Disclaimer: Shingeki no Kyojin pertenece a Hajime Isayama.


¡Hola! Aquí con mi noveno eremika, aunque por primera vez en la categoría M, pues trataré un tema tan complicado, complejo y perturbador como lo es una violación. Desde ya tengo que advertir encarecidamente lo siguiente: Esta historia es para gente con criterio formado y puede dañar sensibilidades. Lo peor estará precisamente en este primer capítulo y, aunque no quiero que el inicio pierda su cariz perturbador, traté de suavizarlo lo máximo posible. De todas maneras creo que igualmente ha quedado fuerte para gente muy sensible. La advertencia ya está hecha, pero si aún así lo consideran más fuerte de la cuenta puedo editarlo todavía más y aminorar detalles cuando vuelva a tener un tiempito libre. Siempre estoy abierto a sugerencias, así que en dado caso sólo tienen que hacérmelo saber ;) Por cierto el fic está ambientado en un Universo Alterno, de modo que, aunque conservará muchas cosas de la historia original, cambiaré algunos pequeños detalles y/o hechos para darme mayor libertad creativa.

Sin más que acotar, ojalá les guste este primer capítulo (aunque no sé si gustar sea la palabra más apropiada en este caso).


Trauma


La niña mitad oriental está lanzada sobre el suelo, amarrada de pies y manos, perdida en el limbo de sus dolorosos y terribles pensamientos. Todo en ella era una sádica vorágine de miedo y desesperación. En su mente, la vil escena en que sus padres eran asesinados se repetía una y otra vez como un maldito maleficio incapaz de detenerse. Rogaba con todas sus fuerzas que estuviera soñando una pesadilla, que lo que sucedía a su alrededor no fuera el mundo real. Mantenía sus párpados cerrados, como si hacerlo significase que la realidad pudiera ser borrada milagrosamente; que cuando abriera los ojos nuevamente, ella estaría en su cálida cama y sus padres durmiendo en el cuarto matrimonial que siempre ocupaban. Sus ingenuas esperanzas ansiaban despertar pronto de esta maligna y dantesca pesadilla.

La negación es uno de los primeros recursos de la mente para defenderse del incipiente dolor. Sin embargo, por más que veces que se ansie tal cosa, la realidad no puede ser cambiada por la mente a menos que ésta adopte a la locura como vía de escape. Y Mikasa, lamentablemente, todavía tenía a la cordura como indeseable aliada...

Poco a poco, el frío infame que recorría cada rincón de su cuerpo le hizo ir comprendiendo que lo que estaba viviendo no era una aviesa pesadilla... Era la cruel e inclemente realidad. Al entenderlo progresivamente abrió sus ojos, pero éstos perdieron cualquier rastro de brillo. Se convirtieron en los de una muerta. Y así estaba su alma: muerta. El mundo había castigado a una víctima inocente una vez más, encargándose de mostrar toda su crueldad través de los demonios que se disfrazaban de hombres. Esos mismos demonios que, no conformes con haber asesinado a sus padres, ahora la tenían amordazada y atada.

Mikasa no quiso seguir viviendo. Deseó morir junto a sus padres, deseó abandonar esta vida para siempre; sin su amada familia al lado, nada en esta vida tendría sentido.

Nada.

Sin embargo, el maldito destino le tenía reservada planes muy diferentes. Utilizando a sus diabólicos servidores, no le daría el placer de descansar. Aún tenía que vivir algo muy horrible...


Uno de sus captores entró al cuarto en donde estaba. Mikasa transitaba a través de una dimensión ajena y por ello no percibió la nueva presencia en su cuarto. Sólo cuando pisadas hicieron rechinar la crujiente madera, ella tomó vaga noción de que alguien se le aproximaba. La niña ni siquiera lo miró. Ya no le importaba su vida; no le importaba nada de lo que pudiera sucederle. Hiciera lo que hiciera aquella bestia inmunda, nada podría ser peor que perder a sus padres. Sólo esperaba que la matara lo más pronto posible y así poder reunirse con ellos en el otro mundo. Lo que la niña no sabía todavía, y que ni siquiera en cien vidas podría imaginar, es que el degenerado tenía trazado otro macabro plan para ella.

Él echó un vistazo a la ventana para asegurarse de que las cortinas estuvieran correctamente puestas. Al comprobarlo, se sacó la chaqueta parda de encima. Cumplida su primera labor, desabotonó su camisa blanca, la lanzó al suelo y quedó a pecho descubierto.

