Disclaimer

Los personajes de Inuyasha no me pertenecen, sólo los tomé prestados para mi entretenimiento. Y el de ustedes, claro... Reciba Rumiko Takashi el respectivo crédito por su creación.

La adaptación es de una novela de Jacquie D'Alessandro. Reciba también ella el crédito de su ingenio y creatividad.

Yo sólo hago la adaptación porque me pareció que los personajes quedaban muy bien con la trama. Espero les guste.


Agradecimientos

A todos los que pasen a leer, gracias por su tiempo.


CAPÍTULO I

Sango Taijiya se volvió de la ventana por la que penetraba la fresca brisa nocturna a la salita y miró a su querido y senil padre.

─No puedo creer que me sugieras eso, papá. ¿Por qué crees que debería considerar la posibilidad de casarme con el mayor Takeda? Apenas le conozco.

─Bueno, es amigo dela familia desde hace años─ repuso Totosai Taijiya al tiempo que cruzaba la estancia para reunirse con Sango junto a la ventana.

─Sí, pero la mayor parte de esos años la ha pasado en el ejército─ señaló ella, esforzándose por conservar el tono calmo y contener un estremecimiento.

Aquella conversación era probablemente el resultado de las maquinaciones casamenteras bien intencionadas pero inoportunas de su madre.

El padre se acarició la barbilla.

─Ya tienes casi veintiséis años, Sango. Es hora de que te cases.

Ella luchó contra el impulso de elevar los ojos al techo. Su padre era el hombre más cariñoso y dulce del mundo, pero a pesar de tener una esposa y cuatro hijas era más cerril que una puerta en cuanto a entender a las mujeres, sobre todo a ella.

─Papá, ya he superado con mucho la edad casadera. Estoy perfectamente bien tal como estoy.

─Tonterías. Todas las jóvenes desean casarse. Me lo ha dicho tu madre.

Aquellas palabras confirmaron sus sospechas de que su madre estaba detrás de aquel lío.

─No todas, papá.

El estremecimiento que ya no podía reprimir más le bajó por la espalda al pensar en verse sujeta con grilletes a alguno de los hombres que conocía. Todos eran unos pesados y unos mastuerzos, o bien se limitaban a mirarla fijamente con una mezcla de lástima, confusión y, en algunos casos, claro horror cuando osaba hablar con ellos.

La mayoría le llamaban Sango La Excéntrica, un nom de plume que ella aceptaba filosóficamente, ya que sabía que en efecto era excéntrica, al menos a los ojos de los demás.

─Por supuesto que todas las jóvenes desean casarse─ insistió su padre, volviendo a atraer su atención al asunto que tenían entre manos─ Fíjate en tus hermanas.

─Ya me he fijado. Todos los días de mi vida. Las quiero mucho pero ya sabes que no soy en absoluto como ellas. Mis hermanas son bonitas, dulces y femeninas, perfectamente dotadas para ser esposas. Durante los últimos diez años no hemos hecho otra cosa que tropezar con su constante aluvión de pretendientes. Pero el hecho de que Kagura, Kanna y Rin estén ya casadas no significa que deba casarme yo.

─ ¿Es que no deseas tener una familiar propia, querida?

Un silencio llenó el aire, y Sango hizo caso omiso de la punzada de anhelo que le hirió las entrañas. Hacía mucho tiempo que había enterrado aquellas fantasías.

─Papá, los dos sabemos que no soy de esas mujeres que atraen a los hombres al matrimonio, ni por aspecto ni por temperamento.

─Bobadas. Eres más guapa de lo que crees, hija. Y no hay nada de malo en que una mujer sea inteligente... siempre que no permita que alguien se entere─ Le dirigió una mirada llena de intención─ Por suerte, el mayor Takeda no encuentra del todo desalentadores tu edad ni tu agudo intelecto.

Sango apretó los labios.

─Una amabilidad increíble por su parte.

Su sarcasmo no hizo mella en su padre, el cual, acariciándose la barbilla, prosiguió:

─Por supuesto, ya no podrás ayudar a Kohaku en sus experimentos, ni recoger insectos y sapos. Resulta de lo más indecoroso para una mujer casada andar por ahí escarbando en la tierra. Tu hermano tendrá que seguir adelante sin tu ayuda.

