EL HOMBRE BARBUDO
Por Cris Snape
Disclaimer: El Potterverso es de Rowling. La persona que ideó la Magia Hispanii fue Sorg-esp.
Esta historia participa en el reto "Especial: OTP" del "Foro de las Expansiones"
Lope
Año 1985
—Llámanos en cuanto llegues a Madrid. Vamos a estar en casa de la Herminia, ya lo sabes.
—Sí, madre. No te preocupes.
Celina lo abrazó con fuerza. No quería que se fuera, pero entendía por qué lo hacía. Después de lo que había pasado con el hijo de la Eufemia, su Lope no podía quedarse en el pueblo.
—Deja al chico de una vez, mujer —Aunque Teodoro le estaba dando golpes en el hombro, ella se negaba a soltarlo—. Celina, que el autobús se tiene que ir. Venga.
Era verdad. El conductor les estaba mirando con el ceño fruncido. Siempre había tenido muy malas pulgas y Celina le sabía capaz de dejar a su Lope en tierra, así que hizo de tripas corazón y se separó de él.
—Que no se te olvide llamarnos.
—Que sí, madre. Llamaré.
—Cuídate mucho, hijo. Y no te fíes de nadie, que la gente tiene mucha maldad.
Lope sonrió y asintió. No había tiempo para más besos. Lope se echó la mochila al hombro y subió al autobús. Celina ahogó un sollozo cuando las puertas se cerraron y apenas tuvo fuerzas para levantar las manos y corresponder al saludo de despedida de su niño.
Teodoro la miraba como si fuera una tonta, pero no lo era en absoluto. Cuando sus hijos se fueron a hacer el servicio militar, ella comprendió que era ley de vida. Cuando su Teo se fue a estudiar para ser mecánico no tuvo miedo por él. Pero Lope era distinto. Sabía que tendría las cosas más difíciles que cualquier otro chaval de su edad y sentía rabia e impotencia. Porque su Lope era muy buen chico y no era justo lo que la gente del pueblo le había hecho. Lo que ese estúpido niñato le había hecho.
—Vámonos a casa, Celina.
—Tenemos que ir donde la Herminia para cuando llame el niño.
—El niño va a tardar como mínimo cuatro horas en llegar a Madrid. Y yo tengo mucha hambre. ¿Te parece si hago unos huevos fritos con patatas?
—El médico te dijo que no abusaras del huevo.
—¡Venga, mujer! Si lo hago por tu bien, para que no te tengas que poner a guisar ahora.
—¡Qué caradura eres, Doro!
—De caradura nada, que sé que con el trajín de ayudar al niño no has preparado nada de comer.
Celina puso los ojos en blanco y no se apartó cuando su marido le rodeó la cintura con un brazo y le plantó un beso en la mejilla. Y eso que esas muestras de afecto en público no le gustaban un pelo. Teodoro pensó que debía sentirse muy preocupada y se dijo que la iba a ayudar en todo lo que se dejara. Porque su Celina mucho quejarse de que no le echaban una mano en la casa, pero si uno intentaba barrer el suelo se llevaba una buena bronca.
—¿Crees que le irá bien? —Preguntó la pobre a media voz.
—Seguro que sí. En Madrid podrá buscar trabajo como fotógrafo y... –Teodoro dudó. Aunque aceptaba a su hijo tal y como era, no sabía cómo hablar de esas cosas—. Allí conocerá a algún chico y será feliz. Ya verás.
Celina asintió. Al pasar frente a la casa de Ramón, no pudo evitar mirar hacia la ventana de la planta de arriba. Sabía muy bien que allí dormía aquel idiota y se sintió capaz de tirar la puerta a patadas para gritarle cuatro verdades. Pero no lo hizo. No merecía la pena y, además, Lope se lo había pedido.
Cuando llegó a Madrid, Lope se instaló en una pensión cercana a la estación de tren de Atocha. Un primo de sus padres le había conseguido trabajo como mozo de almacén y, aunque lo que realmente quería hacer era dedicarse a la fotografía, el sueldo le venía muy bien para empezar a ganarse la vida. Sus padres le habían dicho que podían echarle un cable con el dinero, pero Lope no era tonto y sabía que no les sobraba. Además, ya era lo suficientemente mayor como para sacarse las castañas del fuego él solo.
El trabajo era bastante duro. Se pasaba todo el día cargando y descargando camiones y los primeros días estuvo a punto de abandonar. Si no lo hizo fue porque no era de los que se rendían fácilmente. Y por Francisco, uno de sus compañeros.
Bastaba echarle un vistazo para darse cuenta de que era gay. No se molestaba en ocultar sus ademanes afeminados y tampoco disimulaba las miradas que de cuando en cuando les dedicaba a los hombres que le gustaban.