Cuando la delgada prenda tocó el suelo, Mikasa abrió los ojos, pero de muy poco le sirvió hacerlo. La espesa oscuridad reinaba en la habitación, cubriéndolo todo; era tanta que tal vez ni siquiera un gato o un búho podrían ver dentro de ella. Lo único que contrariaba la monocorde negrura, era la pálida y delgadísima línea de luz que tenía justo en frente; una que se colaba por el resquicio inferior de la puerta cerrada. Lo umbrío del ambiente acrecentó en Mikasa el temor primitivo a lo desconocido; a aquello que puede ocultarse tras el refugio otorgado por las sombras. A menudo la ausencia de luz se convertía en una diabólica secuaz de los criminales. De hecho, como prueba empírica de ello, la tasa de delincuencia nocturna siempre resultaba mucho más alta que la diurna.

De repente, un estrépito de temor irrumpió en su interior y terminó de aniquilar su abstracción completamente. Algo, una especie de crujido espiritual, le advirtió que la muerte no acudiría por ella todavía. Y aquella severa intuición mortificó su corazón. No quería que la reunión con su familia se postergara; suplicaba la muerte para regresar a la vera de sus padres en el otro mundo. Sin embargo, la pequeña niña no tendría esa suerte.

El ominoso presentimiento restalló temor por doquier. Mikasa era una niña inocente, cándida y pura. Ni siquiera sabía cómo se hacían los niños todavía. Tal fue la inocente pregunta que le hizo a sus padres antes de que ocurriera la desgracia de perderlos. Mucho menos tenía conciencia de la perversión existente en el mundo. Sus padres la habían protegido y aislado de una sociedad corrupta en sus cimientos. Y, precisamente por ello, la lejanía que su hogar esgrimía. Era una niña que no conocía la maldad; totalmente pura y llena de nobleza. Una niña que ni siquiera imaginaba lo que era una violación...

La sombra a su lado comenzó a moverse hacia ella, desgajando el asustado corazón infantil en una alarma que se propagó a través de cada capa de su piel. Mikasa pensaba que ya nada más le importaría, pero el negro presagio anterior se hizo más intenso que nunca: supo con certeza que no iba a morir como tanto ansiaba y aquello la atemorizó terriblemente. Algo atroz iba a pasar. No sabía qué, pero, como si el susurro tétrico de los árboles se lo advirtiera desde fuera, tuvo la certeza de que algo horripilante estaba a punto de suceder.

El victimario depositó sus rodillas suavemente en el suelo y sonrió de manera profundamente perversa. Llevó sus dedos hacia los largos cabellos morenos, acariciándolos con cierta delicadeza. La niña Ackerman se sacudió violentamente para quitarse de encima el contacto de esas sucias manos, pero sus esfuerzos no dieron los frutos ansiados. El maldito siguió el perverso juego, disfrutándolo ampliamente. Más temprano que tarde, acercó su faz a ella y mordió sus propios labios con deseo. Luego los relamió aumentando todavía más el enfermo deseo carnal.

Por la oscuridad reinante, la faz del criminal no fue abordable para los ojos infantiles. Sin embargo, ella no necesitó verlo para sentir escalofríos que serpentearon y pisotearon ferozmente cada una de sus vértebras. Seguía sin entender qué sucedería, pero todas las alertas sensoriales de su cuerpo se prendieron y gritaron pavor a través de un estridente grito celular. Uno que enervó sus cabellos y vellos como si de escarpias se tratase.

Aunque apenas fuera dilucidable, el semblante de esa sombra psicopática, totalmente demencial, proyectó una malevolencia indescriptible. Una malignidad aberrante que, dirigida hacia ella, la hizo estremecer de pies a cabeza y viceversa.

El depravado inhaló profundamente, ansiando que el aroma de la niña acariciara de mejor manera sus nervios olfativos. En su mente rancia y mórbida, era diferente al contaminado olor de una mujer adulta; Mikasa resplandecía inocencia y candor a través de todo su ser. Su esencia exclamaba pureza sin igual. Una que él se encargaría de desgarrar y triturar salvajemente... Quería destruir esa pureza, hacer añicos su intimidad de niña y tomarla como suya, tal como un demonio sediento de lujuriosa enfermedad. Volvió a inhalar profundamente, queriendo deleitarse otra vez con ese descollante aroma virginal de niña consentida. Quería bañarse y envolverse en ese aroma para no olvidarlo jamás. El aire revoloteó a cada respiro, haciendo más pronunciada su letal cercanía a la pequeña Ackerman. El asesino y violador husmeaba la piel con ansias, disfrutando el miedo inherente a su depravación. El horrible hombre se detuvo a escasos centímetros de ella, depredándola sádicamente y sin esbozar piedad alguna.

Tal acecho llenó de terror a Mikasa, quién pronto sucumbió por el miedo ante lo desconocido. Su alma pura ni siquiera sería capaz de imaginar lo atroz que muy pronto sucedería. Cerró sus párpados con todas sus fuerzas, como si aquel inútil esfuerzo pudiese servir de algo. En su mente, visualizó a sus padres y el inmenso amor que le prodigaban cada día. Quería verlos a ellos. Necesitaba volver a verlos en el otro mundo.

