Este es un fanfiction basado en Inuyasha, de Rumiko Takahashi.
Todos los personajes son propiedad de Rumiko Takahashi y
Shogakukan.
Nota del traductor: Quienes sólo han visto el animé hablado en
castellano, con doblaje mexicano, conocen a la protagonista como
Aome. Su verdadero nombre es Kagome. Ese es el nombre que se
utiliza aquí.
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Despechos (Parte 1)
por Kristine Batey
versión castellana de Miguel García
~ o ~
Una mañana, el muchachito tierno y medio pánfilo que una vez le
dijera que jamás podría querer a otra la miró desde la cara de un
hombre ya grande y dijo:
—Tengo que decírtelo... Hay una mujer del trabajo, una joven de
la oficina.
Para sorpresa de ella, su reacción inical fue un raudal de alivio...
"Y eso —pensó— nos dice adónde ha llegado a dar la relación". Más
entrado el día volvió a sorprenderse al ser sobrecogida por un alud
de dolor y rabia. Tuvo que agarrarse del borde de la camilla para
estabilizarse, agradecida de haber puesto en manos del residente la
labor de suturar la barbilla del anciano. Así las cosas, el residente
interrumpió su accionar, alarmado, creyendo haber cometido algún
error.
—¿Doctora? —dijo, no "¿Doctora, la estoy cagando?"; era un residente
de último año, con experiencia suficiente para saber que el paciente
no debía oler las dudas. Ella resistió el alud, volvió en sí y echó un
vistazo breve a la herida, tranquilizando al alumno al asentir un poquito,
con gesto académico. En realidad, los puntos estaban un pelín
demasiado apretados; nada que fuera gran problema, pero la
practicante que terminara quitándolos tendría que maniobrar y tirar
un poco. Se lo mencionaría al residente luego de que el paciente se
fuera.
Esa noche, en el trayecto de regreso, casi pasó por la casa de su
mamá a darse una vuelta por el pozo, pero lo descartó.
Y luego, una vez dentro de su apartamento, casi se dio media vuelta
para devolverse a la casa de su madre.
Él se había ido. Y de verdad, se había ido. No podía quejarse de no
haber sido avisada. Si no es problema, voy a pasar por allá cuando
estés de guardia, para sacar mis cosas. Ella había previsto que se
llevara una maleta, el cepillo de dientes y la rasuradora; artículos
triviales: lo suficiente para vivir mientras se instalaba con su nueva...
¿Nueva qué? ¿Nueva vida? ¿Nueva obsesión? ¿Nueva prestadora
de culo?
Estaba enrabiada otra vez.
Tuvo el impulso de hacer la escena de la mujer traicionada vista en
las películas: tijeretearle la ropa, hacerle añicos el espejo de afeitar,
tirarle los zapatos por el balcón. Pero no había nada: ni ropa, ni
espejo de afeitar, ni zapatos, ni cepillo de dientes, ni monedas sueltas
encima de la cómoda, ni tazón de café con su nombre. Con su
prolijidad de siempre, don Perfecto se había llevado todo, todo, lo
que dijera que un hombre llamado Hojo había compartido un hogar
con ella durante una docena de años.
No, momento: allá en el basurero del baño había un pedazo de hilo
dental con gusto a menta. Esa mañana, como cada mañana, él había
estado dieciocho minutos pasándose el hilo por su condenada
dentadura perfecta, después de lo cual se había sentado a la mesa
del desayuno para decirle "Te juro que jamás planeé que pasara esto".
Tomó el hilo dental y se lo llevó al dormitorio... suyo ahora, no nuestro.
Los cajones de él estaban vacíos, su lado del armario, vacío, se había
llevado su almohada. En el cajón del tocador encontró unas tijeras de
uñas. Se instaló delante del espejo con orla de suaves bombillas
rosáceas, mirándose cortar el hilo dental en pedacitos diminutos:
una mujer enrabiada, en la segunda mitad de los treinta y tantos,
cometiendo un acto desquiciado, pero atractivamente iluminada.
Recogió los pedazos de hilo dental, los llevó al excusado y los echó
al retrete de estilo occidental, luego tiró la cadena. Algunos pedazos
desaparecieron en la cascada; los demás volvieron flotando
perezosamente a la taza. Tuvo que tirar la cadena tres veces para
deshacerse de todos. Desgraciado.
