que iba a perder el tren, pero no me escuchó. Ambos hombres salieron casi corriendo de la oficina, con tanta prisa que el administrador había olvidado su aparato sobre el escritorio. Por curiosidad quise verlo más de cerca, y leí lo que había en la ventanita luminosa antes de que se apagara. Tras la lectura sentí un escalofrío recorriendo mi espalda, y tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no gritar.
MINISTERIO DE MAGIA Y HECHICERÍA
EXPEDIENTE DE ESTATUS DE VIDA
Nombre: Morseferth Loperbec, Myrtle
Edad: 15 años
Extraviada: No reportada
Atacada con violencia: No reportada
Secuestrada: No reportada
Fallecida: SÍ
Causa del deceso: Indeterminada
Lugar del deceso: Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería
Año del deceso: 1943
— ¿Fa-falle…? — farfullé, sin querer decir la palabra completa. Mis manos temblaban sobremanera, y tuve que sentarme sobre ellas para controlarlas. Una sensación de desesperación relampagueó por todo mi cuerpo, y me levanté de inmediato. Había visto el nombre de mi colegio, y pensé que ahí debían tener respuestas.
Comencé a buscar otra salida que no fuera la puerta, pues ahí estaban Bertrand y Gregg y seguramente me detendrían para saber el por qué el Ministerio de Magia me consideraba muerta. Miré a todas partes buscando una salida, y en eso escuché la voz de uno de los retratos que estaban colgados en la pared detrás del escritorio.
— ¡Psst, niña! — dijo el retrato — ¡Rápido, por allí!
Volteé rápidamente, y vi en la imagen al mismo hombre que se me había quedado mirando cuando entré con el vigilante. De momento su cara se me hizo muy familiar, pero no conseguí recordar dónde lo había visto antes. Miré hacia donde la imagen me señalaba, y vi una puerta más pequeña a un lado de una vitrina que la tapaba desde el punto de vista donde me había sentado.
— Gracias señor — le dije al retrato.
— Por nada niña — me contestó sonriendo —. Fue un placer volver a verla.
Antes de que pudiera reaccionar, la imagen ya se había salido del marco, y supuse que volvió al otro marco que había visto al entrar. Me precipité hacia la puertita, y vi que era la entrada a un baño, en cuyo fondo había una ventana apenas suficientemente grande para que cupiera un niño. Al ir hacia ella tropecé con un gabinete bajo el lavabo, el cual se abrió y un par de prendas cayeron de él. Eran un pantalón de peto y un par de botas de trabajo.
Tomé la ropa y la arrojé por la ventana, para luego intentar salir yo misma por el pequeño hueco sin hacer ruido, lo cual logré con algún esfuerzo y dejando parte de mis raídas ropas atoradas en el marco. En eso escuché a los hombres que volvían a la oficina, y me apresuré a tomar la ropa y las botas y a salir de allí corriendo hasta el andén, justo cuando el conductor del Expresso gritaba la partida del tren. Corrí para alcanzarlo, cuando sentí que algo se me enterraba en las costillas. Era mi varita, que se había salido del único bolsillo útil que le quedaba a mi túnica. La tomé y casi sin aliento invoqué "inmobilus", deteniendo en seco al tren.
— ¡Oiga, usted! — escuché un grito entre la pasmada multitud. No me detuve a ver quién era el que gritaba, y seguí corriendo hasta alcanzar el último vagón al cual subí al tiempo que invocaba un "finite incantatem" y el tren retomaba su marcha.
Me senté en el suelo del vagón y vi que era el de guarda equipajes. Hice un espacio y me acomodé para descansar, no sin antes haber cambiado mis carcomidas ropas por el pantalón de peto y las botas, sintiéndome mejor. Me quedaban algo grandes, y al notarlo recordé un encantamiento que mi madre solía hacer para arreglarnos la ropa a papá y a mí. Lo conjuré y todo se ajustó un poco nada más, pensé que se debía a que la ropa era de hombre pero no importaba. Al menos ya no estaba semi desnuda, y pronto llegaría al colegio para despejar mis dudas.
— Fallecida — dije al fin la palabra —. Pero, ¿cómo?