De repente, cortando el flujo de sus pensamientos, sintió una cosa viscosa y cálida, a la vez de fétida, que se deslizó por su mejilla derecha. Él lamió un par de veces más la mejilla de su presa infantil como quien se da el tiempo de saborear un apetitoso bocado antes de deglutirlo.

—Eres una niña deliciosa... —le susurró al oído cual réquiem infernal. Tras lo dicho, las callosas manos comenzaron a deslizarse a través del contorno de la niña.

Y entonces Mikasa supo lo que era el verdadero terror. El terror de verdad.

Asqueada al punto máximo, intentó zafarse con todas sus fuerzas del maldito monstruo que la avizoraba. Se sacudió en forma demencial, totalmente esquizofrénica, intentando librarse del asesino de sus padres. El asco, la repugnancia que sentía, no tenía parangón con absolutamente nada que haya sentido antes.

El perverso ser humano, que ni siquiera merecía llamarse de esa manera, comenzó a desnudarla, sacando sus ropas sin cuidado. Disfrutando el proceso en cada segundo de intencionada dilación. Ella pataleó y lloró con todas sus fuerzas. Intentó gritar hasta que sus pulmones salieran expulsados por la boca, pero la ajustada mordaza se lo impidió hábilmente. Acalló de lleno cualquier desahogo o grito de ayuda.

El enérgumeno prosiguió su diabólico ritual, gozando todo el proceso previo. Le quitó el vestido que la cubría y dio cuenta que la pequeña ni siquiera usaba sostenes todavía. Sonrió complacido ante aquel detalle. Pronto los pechos no desarrollados se volvieron su principal objetivo. Se acercó a los pezones e inspiró profundamente, una vez más disfrutando el aroma a infantil castidad. Respiró por la nariz y exhaló por su boca, golpeando con su aliento el pecho derecho de la pequeña. Repitió varias veces el proceso, cambiando a intervalos el pezón destinatario de su aliento. Del derecho al izquierdo y viceversa. Finalmente, ante los retorcijones brutales que daba Mikasa por el horrible espanto, besó sus senos planos, lamiendo y succionándolos como si fueran un delicioso manjar entregado por dioses.

Ella intentó gritar con más fuerzas que antes, pero la cruel mordaza que cubría sus labios se lo impidió una vez más. Quería arrancarle la piel a mordiscos, defenderse de alguna manera para que la matara de una vez y no tener que seguir viviendo esta hórrida pesadilla.

Él manoseó a su víctima a su antojo y luego sus manos viajaron hacia la lampiña intimidad, propia de una niña, tocándola con el desparpajo propio de un violador. Mikasa lloró y juntó sus muslos con brutal desesperación. Misma que, tras incontable segundos, no le impidió escuchar claramente como el cierre del pantalón de su victimario se abría.

—¡Apúrate que después me toca a mí! ¡Al paso que vas la policía militar ya estará aquí, lento de mierda! —fue el grito que provino desde el otro lado de la puerta.

De no haber sido por la profusa oscuridad y la premura exigida, el degenerado se habría encargado de traer el candelabro desde la otra habitación y mostrarle su miembro como si se tratara de una obra de arte que debía de ser apreciada.

De pronto, el hombre terminó la labor de manosear la femenina intimidad. Dispuesto a cometer por fin su aborrecible acción, se posicionó encima de ella en un rápido movimiento, echándole sus más de ochenta kilos encima.

Y entonces lo peor de todo finalmente llegó...


Eren había buscado por varias cabañas en el bosque y no logró obtener resultados satisfactorios a pesar de todo el tiempo invertido. La ira en su corazón crecía y seguía aumentando a un volumen inimaginable. Al ver los cadáveres de los Ackerman, se puso en el lugar de la chica raptada y sufrió lo indecible al pensar en lo que sentiría él si perdiera a sus padres de una manera tan horrible.

La desesperación comenzaba a tocar las puertas de su alma. Comenzaba a pensar que ya no podría encontrar a la niña; que ésta ya estaría muy lejos de aquí o quizás incluso muerta. Pero no se rendiría. No la abandonaría. Sólo hasta que sus piernas no pudieran caminar más, sólo hasta que no pudiera dar un solo paso más por el agotamiento, cesaría la búsqueda.

En los confines más alejados del bosque, llegó a una cabaña que tenía sus luces prendidas. Por lo menos esta no lucía abandonada como las otras. Se acercó a ella y agudizó su oído por encima del resto de sus sentidos. Apegó la oreja a la puerta de madera, esperanzado en poder escuchar las palabras que brotaban en el interior. Tal como predijo, voces de hombres adultos llegaron a sus oídos.

«¡Apúrate que después me toca a mí! ¡Al paso que vas la policía militar ya estará aquí, lento de mierda!»

