Frágil.
Bella.
Imparcial.
Intocable.
Conservada.
Hermosa como una pieza de cristal tallado por el más fino artesano, se encuentra la bailarina dentro de su caja de música.
Muda ante su audiencia.
Sorda a lo que digan.
Atenta a lo que sucede a su alrededor.
Cuidada en esa caja, amparada, salvaguardada, protegida, ¿vigilada y custodiada?
Si…enjaulada.
Imposibilitada de hacer otra cosa más que bailar al ritmo de la música que se le es impuesta, y bailando siempre la misma pieza sin alterar su forma, para mantenerla.
Tan majestuosa por fuera pero, ¿y por dentro?
Baila, baila, baila…
A fin de cuentas, no puede hacer otra cosa.
Conservándose en realizar esa labor, ya que ha sido forzada por grilletes invisibles en sus piernas a probar algo nuevo, a conocer, a profundizar en el vivir.
Respirar.
Oír.
Apreciar.
Corre.
Huye de ese supuesto lugar seguro la bailarina, baila nuevas piezas, conoce nuevas vistas, siente, vive…¡VIVE!
Oh, la bella bailarina está padeciendo la peor enfermedad para la envidia…¡la alegría!
Oh, rebosando de dicha el alma.
La bailarina por fin lo advierte, que bello es el sentir, que bello es el vivir, ¡que bello es sentirse vivo!
Disfrutando de un descanso en un bello claro, se encuentra la bailarina, apreciando la vida misma a su alrededor, la tierra, los arboles, las aves, el sol, el aire, el todo.
Murmura la bailarina para sí misma: —Voy a vivir.
