Siempre creyó que la nieve era más segura después de un mes de haber comenzado el invierno. Esa era la razón por la que se encontraba caminando en los terrenos de Hogwarts ataviada de una bufanda, guantes y un largo abrigo. Los copos caían con lentitud pero sólo se lograban ver desde la lejanía, formando un montoncito fácil de destruir. Era muy temprano por la mañana, incluso antes de que sirvieran el desayuno. Naturalmente, no se encontraba nadie fuera con ese frío. Excepto por Luna. Sintió el terrible impulso de sentarse en medio de todo aquel blanco, tan puro y frío. Un escalofrío recorrió su espalda al contacto con el suelo mientras se colocaba de frente al cielo. Pasóse un buen rato así, mirando ese espacio tan alto, nublado y azul; tras haberse acostumbrado, estuvo a punto de caer dormida cuando pisadas que adivinaba presurosas se acercaron hasta ella.

– Hola Harry –murmuró con voz casi inaudible mientras abría del todo los ojos, luego de reconocer los esmeralda que la miraban desde arriba tras unas gafas redondas.

– ¿Qué haces aquí, Luna? –preguntó el chico con voz ronca.

– Me gusta la nieve –dijo la rubia, incorporándose– y la mañana –añadió. Harry asintió e hizo ademán de sentarse. Silencio. El chico disfrutaba estar con Luna porque no hacía preguntas incómodas, no lo miraba fijamente, ni cuchicheaba cerca de él con un dejo de desprecio. Desde que la conoció, había tenido la sensación de que ella lo miraba justo como lo que era: un chico más. Las nubes, trazando dibujos, comenzaban a aclararse. Luna, aún silenciosa, seguía admirando el cielo. Harry, que la observaba con la vista perdida, olvidó de súbito la razón de porqué estaba ahí afuera sentado sobre la nieve siendo tan temprano. Pero no le importó. Se sentía tan cansado. Olía a flores marchitas. Algunas ventanas del castillo se hallaban abiertas.

Entonces, no supo cómo pero…

Los labios de Luna eran suaves y le recordaban el sabor de la vainilla. Harry no recordó en ese momento haber recibido un beso más dulce ni se preguntó si lo estaba haciendo bien, si debía detenerse. Advirtió, al separarse, que los ojos de Luna brillaban más; su rostro tenía una mueca similar a una sonrisa, como si estuviera a punto de reírse. Sin soportar más tiempo su mirada, se recostó en la nieve y cerró los ojos.

Sólo quedaban ya los ojos de Luna, tan azules como el cielo.