¡La niña estaba allí! ¡La había encontrado! No podía ser de otra manera cuando los malditos estaban preocupados por el arribo de la policía.

Un giro violento de emoción sacudió su corazón, acelerando y descompensando sus latidos. La adrenalina comenzó a fluir como un río a través de las capas de su piel. Por un momento pensó en buscar ayuda, pues no sabía cuantos hombres habían dentro realmente. Pero la idea fue desechada tan pronto como llegó. Estaba en los confines exteriores del bosque; si iba por ayuda demoraría más de la cuenta y probablemente ellos ya no estarían en la cabaña a su regreso.

Sí, no había otra salida. Tenía que actuar y arriesgar su propia vida en el proceso. Abrió su boca y respiró a través de ella silenciosamente, anhelando controlar la prominente agitación de sus nervios convertidos en verdaderas estalactitas. Extrajo el puñal desde su bolsillo y lo miró como pidiéndole ayuda a él. Observó el filo y pasó la yema de su índice diestro para verificarlo. La diminuta herida que le produjo con apenas un roce, le hizo ver que el metal estaba en su punto perfecto. Su puñal entraría en la piel de esos malditos tal como lo haría un ariete en la puerta de un castillo.

Calmó sus nervios a través de inaudibles suspiros; deslizó la esquina de su bufanda para cubrir su mano y el puñal que sostenía en ella. Había llegado el momento de encarar a la muerte. No tenía más alternativa que salvar a esa niña o morir en el intento. Rápidamente maquinó el plan a seguir: fingiría que se había perdido en el bosque y, apenas el asesino bajara la guardia por verlo tan sólo un niño, lo apuñalaría en el corazón sin dudarlo. Sin más demora, finalmente tocó la puerta y se preparó para lo peor. Matar o morir eran las únicas opciones disponibles. Ulteriores pasos se escucharon por dentro y Eren supo que muy pronto la puerta se abriría.

Había llegado la hora.

—¿Qué diablos haces aquí? —fue la furibunda bienvenida que recibió.

—Es que... me he perdido en el bosque... —tartamudeó a propósito, fingiendo perfectamente a pesar de su corta edad.

De cuajo y extrañamente, la ira del adulto se extinguió tan rápidamente como había llegado. Una sonrisa siniestra se forjó en sus labios.

—Eso no está bien... los niños no deberían andar solos por el bosque —el hombre se agachó un poco y le acarició la cabeza como una forma de ganar su confianza. El chico tenía los ojos de color esmeralda y quizás podrían venderlo a buen precio en el mercado negro. Ya sea para sacarle los órganos para algún trasplante o como juguete sexual de otros pervertidos adinerados —. Pero tranquilo, ahora nosotros cuidaremos de...

Fue entonces que la voz del hombre fue acallada y reemplazada por un gemido de punzante dolor. Sintió algo frío y metálico desplazándose a través de su órgano circulatorio principal; luego la humedad del líquido vital mojó sus ropas, tiñéndolas de vívido y palpitante rojo.

—¡Muere de una vez, escoria!

El arma blanca se desenvainó como un turbulento remolino. Abrió los ojos totalmente sorprendido, apenas tomando noción de que un niño lo enviaría al profundo pozo oscuro de la muerte. Finalmente, su órgano vital fue desecho por la puñalada y extinguió sus sombríos latidos. El cuerpo cayó al suelo como un costal de piedras y el violador en el interior del otro cuarto, tuvo que interrumpir el iniciado acto sexual. Salió de Mikasa, acomodó sus calzoncillos y subió su pantalón velozmente. Ajustó el cinturón y abrió la puerta de un vehemente tirón. Entonces abrió sus ojos a un tamaño que incluso pareció sobrepasar los límites biológicos; sus pupilas se dilataron tanto que imitaron a la perfección las de un gato en la noche. La sorpresa entregada por el destino había sido demasiada: un simple niño había matado a su compañero de fechorías.

—¡Quieto ahí, mocoso de mierda! —bramó cuando por fin logró reaccionar.

El aludido hizo caso omiso; cerró la puerta principal, desapareciendo tras ella.

Presuroso, el delincuente corrió tras él y abrió la entrada. Escrutó de derecha a izquierda hacia donde podría haber escapado el maldito infante. Estaba seguro de que había corrido a toda velocidad para huir lo más rápido posible. Dando por cierta su presunción, fue completamente abrumado por el asombro cuando desde las sombras aquel chico de ojos verdes se abalanzaba contra él con una lanza de cazador. Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. El infante, que con esfuerzo le llegaba a la cintura, había clavado el arma precisamente en su punto más vulnerable. Dañado de manera letal, no pudo siquiera defenderse cuando Eren se lanzó encima de él como si fuera un ente sediento de sangre. ¿Realmente era un niño? ¿O era un demonio que había tomado la forma de un niño?