Lope no estaba acostumbrado a esa clase de comportamiento. Había llovido mucho desde que aceptara su propia homosexualidad, pero vivir en un pueblo pequeño le había llevado a fingir que era alguien que no era. Alguien como Teo, que tenía fama de ligón y que presumía de virilidad enfundado en su adorada y carísima chaqueta de cuero negro, esa que se compró con su primer sueldo en el taller de coches.
Francisco le fascinaba porque era libre. Se preguntaba si algún día podría ser como él. Y también le envidiaba, eso por descontado.
Pasó una mañana de febrero. Hacía un frío de tres pares de narices y Lope tenía congelada hasta la punta de la nariz. Eso no impidió que le subieran unos sospechosos calores cuando vio al nuevo camionero que les servía productos de limpieza. Era un tipo alto, musculado, de pelo oscuro y ojos claros que…
—Menudo morenazo —Se llevó un buen susto cuando Francisco le susurró esas palabras al oído—. Mejor no te cuento las cosas que yo le haría.
Lope no reaccionó entonces. Lo único que hizo fue ponerse más rojo que un tomate y volver al trabajo como si no hubiera pasado nada, pero cuando llegó la hora de volver al hotel, su compañero volvió a la carga y lo abordó en plena calle, agarrándose a su brazo como si fuera la cosa más normal del mundo.
—Creo que tenemos que hablar, Lope.
Podría haberle dicho que no, pero no quería hacerlo. Necesitaba mantener esa conversación. Y cuanto antes mejor.
—Te invito a cenar a mi casa. Voy a preparar unos bocatas de jamón serrano que estarán para chuparse los dedos.
—¡Oh! Hace mucho que no como jamón. Desde que me vine del pueblo.
—Pues vamos. Cogeremos el metro.
Lope se dejó llevar. Tardaron media hora en llegar a su destino, un pequeño apartamento de dos habitaciones que estaba hecho un auténtico desastre.
—No limpio mucho, ¿sabes? —Comentó Francisco sin sentirse en absoluto avergonzado—. No me gusta nada y como vivo solo no me importa que esté así. ¿Dónde vives tú?
—En una pensión.
Francisco le miró como si le diera mucha pena y se vio obligado a añadir algo más.
—Estoy ahorrando para alquilarme algo.
—Como todos cuando llegamos a Madrid. Hazte un hueco en el sofá, que voy a por los bocatas y un par de birras.
Dicho eso, desapareció rumbo a la cocina. Lope retiró del sofá un montón de ropa que tenía pinta de estar sucia y se sentó con ciertos reparos. Estaba acostumbrado a la limpieza porque su madre era una maniática.
—¿Tú tampoco eres de aquí? —Preguntó subiendo un poco el tono de voz, ansioso por mantener viva la conversación.
—Soy de un pueblo de la sierra. Y me apuesto lo que quieras a que es muy parecido al tuyo.
—Pequeño, aburrido y lleno de cotillas.
—¡Exactamente!
Lope se rió, contento por haber encontrado a alguien con quién tenía tantas cosas en común. Francisco regresó a la sala de estar y le hizo entrega de su cena.
—Me fui de allí a los dieciséis años. Estaba hasta los cojones de que la gente se metiera conmigo y no estaba dispuesto a esconderme. Porque ese era el gran consejo de mis padres, ¿sabes? Me decían que disimulara.
—¡Dieciséis! —Lope soltó un silbidito de sorpresa—. ¿Tus padres dejaron que…?
—Se alegraron de perderme de vista, pero no quiero hablar de ellos. Que les den por culo a los dos.
Por su forma de hablar, realmente no parecía afectado por esa situación. Tal vez el tiempo había curado las heridas porque, ¿cuántos años tendría Francisco? ¿Treinta?
—Mis padres me apoyan, ¿sabes? —Quería dejar eso muy claro, pero su compañero no le dio importancia.
—Bien por ti. No pasa muy a menudo. Cuando los viejos se enteran de que su hijo es marica, se acabó.
Lope no le discutió nada porque supuso que tenía razón.
—Hablemos de cosas importantes, colega. ¿Has salido ya del armario?
—Más o menos.
Francisco le miró como si considerara que su respuesta era una mierda.
—Vale. ¿Quieres salir del todo?
—He venido a Madrid para intentarlo.
Esa vez, su acompañante pareció más satisfecho.
—Pues no lo vas a conseguir si te limitas a mirar a los tíos buenos escondido tras cajas de cartón. Y por eso voy a ayudarte.
—¿Cómo?
—Tú déjalo en mis manos.
Al principio no le había parecido buena idea, pero una vez allí debía reconocer que se lo estaba pasando bien. Era la primera vez que iba a un bar para homosexuales y le agradaba la sensación de libertad que le embargaba. Podía comportarse sin pensar en lo que dirían los demás, podía hablar con quién quisiera y mirar sin disimulo a los chicos que le gustaban.