─Papá, me encanta trabajar con Kohaku en su laboratorio, y no tengo intención de dejarlo, sobre todo ahora que mis propios experimentos están arrojando grandes progresos. Además, estoy sumamente contenta ante la perspectiva de ser una tía encantadora para mis futuros sobrinos. No siento deseo alguno de convertirme en la esposa del mayor Takeda, y francamente, me sorprende que lo sugieras.

─El mayor Takeda es un hombre magnífico.

─Sí, lo es. Y también lo bastante mayor.

─Sólo tiene treinta y tres...

─... teniendo en cuenta que lo más importantes es que yo no lo amo, y que él no me ama a mí.

─Tal vez no, pero verdaderamente te profesa cierto afecto.

─Desde luego no el suficiente para casarse conmigo.

─Él, por el contrario, ha aceptado de buena gana la alianza.

Se produjo un pesado silencio cuando ella asimiló el significado de aquellas palabras.

─ ¿A qué te refieres? ─ Preguntó cuando por fin pudo encontrar la voz─ Papá, por favor, dime que aún no has hablado de esto con el mayor.

─Cómo, por supuesto que lo he hecho. Todo está arreglado. El mayor está radiante, así como tu madre y yo. Felicidades, querida mía. Estas comprometida oficialmente.

─ ¡Comprometida!

La exclamación de Sango resonó en el aire como un disparo. Cerró los ojos con fuerza y se obligó a respirar hondo y con calma. En el pasado, su madre había intentado sin éxito buscarle pretendientes, pero al final había abandonado para centrarse en sus tres hijas pequeñas, todas ellas bellezas de primera fila.

Pero desde la boda de Rin tres meses atrás, el ojo de casamentera de su madre se había fijado nuevamente en la única hija que le quedaba soltera, un giro de los acontecimientos que Sango debería haber previsto.

Su padre se encajó el monóculo en el ojo izquierdo y la observó.

─Debo decir, Sango, que no pareces tan feliz como me aseguró tu madre que te sentirías─ Parecía verdaderamente perplejo.

─No tengo el menor deseo de casarme con el mayor Takeda, papá─ Se aclaró la garganta y agregó con toda claridad: ─Y no pienso hacerlo.

─Bah. Naturalmente que te casarás. Todo está arreglado, querida.

─ ¿Arreglado?

─Por supuesto. Este domingo se publicarán las amonestaciones. La boda se celebrará el mes que viene.

─ ¡El mes que viene! Papá, esto es una locura. No puedo...

─No te preocupes, Sango─ Estiró un brazo y palmeó la mano de su hija─ Estoy seguro de que te sentirás feliz una vez que el mayor y tú os conozcáis un poco mejor. –Su voz adoptó un tono de conspiración─ Tiene pensado hacerte una visita esta misma semana para regalarte un anillo de compromiso. Un zafiro, creo.

─Yo no quiero un anillo de compromiso...

─ Claro que sí. Todas las jóvenes lo quieren. Bueno, es muy tarde y estoy muy cansado. Ya seguiremos hablando de los preparativos mañana.

─ No hay preparativos de que hablar, papá. No voy a casarme con él.

─Naturalmente que te casarás. Buenas noches, querida.

─ ¡No voy a casarme con él! ─ chilló Sango al tiempo que su padre se retiraba y cerraba la puerta al salir.

Luego, lanzó una exclamación exasperada y se frotó las sienes; estaba empezando a sentir un fuerte dolor de cabeza.

El rubor le quemó las mejillas al imaginar lo que debía de haber dicho su madre para convencer al mayor Takeda de que deseaba casarse con ella. Sabía demasiado bien lo obstinada que podía ser su madre cuando se empeñaba en algo. A menudo, uno abandonaba la compañía de Kaede Taijiya con la sensación de haber recibido un golpe en la cabeza con una sartén de hierro.

Sí, por desgracia las buenas intenciones de su madre no siempre estaban tamizadas por el buen tacto, pero Sango no podía por menos de admirar –en ocasiones con horror─ el modo en que era capaz de manipular a cualquiera. No le cabía duda de que si le hubieran permitido servir en el ejército, Napoleón habría encontrado su Waterloo varios años antes de lo previsto.

¿Qué demonios iba a hacer? La idea de pasar el resto de su vida con el mayor Takeda, escuchándolo relatar sus maniobras militares con insoportable detalle, le causó algo parecido a un escalofrío de pánico. Y sin duda él exigiría que dejase sus trabajos científicos, algo que desde luego no pensaba hacer.