—¡Muere! ¡Muérete, maldito! ¡No te vuelvas a levantar!

El puñal se alzó por sobre sus hombros una y otra vez, desatando toda su furia en cada frenética cuchillada prodigada. Profundas y demenciales, resultaron. Eren no se permitió dudas de ningún tipo; clavó la filosa hoja hasta hacerla desaparecer completamente, hundiéndola en la carne del maldito homicida y violador. Una, y otra, y otra vez. Sin cesar, sin darse tiempo a detenerse un mísero segundo. Jamás había asesinado a alguien, pero a monstruos como éstos ni siquiera podía considerárselos como personas. A pesar de ser tan sólo un niño, no tendría ningún cargo de conciencia por acabar con engendros como esos.

El asesino esta vez sintió el pavor de la muerte en sus propias carnes. Asesinado de una forma igual o peor a las que él había realizado en su deleznable vida criminal. El karma le cobró todas sus deudas y terminó muriendo de forma acorde a alguien de su cruenta calaña. El averno quedó satisfecho con el nuevo trofeo que terminó llegando a su reino.

Cuando los ojos del maldito perdieron el don de la vida, abiertos y perdidos en el vacío de la nada, Eren cesó el trabajo de apuñalarlo. Al acabar su frenesí de inusitada violencia, tuvo la imperiosa necesidad de respirar por la boca. Engulló bocanadas de aire con la intención de regular la tremenda agitación de su respiración y de su alterado ritmo cardíaco. Por un momento, incluso pensó que de verdad su corazón saldría a través del pecho. El cofre abierto de colérica adrenalina fue bajando paulatinamente su dosis y continuó llamando a la calma a través de largos y profusos respiros. Finalmente recuperó la compostura al cabo de varios segundos.

Justo en la puerta abierta del otro cuarto, vio a la chiquilla que tenía su misma edad y el espanto se plasmó en sus ojos. Inevitablemente, sintió un punzante dolor en su alma. Parecía ya estar muerta. Había llegado demasiado tarde para salvarla. Sus ojos miraban a la nada, vacíos y carentes de vida, inundados en la sordidez pútrida de la muerte. Hilos de sangre manaban desde su entrepierna; un hecho que resultaba realmente sobrecogedor presenciarlo...

Compungido hasta la última de sus células, Eren tomó el candelabro desde la mesa y se acercó a ella, todavía aunando la esperanza de que siguiera con vida. Su desnudez y la sangre eran la prueba de que habían hecho algo muy malo con ella; algo que no se atrevía siquiera a imaginar...

Cuando llegó a su lado, se arrodilló e intentó hacerla reaccionar, hablándole y moviéndola suavemente con sus manos. La falta de reacción provocó que el volumen de su voz y de sus movimientos aumentasen. Finalmente, a través de su audición, la chica consiguió escapar levemente de la honda abstracción que utilizó para aminorar el sufrimiento recién padecido. Sin embargo, su mirada seguía perdida y vacua; una que claramente gritaba a través de sus pupilas que no quería seguir viviendo.

—Perdóname. Perdóname por llegar tarde —dijo él con voz temblorosa y a punto de llorar un mar de dolor. De hecho, un par de lágrimas escaparon por sus rabillos inexorablemente.

Mikasa cerró sus ojos, nadando a través de las sufrientes oleadas tanto físicas como esprituales. Su dualidad cuerpo-alma había sido desintegrada, pero la voz de quien le hablaba le hizo recordar que seguía viva a pesar de todo. Le sorprendió el hecho de que alguien que no conocía le estuviese pidiendo perdón. De improviso, su audición fue acompañada por la vista y entonces la cara del niño de expresivos ojos esmeraldas apareció a plenitud. Ese chico le estaba demostrando que el bien si existía después de todo. Que todavía había algo de bondad desparramada en el cruel y maldito mundo.

Eren no supo qué hacer. Matar a unos asesinos era algo mucho más fácil que consolar a una víctima. Quiso hablar e intentó hacerlo, pero su lengua fue poseída por una especie de calambre irremediable. No sabía qué decirle. No sabía cómo darle solaz a esa atribulada alma que tenía en frente. Con lágrimas desbordando sus ojos, sólo atinó a pedirle perdón nuevamente por no llegar antes.

Ella intensificó su mirada y el cariz en sus azabaches luceros desterró el doloroso vacío anterior. Algo ínfimo, pero íntimo al mismo tiempo, afloró en ella.

Permanecieron en cómplice silencio, hablando a través de sus ojos. Verde y negro se fusionaron en la complicidad del sufrimiento. Una como su víctima, otro sufriéndolo por su prodigiosa empatía.