Se echó en la cama y volvió a pensar en el pozo.
Y siguió pensando en este, extrañamente, de nuevo y de nuevo,
durante los siguientes dos o tres meses.
El asunto se volvió una separación amigable, si es que tal cosa existía.
Concordaron en que habían sido demasiado jóvenes, concordaron en
que con la edad se habían ido apartando. ¿Habían concordado en que
se sentían estafados? ¿En que él era demasiado monótono, demasiado
convencional, demasiado afable, demasiado ordenado, demasiado
civilizado, demasiado... perfecto? ¿En que ella estaba demasiado
extraviada, demasiado resentida, demasiado insatisfecha, demasiado
briosa?
Hasta fue al casamiento, se sentó con la familia. La novia, de nombre
Miyu, como la vampiresa, era joven, pero no tanto: veintiocho,
veintinueve. No una Office Lady en busca de marido, sino una gerenta
que inesperadamente encontró el Amor Verdadero. Y era amor. Esta
joven, la flamante señora Hojo, lloraba de alegría en su propia boda,
y a su marido se le empañaban los ojos de solo mirarla a la cara. Se
estremecía la voz de la novia al hablar de sus pocos meses juntos,
del hombre chistoso y atento que la sorprendía con flores y helado
y paseos a altas horas a clubes de blues, a pizzerías de trasnoche, a
funciones de títeres. ¿Quién era este hombre, este hombre exuberante,
espontáneo, querible, y de dónde había sacado una función de títeres
a la una de la mañana?
Le vino la respuesta: ese era el hombre que amaba a Miyu. El hombre
que había encontrado una vida nueva en los ojos de Miyu. El hombre
que jamás planeó que pasara esto. Que, sin duda, se había bajado un
día de un ascensor en un piso misteriosamente equivocado, para
avanzar desconcertado por un pasillo desconocido, espectral, tratando
de encontrar su oficina y en vez de eso encontrando al amor de su
vida ensartada a la puerta del baño de mujeres con una flecha
atravesándole un senito puntudo. Kagome lo visualizó asiendo el seno
no traspasado —¡para apoyarse, nada más!— y luego extrayendo
rápida, perfectamente, la flecha con la otra, capturando ágilmente a
la doncella durmiente (¿era Miyu doncella todavía? Ya iba para los
treinta. Lo más probable era que no) con su brazo libre, si es que
tenía un brazo libre; Kagome iba en la tercera copa de champaña y
no podía llevar la cuenta de cuántos brazos había ya usado en la
escena. Empezó a engrifarse por la mano puesta en el seno, luego
se recordó estando en la misma situación. Se volvió hacia el hombre
a su izquierda, un amigo del novio.
—Si tuviera que hacerlo de nuevo —le dijo—, ni por el carajo caería
con lo de las orejas.
El hombre la miró de hito en hito. Era quizá cuarentón, con un proyecto
bien encaminado de calvicie, cejas espesas. Ella nunca en su vida lo
había visto.
—Si eres amigo del novio —le dijo—, ¿cómo no te conozco?
—Ah —dijo este, mirándola a los ojos—. Tú debes ser la ex.
Fue como si la hubiera aguijoneado una avispa, una de las saimyosho.
Ella era la ex. La ex amante de Hojo Junsei. La ex Dama Kagome, ex
compañera de Inuyasha el Buscador de la Shikon no Tama.
Bajó un poquito los párpados y le clavó una mirada desde el velo de
sus pestañas.
—No soy ex de nada —dijo—. Soy médico especialista en atención
de emergencia. —Batió las pestañas—. Y de las buenas —añadió.
Se inclinó hacia adelante de modo que el escote de su vestidito negro
se entreabriera un poco. El Amigo Del Novio se puso de color rosado.
No era un hombre ante quien muchos vestiditos negros se hubieran
entreabierto.
Kagome lanzó un vistazo fugaz a la mesa principal, y el vistazo fugaz
se volvió un vistazo largo. Hojo el Perfecto y Miyu la Dulce la estaban
mirando. Y luego se estaban mirando los dos. Y cuchicheando. Y
dándose una sonrisita íntima. "Mierda —pensó—, ¡se alegran por mí!