Seguro que lograría disuadir a su padre. Recordó la determinación que percibió en su voz cuando dijo que todo estaba arreglado; por lo general, conseguía llevar a su padre a su terreno, pero si mamá le había metido la idea en la cabeza no había modo de disuadirlo.

Y su boda con el mayor Takeda la tenía muy metida en la cabeza.

Se sujetó el estómago revuelto, recordando cómo su madre había arreglado el matrimonio de Kanna con una brillantez táctica.

Ciertamente Kanna era feliz, pero la pobre casi no conocía a su esposo cuando se casó con él. Con la misma facilidad podía haber sido desgraciada, aunque Sango no se imaginaba a la dulce Kanna en otro estado que no fuera el de felicidad. Y además su esposo besaba el suelo que pisaban las zapatillas de su bella esposa.

Sango no concebía que el mayor Takeda pudiera darse cuenta siquiera de si ella llevaba zapatillas sin relacionarlas de algún modo con alguna estrategia militar.

Se dejó caer sobre el diván tapizado de cretona y exhaló un suspiro de frustración.

Si se negaba a respetar el arreglo llevado a cabo por su padre, su familia sufriría a causa del consiguiente escándalo y las murmuraciones. No podía hacerles eso. Pero tampoco podía casarse con el mayor Takeda.

Lanzó un suspiro de cansancio, se levantó y cerró la ventana. Después de apagar las velas que había en la repisa de la chimenea, salió de la salita y cerró la puerta tras de sí.

Cielo santo, ¿qué iba a hacer?

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En el macizo de flores, Hacchi Timstone oyó el chasquido de la ventana al cerrarse y aspiró profundamente por primera vez desde que oyese el sonido de las voces por encima de él.

Se incorporó lentamente de su posición de cuchillas, movimiento ante el cual sus rodillas protestaron con un crujido, y acto seguido ahogó una exclamación cuando su trasero rozó los rosales.

Mirando ceñudo al ofensivo arbusto, musitó:

─Ya soy demasiado viejo para andar escurriéndome entre las plantas en mitad de la noche.

Desde luego, un hombre que se acercaba a los cincuenta no debería andar rondando por ahí después de medianoche como si fuera un muchacho. Ah, pero es que aquél era el efecto que causaba el amor en un hombre: lo hacía actuar como si fuera un necio de pocas entendederas y ojitos de carnero.

Si alguien le hubiera sugerido que al lanzar una mira a la nueva cocinera de los Taijiya iba a enamorarse al instante, Hacchi lo habría tachado de idiota y luego se habría partido de risa. Pero aquella era precisamente lo que le había ocurrido, y por la misma razón llevaba media hora atrapado bajo la ventana de la salita de los Taijiya sin atreverse a dar un paso, no fuera que lo oyeran la señorita Sango o su padre.

Pobre señorita Sango; estaba claro que no deseaba casarse con el mayor Takeda, y él no se lo reprochaba. Y la señorita Sango era la sal de la tierra; siempre tenía para él una palabra amable y una sonrisa.

Cruzó el prado con la espalda erguida por la determinación; había que hacer algo para ayudarla.

Hacchi sólo conocía a un hombre que pudiera ayudarla: el individuo misterioso cuyo nombre estaba en boca de todo el mundo desde Londres hasta Cornualles, el hombre al que el magistrado buscaba tan ávidamente por sus osadas proezas.

El célebre y legendario Ladrón de Novias.

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Por la ventana de su estudio privado, Miroku Houshi, conde de Wesley, observaba a Hacchi Timstone cruzar el césped de camino a los establos.

En sus oídos volvieron a sonar las palabras del encargado de las cuadras: "la situación es terrible, señor. La pobre señorita Sango no quiere tener nada que ver son ese estirado del mayor Takeda, pero su padre insiste. Verse obligada a casarse de esa manera, vaya, eso va a romperle el corazón a la señorita, y no conozca a nadie que tenga un corazón más tierno".

Miroku había permanecido sentado a su escritorio, escuchando a su fiel sirviente; ninguno de los dos reconoció ni siquiera con un pestañeo por qué Hacchi le traía aquella noticia, pero ambos sabían exactamente el motivo. El secreto que compartían los unía con más fuerza que un clavo, aunque rara vez hablaban de ello durante el día, cuando los criados estaban despiertos, por miedo a que los oyeras.

Un error así podía costarle a Miroku la vida.