Francisco había estado con él durante un buen rato, pero había ligado y estaba en la pista de baile, calentando motores con un pelirrojo de piernas larguísimas y brazos musculosos. Su amigo, porque durante las últimas semanas le había ayudado tanto que ya era su mejor amigo, le aconsejó que hiciera lo mismo, pero de momento no estaba preparado. Y todo por culpa de Ramón, porque no podía quitárselo de la cabeza.
Lope se sobresaltó cuando alguien se plantó a su lado. Era el primer tipo que se le acercaba desde que Fran le dejara solo y no podía resultar más intimidante. Altísimo y ancho de hombros, parecía un inmenso armario empotrado. La barba espesa, el pelo largo y la cara de pocos amigos no invitaban a fiarse de él.
—Hola.
Le habló. Lope tendría que haberse dado media vuelta en ese momento, pero Fran le había recomendado que fuera amable con todo el mundo porque las primeras impresiones no siempre eran las acertadas. Así pues, le devolvió el saludo.
—Hola.
—¿Estás solo?
¡Oh, rayos! ¿Estaba ligando con él? ¡Estaba ligando con él! Y no le apetecía demasiado que lo hiciera, la verdad. Se sentía halagado, pero hubiera preferido un pelirrojo como el de Fran.
—He venido con un amigo —Dijo, pensando que así se librería de él y al mismo tiempo sería amable.
—Ya. ¿Y vas a follar con él o prefieres venirte conmigo?
¡Joder! ¿Había oído bien? De repente se le antojaba que la música estaba muy alta.
—¿Qué?
—Que si quieres follar o no.
Pues sí. Había oído bien. Y le pareció absolutamente inapropiado.
—¡No! ¿Cómo puedes…?
Se acababan de conocer. Y él nunca había estado con nadie. No es que fuera un chico romántico, pero eso no iba con él. Quería otras cosas.
—Eres un niñato. Me buscaré a otro.
-¿De verdad te dijo eso?
Fran se puso a reír a carcajadas. Era domingo por la mañana y estaban desayunando. Lope se había mudado al apartamento con la condición de que entre los dos lo mantuvieran arreglado y la verdad era que se sentía bastante a gusto. Mucho más que en la pensión.
-No tiene gracia. Para una vez que ligo, me entra un gilipollas.
-¡Qué va, hombre! Hay muchos así. Te darás cuenta en cuanto salgamos un par de veces más.
-¡Me llamó niñato!
-Se lo parecerías.
-Pero…
No merecía la pena discutir. Estaba claro que tenía mucho que aprender y odiaba sentirse como un tonto, cosa que le estaba pasando justo en ese momento.
-Ese rollo no va conmigo.
-Estás en todo tu derecho. Y no te creas que todos te considerarán un bicho raro por no irte con el primero que te entra -Fran soltó una risita maliciosa antes de continuar-. Habrá dos o tres que lo vean normal.
Y dicho eso, volvieron las carcajadas. Comprendiendo que le estaba tomando el pelo, le tiró un cojín y bufó.
-En serio, Lope. No seas tiquismiquis y date un buen revolcón que es lo que te hace falta.
-Y tú no seas idiota. Voy a hacer las cosas a mí manera. Y punto.
Lope no se lo estaba pasando demasiado bien esa noche. Había tenido un día muy duro en el trabajo y sólo fue al bar porque Fran insistió hasta cansarle. En ese momento estaba un poco mosqueado con él porque no entendía para qué se había tomado la molestia de convencerle si no le estaba haciendo ningún caso. Ahí estaba, besuqueándose con su novio. Y es que el pelirrojo de aquella noche se había convertido en algo más y solían quedar todos los fines de semana. Lope no sabía si iban en serio o no, pero temía que su vida fuera a dar un vuelco si llegaban a algo más porque posiblemente tendría que buscarse casa nueva.
Pensaba en ello cuando abandonó el bar. Ni se le pensó por la cabeza que sus problemas pudieran agravarse tanto. Y es que el destino le tenía reservada una desagradable sorpresa en forma de pandilla de cabezas rapadas.
Cuando despertó, dos días más tarde, apenas podía recordar nada de la paliza que casi le cuesta la vida. A su mente acudieron algunos recuerdos aislados que era incapaz de ordenar. Fran y su pelirrojo abrazados en la pista de baile, aquel cretino gigantón que un día quiso ligar con él sentado en la barra, un puño americano estampándose contra su cara. Un rayo de luz rojiza envolviéndolo por completo y el rostro de un barbudo nada amenazante…
Sus padres acudieron a Madrid en cuanto supieron lo que había pasado. Sus agresores le había zurrado de lo lindo, pero las heridas no fueron tan graves como cabría esperar. Los médicos le dijeron que se recuperaría por completo y que no le quedarían secuelas, pero eso no impidió que sus progenitores le insistieran para que volviera al pueblo con ellos. Y no podía ser.