Ninguno de los dos supo cuanto tiempo pasó. Quizás fueron minutos enteros o solamente segundos. El tiempo había trastocado su lógica completamente, ingresando a un inusitado ralentí. Cuando finalmente el futuro titán atacante reaccionó, cortó las amarras para liberarla. Fue sólo entonces, en ese momento, que le dio atención a un detalle que había pasado por alto todavía. Avergonzado, tomó conciencia de que ella estaba desnuda y preocupado por lo invasivo que podía resultar, dio vuelta su mirada para no profanar su forzada desnudez. Se posicionó en frente y sin dirigirle la mirada, dijo aparentando calma:

—Soy el hijo del doctor Jaeger. Íbamos a visitarlos para que pudiéramos conocernos, pero cuando llegamos...

—Eran tres... —interrumpió ella; su voz fue tan débil e inconsistente como las gotas del rocío estival. Mortecina y moribunda, fulguró.

El chiquillo parpadeó sorpresa ante la nueva información recibida. Si eran tres, entonces faltaba un criminal por eliminar todavía. Uno que no tardaría en aparecer. Ni siquiera alcanzó a asimilar tal idea, cuando desde atrás sintió una potente patada al cuello que por poco casi se lo fractura.

—¿Tú los mataste? ¿¡Fuiste tú!? —preguntó el recién llegado, apenas asimilando que un niño de ese tamaño hubiese podido acabar con sus dos compañeros. Era inverosímil, empero, los cadáveres estaban ahí como la prueba más fehaciente de ello.

Tomó al niño desde el cuello, dispuesto a ahorcarlo hasta la muerte a pesar de la bufanda que llevaba encima. Lo alzó entre sus brazos como si tuviera el peso de una pluma o inclusive algo más ligero.

Un gorgoreo sordo surgió a duras penas desde el gollete pueril. A pesar de las manos demoníacas que lo aprisionaban, Eren miró hacia la niña que intentaba salvar. Ella seguía en el suelo sin atisbo alguno de movimiento. Si no hacía algo, ambos morirían sin remedio. Manifestándose a través de un esfuerzo supremo, logró forzar palabras que resultaran inteligibles.

—¡Lucha! —gritó desde lo más profundo de sus entrañas.

Mikasa continuó inmóvil en el suelo, ausente de reacción corporal. La conmoción de perder a sus padres y ser violada seguía punzando a satánica intensidad.

—¡Tienes que luchar! ¡Si no luchas no puedes ganar! —siseó a todo volumen lo último que pudo antes que las manos que lo sostenían lograsen censurar sus cuerdas vocales.

Fue entonces que algo despertó en la mente de Mikasa. Algo inexplicable que la conminó a ponerse de pie. Una especie de rayo espiritual, un relámpago en su interior, que le gritó que tenía que levantarse y salvar al niño que había puesto en riesgo su propia vida para rescatarla. Ese niño que no dudó en ayudarla a pesar de los infinitos riesgos.

Poseída por esa fuerza desconocida tomó el cuchillo entre sus manos, pero éste temblaba demasiado en ellas. Fue un verdadero milagro que no se estrellara contra el suelo. Así no sería capaz de hacer absolutamente nada. «Lucha» se repitieron las palabras de él en su fuero íntimo, mientras sus perlas negras se clavaban en las agonizantes esmeraldas. El niño iba a fallecer muy pronto por la falta de aire; su rostro enrojecido así lo indicaba.

Gracias a esos ojos tan expresivos, Mikasa comprendió que, incluso al borde de la muerte, él tenía fe en ella y sus fuerzas. También asomó, como una relampagueante imagen espectral, la imagen de sus padres violentamente asesinados. Ahora tenía la posibilidad de vengar sus muertes con sus propias manos.

Debía hacerlo... ¡Podía hacerlo!

De súbito, dejó de sentir el asqueroso dolor punzante que incendiaba su cavidad vaginal. También dejó de percibir el dolor por la muerte de sus amados padres. Tanto el daño físico como el psicológico quedaron de lado ante la imperiosa necesidad de luchar. Toda percepción de sufrimiento fue bloqueada de raíz. Todo lo que no tuviera relación con las palabras de Eren fue desterrado de su ser. Y entonces lo entendió todo con una claridad abrumadora; omnisciente: ¡Tenía que luchar a cualquier precio! El cuchillo dejó de temblar, sin siquiera realizar un minúsculo movimiento; ahora permanecía tan estático y firme como una espada clavada en lo más profundo de una roca. Tuvo conciencia de todo a su alrededor y su percepción aumentó hasta el punto máximo de la capacidad humana e inhumana. Tuvo la impresión de que incluso habría sido consciente de las pisadas de una hormiga. Todo se magnificó y se ralentizó al mismo tiempo. Las imágenes se movían en cámara lenta a través de su campo visual. Como si la velocidad normal del tiempo se hubiese trastocado al uno por ciento.

