Los personajes no me pertenecen, solo la contemplación de sus emociones.


Carbón

El dolor era lacerante. La sola idea, el recuerdo de la experiencia de su cuerpo pegado al suyo, deshaciéndose en sus brazos, era incapaz de ser expresada de alguna forma.

Ella ardía. Ellas ardían.

El calor se camuflaba con la agonía. No sabía bien de dónde venía, su cerebro era incapaz de procesar claramente la fuente de tanto dolor. ¿Era su piel, que se derretía en millones de explosiones sobre sus nervios? ¿Era su graganta, que gritaba sin emitir sonido, porque el humo la ahogaba o las llamas ya había desecho sus cuerdas vocales?

¿O era, quizás, la histeria de la impotencia, de la acción inservible, de tratar de apagar las llamas que la rodeaban pero no paraban de lamerla?

Las lágrimas se habían secado ese día. Tal vez también se habían quemado sus ojos. Sería que su propio cuerpo se negaba a producir agua, para poder apagarse. O sería que el calvario era tan grande que no debía ni podía expresarse, ¿qué tal si quemaba a alguien más?

Cuando el calor se sentía en el ambiente, encerrada en su casa en la Villa de los Vencedores, un susurro maníaco le gritaba desde el fondo de su cabeza que todavía seguía allí, intentando en vano, asando sus manos en un intento desesperado de ahogar el fuego.

El fuego que la seguía quemando cada vez que se atrevía a mirarse, reflejada, en alguna superficie. El grito que no podía salir, que se clavaba en su pecho como una flecha que la apuñalaba sin contemplaciones, humilde y misericordiosa.

Pero eso nunca sucedía. Cuando el fuego se atrevía a quemarla, luego de mucho tiempo, se apagaba y la consumía. Así se volvía una ceniza gris, desparramada por cualquier superficie, llena del recuerdo del calor que no podía controlar, que no podía decir. El tormento era tal que la dejaba sin fuerzas.

Hasta que sus brazos aparecían, cálidos, en su mundo. Era el calor que no sufría, era solo una caricia suave que la hacía volar hasta una ducha, una cama, un plato de comida. Era un calor firme, uno que se podía tocar con confianza y solo te dejaba un recuerdo de su presencia en tu mente, no en su pellejo.

Era un tipo de fuego que vivía por debajo de una piel de sus mismos colores. Era carbón, era carbón que se prendía con su propio dolor y le daba forma, le dejaba sacar el bochorno, la tortura, que la sofocaba por dentro.

Era el carbón de la mirada templada de Peeta que calmaba su calvario, volviéndola dócil y adolorida, pero acomodando el mundo en un recuerdo del dolor, no en un sufrimiento constante y desgarrador.

Peeta era el carbón que la dejaba consumirse en ella misma pero sin permitir que se extinguiese.


Gracias por leer.

Rochy