Lope agradecía sus cuidados, pero no quería irse de Madrid. Pese a lo ocurrido, era feliz allí. Había conseguido trabajo en un estudio de fotografía y en septiembre comenzaría un curso que tenía pinta de ser muy interesante. Tenía una casa que le gustaba y un grupo de amigos que le hacían sentirse bien. Por nada del mundo podría soportar de nuevo la vida en el pueblo, rodeado de gente que le señalaba con el dedo y trabajando en algo que no le gustaría porque lo único que le gustaba de verdad era la fotografía.
Finalmente sus padres se dieron por vencidos y regresaron al pueblo después de que a Lope le dieran un alta. Tuvo que pasar una semana en el hospital y aún tenía moratones que dolían, pero se sentía capaz de apañárselas. Además, Fran había prometido que se encargaría de darle de comer si hacía falta.
—Tus viejos son geniales —Le dijo mientras le ayudaba a acomodarse en el sofá. Curiosamente había sido capaz de mantener ordenado el apartamento, lo cual debió costarle un montón de esfuerzo—. No pensé que lo diría de unos viejos, pero me caen bien.
—Te lo he dicho muchas veces, pero te niegas a escucharme.
—Teniendo en cuenta como son los míos… —Fran suspiró y una vez más evitó el tema del que nunca hablaba—. Tu vieja ha dejado comida para un par de días. Me dijo que esta noche tienes que cenar verdura, así que ya sabes.
—Gracias por dejar que se quedaran en casa.
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Mandarlos a un hotel? —Lope se encogió de hombros—. Te confieso que voy a echar de menos a tu madre, colega. Cocina de puta madre.
—Por el interés te quiero, Andrés. ¿Es eso?
—En parte sí. A uno le gusta que lo malcríen de vez en cuando. Aunque tu padre me echaba unas miradas tremendas.
—Tiendes a gritar y él odia los gritos.
—Sí, eso es. Es un tipo listo. Se dio cuenta de que soy gay a las primeras de cambio.
—Por favor, Fran. Te aseguro que no hay que ser listo para hacer eso.
El chico se rió y finalmente se sentó. A Lope le gustaban mucho esas conversaciones. Con Fran podía mostrarse totalmente sincero y hablar de cosas sobre las que nunca había hablado.
—¿Me estás llamando locaza?
—Puede.
—A lo mejor me vengo salándote la coliflor.
—No te atreverías.
Fran soltó un bufido y empezó a reírse.
—Hablando en serio, tu padre da un poco de miedo —Fran fingió un escalofrío—. Dijo que me sacará los ojos si no te cuido bien.
—¡Ese es mi padre!
—Y tu madre me ha hablado de un tipo.
Lope se estremeció porque un nombre le vino a la cabeza. Ramón. Y él nunca hablaba de Ramón de la misma forma que Fran no hablaba de sus padres. Era un tema tabú.
—Un tipo gigantesco y con barba que ha ido al hospital un par de veces interesándose por ti.
—¿Quién?
Lope no podría estar más estupefacto ni queriendo.
—Tu vieja dice que le pidió permiso para verte, pero como no se fiaba no le dejó. Me preguntó a mí si sabía de quién se trataba, pero no tengo ni idea —Fran le dio un codazo cómplice—. No me digas que te has echado un noviete.
—No —Lope no respondió al pique—. No sé quién puede ser.
Fran le miró como si no estuviera creyéndose una palabra, pero no insistió. Apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y suspiró largamente.
—Javi también me ha preguntado por ti —Dijo, refiriéndose a su pelirrojo—. Si te apetece, podemos invitarle a cenar.
—Siempre y cuando no os pongáis cariñosos.
—Me ofende tu desconfianza, amigo.
—Ya. Se te nota un montón.
—Voy a darle un toque.
Fran se levantó y fue en busca del teléfono, que estaba instalado en la cocina. Lope se dispuso a disfrutar de unos momentos de tranquilidad y se acurrucó lo mejor que pudo. El sofá no era demasiado cómodo, pero se sintió capaz de conciliar el sueño porque estaba bastante cansado. Cerró los ojos, bostezó e intentó dejar la mente en blanco.
Y fue entonces cuando se dio cuenta de que el gigantón del hospital bien podría ser el gigantón cretino del bar de ambiente porque precisamente él le había salvado la vida la noche de la paliza.
El gigantón y su luz roja.
Hasta aquí la parte de Lope. Calculo que estoy por la mitad de la historia, así que ha llegado el momento de pasar al punto de vista del famoso gigantón. ¡Nos leemos!