El destellante vendaval en su interior contactó cada célula de su cuerpo y les impregnó un temple supremo, monárquico en toda su extensión. Sus nervios se sometieron al control de su alma y recordó lo cruel que era el mundo. Y para sobrevivir en un mundo cruel, hay que volverse cruel. Precisamente aquello hizo el niño que tenía en frente. Para sobrevivir a los asesinos, se convirtió en un asesino. Sí, en este crudelísimo mundo no tenía más opción que luchar con todas sus fuerzas.

A partir de entonces, Mikasa adquiriría de forma permanente un control total de su cuerpo, multiplicando sus fuerzas decenas de veces. Gracias a la valentía de Eren, había despertado el ackerbond. Mismo que la estaba ayudando, en este mismo instante, a superar más rápidamente la terrible situación recién vivida.

Corrió a toda velocidad hacia el maldito asesino y, sin darle tiempo siquiera a reaccionar, le clavó la cuchilla por la espalda, alcanzando el maligno y oscuro corazón que poseía. Él, la boca entreabierta mediante, bajó su cabeza y vio como la punta ensangrentada del puñal sobresalía por su pecho. Había sido atravesado por el metal en tan solo un mísero segundo. El sofocamiento al que sometía a Eren se deshizo instantáneamente. Cayó al suelo retorciéndose en un dolor que no fue capaz de gritar. Entre profusos estertores, el demonio con forma humana agonizó hasta expulsar su último suspiro.

Cuando aquello sucedió, las esmeraldas y las perlas negras se contactaron de una manera apoteósica. Permanecieron estáticos, tomando plena conciencia de que este momento marcaría sus vidas por y para siempre. El destino los había enlazado de una trágica, pero muy profunda forma.

Conectando los deseos de sus almas, profundizaron todavía más sus miradas. ¿Cuánto pasaron así? Nadie podría asegurarlo. Estuvieron quietos en el abismo de muerte y sangre que los rodeaba sin sentir el paso del tiempo. El silencio pudo ser de sólo segundos o de muchísimos minutos.

Habían sobrevivido, pero Mikasa tuvo que pagar un precio muy alto por ello. Su vagina había dejado de emitir sangre, pero una vez extinguida la inyección de adrenalina, el dolor volvió con furor. Sin embargo, a diferencia de lo físico, el sufrimiento que padecía su alma consiguió apaciguarse un poco. La venganza, como una buena amiga, le dio algo de tranquilidad y refugio en medio de la cruenta tormenta. Los malditos criminales que habían arrebatado la vida de sus padres sin compasión, ahora compartían el mismo desenlace. Pero, a diferencia de su amada familia, el infierno sería el nuevo hogar de los tres infelices si es que existía el otro mundo.

Eren dejó de ser absorbido por la emoción y dio cuenta nuevamente que la chica seguía sin ropa que la cubriera. Avergonzado y acongojado al mismo tiempo, se dio vuelta para no profanar su desnudez. Por el gesto esbozado por el niño, Mikasa se percató de que seguía sin nada encima. Bajó su mirada y gracias a la luz del candelabro antes traído por él, vio sus prendas que yacían desparramadas por el suelo. Se acuclilló lentamente; mas su primera intención fue deshacer, con la camisa del occiso que yacía a su lado, los pegajosos hilos de sangre adheridos al interior de sus muslos. Sólo cuando hubo terminado, recogió sus ropas y comenzó el proceso de vestirse. Sus bragas en primer lugar; sus calcetas en el segundo; luego, el vestido terminó por cubrirla desde los hombros hasta las rodillas. Por último, los zapatos en sus pies culminaron la acción.

Cuando Eren dejó de escuchar el tenue ruido de prendas y calzado deslizándose, preguntó:

—¿Estás vestida ya?

—Sí —confirmó la suposición.

El chico se volteó, desenrolló con su diestra la bufanda que cubría su cuello y se la ofreció a quién se convertiría en su mejor amiga.

—Toma, pónetela —su voz salió sumamente triste, pues a pesar de seguir con vida no podía alegrarse de ello. La chica tendría la difícil misión de superar un ingente trauma —. Hace mucho frío.

Mikasa, entre sorprendida e incrédula, estancó su mirada en la amable mano que deseaba ayudarla, dudando sobre qué hacer. Finalmente reaccionó verbalmente.

—¿Pero tú?

—Yo estaré bien —dijo muy seguro —. Soy fuerte o al menos pretendo serlo siempre.

Incluso en su desgraciada situación, Mikasa pensó en la gelidez del ambiente que tendría que soportar él. Sin embargo, Eren aniquiló sus dudas cuando dio un par de pasos hacia ella y le colocó la bufanda alrededor del cuello, enrollándola en un hábil movimiento que no dejó ningún espacio cervical al aire libre. Era de indudable buena tela, puesto que el calor la cobijó de inmediato.