¡Él se alegra por mí! Estoy aquí instalada coqueteándole a un cagatintas
de su oficina, y creen que encontré el Amor Verdadero". Cayó en la
horrorosa cuenta de que la habían sentado deliberadamente junto a
este hombre, que la Novia y el Novio habían tenido la esperanza de que
hicieran migas al instante. Se preguntó si el Amigo Del Novio era también
el Ex De La Novia. Llegó un camarero y le llenó la copa de champaña. La
apuró de un trago.
—Parece que te gusta el champán —dijo el Amigo Del Novio. Se hizo
más adelante y la favoreció con un guiño conspiratorio—. A lo mejor me
puedes contar algunas de las otras cosas que te gustan —murmuró, y
su aliento era una nubecilla de olor a cigarro y ajo.
Ella apoyó la frente contra la amplia y lustrosa frente de él.
—Me gustan... las garras. Y los colmillos. Y los ojos dorados. Y... las
orejas de perro. Me... fascinan... las orejas de perro.
Y, acto seguido, se cayó de la silla.
Se negaron a dejarla irse a su casa conduciendo. Al principio había
opuesto resistencia, pero Hojo le indicó a Miyu, orgulloso:
—Higurashi dirigió una campaña de los servicios de emergencia
contra la conducción en estado de ebriedad. ¡Les fue fantástico! Las
lesiones atribuibles a la conducción bajo efectos del alcohol en la
ciudad disminuyeron en un, ¿cuánto era, Higurashi? ¿Veintiuno
coma ocho por ciento?
—Veintiuno coma setenta y siete —dijo ella.
¡Él se estaba vanagloriando de ella! El muy desgraciado tenía la
desfachatez de jactarse de ella ante... ante la mujer que amaba de
verdad. Ante su primera elección. La que había esperado en secreto
que llegara algún día. Hojo sonreía en los ojos de Miyu.
—Bueno —dijo él—, eso se redondea a veintiuno coma ocho. Yo creo
que le podemos regalar el otro coma cero cuatro por ciento, ¿cierto,
Miyu?
Los dos se sonrieron por encima de la cabeza de Kagome; estaban
uno a cada lado de ella, sosteniéndola en pie, Hojo de chaqué, Miyu en
el tercer vestido que se ponía aquel día, un vestido de novia occidental
a toda fanfarria de tafetán blanco y encaje con una cola de metro y
medio drapeada en el brazo que no estaba sujetando a Kagome. Años
después, pensó Kagome, la señalarían en los videos de la boda y les
dirían a sus hijos, "Esa de ahí es Higurashi, una compañera de colegio
de Papi". (Omitirían oportunamente los años de estarse manoseando en
los cines, bajando en puntillas por escaleras de incendio, los futones
compartidos en apartamentuchos de estudiante, y la docena de años
de respetable cohabitación.) "A Higurashi le hizo un poquito mal la
champaña esa noche. ¡Mami y yo prácticamente tuvimos que subirla
arrastrada a un taxi! ¡Hubieran visto a Mami vestida de novia, tratando
de evitar que Higurashi se cayera bruces!". Se le ocurrió de pronto a
Kagome que el hombre que los había seguido al salir del hotel era el
fotógrafo. Rompió a llorar.
Hojo le hizo señas a un taxi, y los dos maniobraron con ella hasta la
cuneta. Hojo la apuntaló contra el guardabarros y dijo:
—No me gusta la idea de que estés sola en ese apartamento tan grande.
Le voy a decir que te lleve a casa de tu mamá.
Asomó la cabeza dentro y le dio al chofer las indicaciones, y un par de
billetes grandes.
—Por los problemas —dijo—. Va a tener que ayudarla a subir un
montón de escaleras.
Kagome seguía llorando y la nariz le chorreaba. Se limpió la cara con
el brazo, dejando un largo manchón negro de rímel y una reluciente
estela de moco desde la muñeca al codo. Miyu con su blanco vestido
de novia quedó mirando el brazo y dio un paso atrás. Kagome se le
fue encima para abrazarla; Hojo bloqueó impecablemente. Sí que eran
un equipo, esos dos.