Pero el simple hecho de saber que Hacchi compartía su secreto, que no se hallaba completamente solo en el peligroso estilo de vida que había escogido, le proporcionaba un gran consuelo. Quería a Hacchi como a un padre, y ciertamente el sirviente había pasado más tiempo con él durante sus años de formación que su propio padre.

Ahora, al observar a Hacchi atravesando a grandes zancadas el césped perfectamente cuidado, con su cabello entrecano iluminado por el sol matinal, Miroku se fijó en su ligera cojera y se le encogió el corazón. Hacchi ya no era un hombre joven, y aunque nunca se había quejado, Miroku sabía que sus articulaciones envejecidas le producían con frecuencia rigidez y dolor.

Aunque entre ellos no existían secretos, rara vez hablaban de sus respectivas vidas amorosas. Hacchi se sentiría mortificado si sospechase que Miroku estaba al tanto de sus citas a altas horas de la noche, pero éste se alegraba por él.

"Quizá no sea una cojera en absoluto, sino más bien una manera de andar con alegría", pensó Miroku.

Desvió la mirada hacia el bosque que se veía a lo lejos, y sus pensamientos regresaron al asunto que lo ocupaba.

Compartía con los Taijiya sólo una amistad informal, al igual que con la mayoría de las familias de la zona. Vivía la mayor parte del tiempo en Londres, en estrecho contacto con el abogado que llevaba sus asuntos, y en Wesley Manor pasaba solamente unas semanas en verano. Durante aquellas breves estancias, esquivaba con mano experta las maniobras casamenteras de las madres del pueblo, de las cuales la señora Kaede Taijiya era una de las más notables.

Por supuesto, la señora Taijiya conocía, al igual que las otras madres de Tunbridge Wells, su inveterada aversión al matrimonio, si bien no estaba al corriente de todos sus motivos. Por desgracia, dicha aversión servía sólo como un reto para las intrépidas casamenteras azuzadas por sus hijas.

Tenía que reconocer que las tres hijas pequeñas de los Taijiya eran raras bellezas. Una de ellas, no recordaba cuál, se había casado recientemente. De Sango guardaba sólo un vago recuerdo; frunció el entrecejo tratando de recordar cómo era, pero sólo consiguió evocar una imagen borrosa de cabello castaño.

Sabía, gracias a la maquinaria del chismorreo, que se la consideraba una excéntrica marisabidilla y que, según decían, carecía de atractivo femenino, un hecho que resultaba más notorio debido a la extrema belleza de sus hermanas.

Como contraste, no le costó traer a la mente al mayor Takeda: un hombre que tenía un porte militar rígido como una vara. Miroku lo encontraba soportable sólo en pequeñas dosis. Que él supiera, el mayor no sonreía casi nunca, y reír era algo que desconocía totalmente.

Con todo, el mayor era inteligente y, según decían, no le faltaba amabilidad. ¿Por qué no querría casarse con él la señorita Taijiya? Ya había rebasado el primer rubor de juventud, y si era tan poco atractiva como había oído comentar, no podría atraer a muchos pretendientes. Hacchi le había dicho que ella afirmaba no amar al mayor Takeda.

Un resoplido se escapó de los labios de Miroku, que sacudió la cabeza. Ya le gustaría conocer algún matrimonio que hubiera sido por amor; desde luego no lo fue el de sus padres, y Dios sabía que tampoco el de Kagome...

Se apartó de la ventana y anduvo por la alfombra hacia su escritorio de caoba. Cogió la miniatura de su hermana. Se había hecho pintar el retrato justo antes de que él se incorporara al ejército. "Llévatelo contigo, Miroku ‐le había dicho Kagome con una sonrisa alentadora que no ocultaba la profunda preocupación que se leía en sus ojos oscuros‐ De esa forma estaré siempre a tu lado, cuidando de que estés a salvo".

Se le hizo un nudo en la garganta. Kagome había sido el único retazo de belleza en aquellos años. Sí, ella lo había mantenido a salvo, y sin embargo él no había logrado mantenerla a salvo a ella.

Contempló su imagen en la miniatura, y un vívido recuerdo acudió a su mente: el día en que nació su hermana. El disgusto de su padre con su esposa por haberle dado una hija. La tristeza de su madre agotada. La entrada a hurtadillas aquella noche en la habitación de los niños para contemplar aquel bulto diminuto e inquieto. "No importa que no le gustes a papá ─susurró él, con el corazón de un niño de cinco años rebosante de osadía─ Tampoco le gusto yo. Pero yo cuidaré de ti". Después rodeó con un dedo el puño minúsculo de la pequeña.