—Ahora ya no sentirás frío.

Ante esas palabras rellenas de empatía y el cariño de obsequiarle la bufanda, Mikasa soltó profundas y silenciosas lágrimas de emoción que recorrieron el valle de sus mejillas.

Eren pensó en darle un abrazo para consolarla y ahuyentar en algo su sufrimiento, pero reflexionó que lo mejor era dar pie atrás su idea. Después de vivir lo que tuvo que vivir, ella lo que menos querría sería tener contacto físico con otra persona. A pesar de su corta edad, él entendió perfectamente que algo muy vil había sucedido. Algo que no quería ni siquiera imaginar. A causa de ello, se limitó a querer darle algo de solaz por medio de sus labios.

—Sé que ahora estás sola y no sabes cuanto lo lamento —lleno de tristeza, bajó su cabeza. Se dio una prudente pausa y luego la alzó nuevamente—. Pero creo que podrás vivir con nosotros. Mi padre es buena gente y querrá ayudarte también. Vamos con él.

Mikasa, todavía más conmovida por su amabilidad, esta vez no dudó en hacer caso a sus palabras. Así, dio alrededor de tres o cuatro pasos para seguir a su salvador, pero el dolor en sus paredes vaginales se hizo profuso y latente nuevamente. Sin poder evitarlo, un rictus de severa angustia se dibujó en su rostro. La emoción y los restos de adrenalina aún fluyendo, la ayudaron a enmudecer la fogata ardiente que quemaba su ultrajada intimidad. Sin embargo, al moverse ahora, volvió a sentirla como una tortura. Cada paso que dio, cada movimiento de sus piernas, significó un diabólico incendio en su zona más íntima. Una niña de nueve años ni siquiera tenía una vagina desarrollada que pudiera soportar de mejor manera el abominable dolor de una penetración forzada.

—Me duele caminar. Me duele mucho —dijo ella, mientras renovadas lágrimas caían desde sus ojos.

—Yo te ayudaré —dijo él en forma solícita. Como nunca lo había sido antes y probablemente como nunca lo sería después. Caminó hacia ella, le dio la espalda y se agachó para que ella se le subiera cual jinete —. Te llevaré en mi espalda.

Ella, por un momento, lo miró desconcertada y dudó si recargarse sobre él. Sería un gran esfuerzo llevarla de esa manera.

—No te preocupes —le dijo él como si de alguna forma hubiese adivinado sus pensamientos—, mi padre debe andar cerca. No caminaré mucho antes de encontrarlo.

Fue entonces, ante esa seguridad y confianza que desplegaba el chico nuevamente, que la mestiza accedió a subir a su espalda. Eren tuvo suerte de que Mikasa fuera delgada, pues la pudo cargar perfectamente gracias a ello. Inició la marcha, mientras la afligida niña sólo pensaba en llegar a un baño y ducharse durante horas e inclusive días enteros.

—Necesito bañarme —dijo con gran pesar irrefrenable —. Necesito ducharme —repitió aumentando incluso todavía más el dolor en su voz, la cual dio tremores inevitables.

Sí, necesitaba darse una ducha. Necesitaba borrar la asquerosa inmundicia que ese maldito hombre había marcado en su piel. Procuraba con urgencia deshacer la detestable esencia que todavía podía sentir encima suyo, rodeándola como una contaminada miasma. Necesitaba que límpida agua purificara su cuerpo durante un tiempo que se volviera interminable.

—Lo harás cuando llegues a mi hogar. Nuestro hogar —recalcó él la penúltima palabra, sin mostrar un ápice de duda al respecto. Arrojaba una seguridad que no se apagaría ni aunque le arrojaran todos los mares del mundo encima.

Ella se conmovió hasta el punto de que las lágrimas difuminaron completamente su visión.

—Gracias... —musitó a duras penas—. Gracias por todo —esta vez logró iterarlo a mayor volumen audible.

—No hay de qué —tragó saliva por la sequedad fulminante que agobiaba su garganta. Debido a su bufanda, el estrangulamiento no le dejó graves y dolorosas secuelas. Pero la sed que sentía se comparaba a la de alguien que pasó días transitando un desierto. Unos segundos después, preguntó para confirmar el dato presente en su mente—: ¿Te llamas Mikasa, verdad?

—Sí.

—Yo soy Eren. Es un gusto.

Eren. Ese era el nombre de quien marcaría su vida por y para siempre. Un nombre que le pareció que le pertenecía a un ángel en vez de a un ser humano. Un ángel de hermosos ojos esmeraldas que la había rescatado del mismísimo infierno.

Y, súbitamente invadida por un enjambre incontenible de emociones, aferró más sus brazos al cuello de su nuevo amigo.


Continuará.