—Miyu —dijo Kagome—, eres tan buena, de ayudarme así, eres tan...
Tan...
¿Tan qué? Tan golfa. Tan puta. Tan perra. Tan puerca. Tan rival. Tan
vencedora.
Miyu objetó con una preocupada carita reprobatoria.
—No, Kagome —plañió—, nosotros te queremos.
A las perdedoras. A las ex. Uy que las queremos.
—No —dijo Kagome—. Si yo fuera tú y viniera una... amiga, una novia
de antes, a emborracharse en mi boda, no creo que pudiera hacer
esto. Creo que la mataría, por pura lástima. Le atravesaría el corazón
de un flechazo. Tuac.
El hombre ya grande que había matado al muchacho que una vez
dijera que nunca podría querer a nadie más que a Kagome la metió en
el taxi y cerró de un portazo. Al alejarse, Kagome pudo verlos de pie
en la cuneta, del brazo, La Novia y El Novio, una versión en tamaño
natural de las figuritas de encima del pastel.
Y así fue a dar ante el pozo.
Entiéndase que ella había estado ante el pozo muchas veces a través
de los años. Al principio, todos los días. Todos los días se había subido
al reborde, de pie allí para luego lanzarse al aire. No, no necesariamente
de pie. Los primeros días había sido de pie; después se había sentado,
con los pies colgando; después se había agarrado del reborde de
madera para luego soltarse con cuidado, porque estaba cansada del
porrazo contra el fondo del pozo. Llegó a hacer eso todos los días
durante más de dos meses: dos meses largos, moreteados, doloridos.
Después de eso fue día por medio, cada pocos días, una vez por semana,
semana por medio, de vez en cuando. Cada vez que se encontraba
sollozando con la cara en la almohada o hipando ante la tarea del
colegio, se iba al pozo. Después de su primera cita post-Inuyasha;
después de su primer beso; después del primer viaje preliminar a la
farmacia: don Perfecto era planificador; un hombre de acción, sí, pero
solo después de la adecuada preparación. ¿Caminaron él y Miyu juntos
a la farmacia? ¿Le preguntó si de verdad estaba segura? ¿Pasaron a
tomarse una Coca-Cola? ¿Le asió la mano por encima de la mesa, con
la bolsa de papel puesta entre los dos, le dijo que era la única mujer
que amaría en su vida?
Kagome abrió la puerta del pequeño santuario.
Hacía años que no intentaba esto, años desde que había abandonado
todo empeño, vencida al fin por las rodillas, codos y esperanzas
molidas a moretones. Estaba oscuro; era tarde, casi medianoche. Al
otro lado del patio la casa estaba a oscuras, su madre acostada hacía
mucho rato, su hermano en la casa de su novia, su abuelo en el
cementerio junto a su padre. Se sentó en los peldaños de la entrada
del pequeño lugar sagrado; estaba empezando a llorar de nuevo.
El interior estaba demasiado oscuro, negrura total; no podía hacerlo,
no tenía el valor. Se quedó sentada un momento tratando de recobrar
la compostura. Seguía un poco borracha, pero no tan borracha como
antes. Hurgó en su carterita de fiesta buscando un pañuelo y encontró
un llavero fluorescente de Shikon no Tama, con las llaves de su casa,
del coche, y una linternita que siempre olvidaba que tenía. Presionó
el extremo de la linterna y un rayo de luz minúsculo se ensartó en la
oscuridad. Los ojos se le iban acostumbrando a la penumbra; eso y el
mínimo haz de luz bastaron para convencerla de bajar la escala.
Se sentó en el reborde del pozo mirando las llaves que tenía en la
mano. El coche estaba allá en el hotel; tendría que ir a buscarlo mañana.
Soltó el botón de la linterna, de modo que la única claridad fue la
poca luz de luna que se infiltraba por arriba y el brillo espectral de la
auténtica Shikon no Tama de plástico instalada en su palma. Era una
amarilla; las amarillas eran para ofrecer oración en memoria de los
muertos.