"Nosotros éramos lo único que teníamos en esta familia tan infeliz, ¿verdad Kagome? Hacíamos que fuera soportable el uno para el otro. ¿Qué habría hecho yo sin ti?".

Pero le había fallado.

Sus dedos se cerraron alrededor de la miniatura. Al igual que Sango Taijiya, Kagome había sido obligada a casarse, un hecho por el que Miroku no había perdonado a su padre, ni siquiera cuando yacía en su lecho de muerte.

Su padre había vendido a la inocente y bella Kagome como si fuera una posesión cualquiera al vizconde Houyo, que deseaba un heredero. Durante años había circulado por la zona los rumores acerca del libertinaje de Houyo, pero poseía los atributos que buscaba el padre de Miroku cuando hizo el trato: dinero y varias propiedades. A pesar de lo sustancial de sus bienes, la avaricia de Mushin Houshi lo hacía desear más. En ningún momento pensó en los sentimientos de Kagome, y aquel matrimonio la destrozó. En aquella época Miroku se encontraba luchando en la península Ibérica y no estaba al corriente de la situación.

Llegó demasiado tarde para rescatar a Kagome.

Pero a su regreso juró que ayudaría a otras como ella y que llamaría la atención sobre su difícil situación. ¿Cuántas pobres jóvenes eran forzadas cada año a contraer un matrimonio no deseado? Se estremeció al calcular el número. Había intentado convencer a Kagome de que abandonase a Houyo, prometiendo ayudarla, pero ella se negó a incumplir sus votos matrimoniales y respetó de mala gana su decisión.

Desde la primera vez que se enfundó su disfraz, cinco años atrás, había ayudado a escapar a más de una docena de muchachas. Y al hacerlo con tanta teatralidad, en vez de valerse de discretos medios financieros, consiguió que aquel problema atrajera la atención de todo el país.

Había alcanzado su objetivo, quizás demasiado bien. Varios meses atrás, un reportero del Times lo había apodado el "Ladrón de Novias", y ahora por lo visto toda Inglaterra anhelaba conseguir información acerca de él, en particular el magistrado Inuyasha Taisho, que estaba decidido a desenmascarar al Ladrón de Novias y poner fin a lo que él denominaba "los raptos".

Se ofrecía una sustancial recompensa por su captura, lo cual encendía aún más el interés por sus actividades. Recientemente, Hacchi le había informado de un rumor que afirmaba que varios padres airados de novias "robadas" se habían unido con el objetivo común de capturar al Ladrón de Novias.

Miroku se pasó los dedos por la garganta. El magistrado, por no mencionar a los padres, no quedaría satisfecho hasta que el Ladrón fuera ahorcado por sus delitos.

Pero Miroku no tenía intención de morir.

Aun así, la búsqueda del Ladrón de Novias había aumentado hasta el punto de que cada vez que Miroku se ponía el disfraz arriesgaba la vida. Pero el hecho de saber que iba a liberar a otra pobre mujer del insoportable destino que había robado a Kagome su felicidad hacía que aquel riesgo mereciera la pena. Y contribuía a aliviar su sentimiento de culpa por no haber logrado ayudar a su hermana.

No permitiría que el dolor y la desesperación que dominaban la vida de su hermana destruyeran también a la señorita Sango Taijiya.

Él la liberaría.

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Sango iba sentada en el carruaje de la familia, contemplando por la ventanilla cómo disminuía la luz.

Cuando llegase a casa tendría que hablar con sus padres, perspectiva nada halagüeña pues intuía que no iba a gustarles el recado que venía de hacer.

Mientras miraba por la ventanilla observó un diminuto destello de color en la luz menguante. Cielos, ¿podría haber sido una luciérnaga? En tal caso, Kohaku se alegraría mucho; llevaba meses intentando criar insectos raros, tanto en el bosque como en su laboratorio, a partir de las larvas que había traído de las colonias. ¿Podrían estar dando fruto sus experimentos?

Indicó a Shippou que detuviera el carruaje y extrajo una pequeña bolsa de su redecilla.

Una voz interior le dijo que sólo estaba retrasando la inevitable discusión con sus padres, pero tenía que capturar los insectos para Kohaku; la mente de catorce años del chico se sentía fascinada por la suave luz intermitente que emitían.