Hacía tanto tiempo, ella y los demás habían tenido suficiente noción
de lo que es el destino como para creer, incluso al írseles de las
manos unos pocos fragmentos, que llegaría un día en que el
semidemonio Inuyasha tendría en sus manos la Shikon no Tama
íntegra, y pronunciaría las palabras que determinarían su propia
suerte, y acaso las suertes de todos los demás. Él había visto
suficiente para saber que la joya era peligrosa, y que él mismo era
igualmente peligroso. Había llamado a Kagome aparte para decirle su
decisión: si era posible, se convertiría en humano y devolvería también
la humanidad a Kikyo, y vivirían los dos juntos el resto de su vida
humana. El plan original. Semejante cosa, tan buena y noble,
destruiría, claro estaba, la dependencia con la joya de Kagome. ¿Era
capaz Kagome de dejarlo ir, de dárselo a Kikyo con sus parabienes,
irse a su casa a vivir su vida, tal vez no sin remordimientos, pero
sin amargura en el alma?
Él era humano al preguntarle aquello. Se sentaron apartados de los
demás, y el campamento era una llama de vela en la distancia, con
el fantasma umbrío de la luna en sombras flotando por encima de
ellos en un mar de estrellas. Un minúsculo bengalazo de rabia roja
ardió en ella porque sabía que él había hablado primero con Miroku,
sabía que Miroku la había sindicado a ella como la piedra de tope,
el escollo, sabía que Miroku había sugerido que él se presentase así,
para que ella pudiera ver, ahí mismo en esa cara, en ese pelo y en
esas manos, el sacrificio que él también estaría haciendo. Ella miró
el suelo, torció una hoja de hierba entre los dedos.
—No sé —dijo—. No sé si te puedo prometer eso.
Él suspiró y puso cara de rabia, pero controló su genio, y ella supo
que Miroku lo había instruido, que le había dicho que no debía estallar,
que no debía dejar que la discusión se volviera un campeonato de
gritos.
—Entiendo —fue todo cuanto él dijo, y apartó la mirada. Ella hizo lo
mismo.
Hubo un silencio largo, y luego él dijo:
—Hay otra manera.
Ella levantó la vista. La mirada de él era firme, su rostro, calmo y triste:
—Podrías quedarte aquí conmigo. Con nosotros. Sería... como ha sido
hasta ahora, solo que yo estaría así como estoy ahora. —Se señaló con
un ademán, su cuerpo humano—. No sería ni de ella ni tuyo. Esposo
de ninguna de las dos. Sería contigo lo que quieras de mí, y lo mismo
con ella. Sin preguntas por parte de nadie. Esto tendría que hacerse con
tu aprobación y con la de ella. Ella... Ella tenía mi promesa, cincuenta
años antes de conocerte a ti. Ella va a estipular sus condiciones, y
después tú vas a estipular tus condiciones dentro de los límites de ella,
y yo voy... voy a hacer lo que se pueda.
Ella tenía ganas de gritar "¿Estás loco?". Quería pegarle. Quería
azotarlo en el suelo con su única palabra de poder. Lo miró a la cara,
a la callada resignación que allí había, y supo que él entendía que ella
estaba pensando todas esas cosas. Y entonces descubrió a su mente
cortando la rabia, los celos y la amargura para no dejar sino un
argumento.
—Tendría que dejar a mi familia —dijo—. Me estás pidiendo que
abandone mi casa para siempre y que viva contigo.
De pronto ya no fue más la Dama Kagome, la bravía e ingeniosa
compañera del Señor Inuyasha, ya no la bienquista mujer que había
renegado de su propio corazón para permanecer acérrima junto al
hombre que estaba enlazado a otra. Era una colegiala de quince años
con ganas de irse a su casa a terminar de criarse. Vio los ojos de él
engrandecerse al oír la respuesta; nunca se le había ocurrido que
pudiera haber otras cuestiones además de su enlace con Kikyo.
Pareció mirarla desde el otro lado de un despeñadero, de un precipicio
que ahora ella entendía que siempre había estado allí: el cisma infinito
del tiempo, el abismo que ella llevaba tantos meses tratando de saltar.
Cruzó el abismo con las manos y le dio un beso en la frente, luego
le quitó el rosario del cuello y se lo depositó delicadamente en una
mano.
~ o ~