Se apeó del carruaje y aspiró el fresco aire de la tarde.

Examinó la zona en busca de luciérnagas mientras Shippou se recostaba en el pescante para esperarla. Estaba acostumbrado a aquellas paradas inesperadas en el bosque.

Sango echó a andar por el sendero hacia el punto donde había visto el resplandor.

Se alegró al imaginar el rostro delgado y serio de Kohaku, todo sonrisas si ella regresaba con un tesoro como aquél. Quería al adolescente con todo su corazón: su mente aguda y brillante, su cuerpo alto y larguirucho.

Sí, Kohaku y ella estaban hechos de la misma pasta; poseían los mismos ojos marrones y el mismo cabello castaño, tupido y rebelde. A los dos les gustaba nadar, pescar y explorar el bosque en busca de especímenes de flora y fauna, actividades que más de una vez habían puesto furibunda a su madre.

De hecho, Sango y Kohaku tenían un nombre secreto para mamá: "Grillo", porque emitía una serie de agudos gorjeos justo antes de "desmayarse" –siempre de manera artística- sobre uno de los muchos divanes estratégicamente distribuidos por el hogar de los Taijiya.

"Seguro que mamá va a cantar como un grillo cuando sepa dónde he estado. Y lo que he hecho".

Unos minúsculos destellos de luz amarilla atrajeron su mirada, y el corazón le dio un vuelco de emoción. ¡Eran de verdad luciérnagas! Había varias cerca del suelo, junto a la base de un roble a poca distancia de allí.

─No eche a correr por ahí, señorita─ le advirtió Shippou cuando ella se dirigió hacia el roble─ Está oscureciendo.

─No te preocupes, Shippou. Aún hay luz de sobra, y no pienso alejarme más─ Se arrodilló, atrapó con delicadez el raro insecto en su mano y lo metió en la bolsa.

Acababa de introducir otro más cuando le llamó la atención un sonido procedente de la densa floresta. ¿El débil relincho de un caballo? Alzó la cabeza e intentó escuchar, pero sólo oyó el murmullo de las hojas en la brisa.

─ ¿Has oído algo, Shippou?

El negó con la cabeza.

─No, pero es que mis oídos ya no son los de antes.

Con un encogimiento de hombros, Sango volvió a concentrarse en su tarea. Sin duda se había equivocado. Después de todo, ¿quién iba a andar cabalgando en las tierras de su familia, y ahora que se estaba haciendo rápidamente de noche?

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A lomos de Campeón, la observó en silencio por entre los árboles. La luna derramaba pálidos haces de luz, y se le encogió el corazón al fijarse en la postura de la muchacha.

Maldición, la joven en apuros estaba rezando. De rodillas y doblada por la cintura, tanto que la nariz casi rozaba el suelo. La rabia y la frustración le hicieron hervir la sangre.

Campeón se removió y relinchó suavemente. Él puso una mano sobre el brillante pescuezo del animal para tranquilizarlo y observó a la señorita Taijiya. Al parecer ella había oído el ruido, porque levantó la vista.

A continuación, con lo que parecía un encogimiento de hombros, bajó la cabeza y reanudó sus oraciones.

La había seguido a través del bosque y había aguardado mientras ella se encontraba en la casa del mayor Takeda, preguntándose por qué lo habría visitado. Se veía a las claras que el rato que habían pasado juntos no había terminado bien, pues ahora estaba arrodillada en el suelo rezando en medio del bosque, mientras iba oscureciendo. La compasión le oprimió el corazón.

Echó una mirada al cochero y se percató de que estaba dormitando en el pescante.

Perfecto. Había llegado el momento.

Con serena concentración, se enfundó su ajustada máscara negra de modo que le cubriese toda la cabeza salvo los ojos y la boca, y tiró de la tela para situar dos pequeñas aberturas sobre sus fosas nasales. Su larga capa negra caía sobre la silla a su espalda, y sus manos estaban ocultas por unos entallados guantes de cuero. Su camisa, pantalón y botas también de color negro lo volvían casi invisible en la creciente oscuridad.

Entonces clavó la mirada en la angustiada muchacha, que permanecía de rodillas junto al roble.

"No tema, señorita Sango Taijiya. La libertad la espera".


Bueno, espero que les guste la idea de esta adaptación, trataré de actualizar lo más pronto posible...

¡Saludos!