Winter bones
Si alguien me pregunta por qué, sólo podré responder por qué no.
/…/
My love is gone,
left me with both empty hands.
Russian red (como empieza a ser costumbre).
/…/
En la habitación de Elsa ahora hay otra cama, y la mitad del armario está lleno de vestidos que no son suyos.
En una esquina bajo la ventana, entre la mesilla de noche y la pared, hay un recoveco helado. La escarcha trepa un poco, plateada, llena de florituras y espirales blancas, y cubre unos centímetros del suelo de madera. En las noches claras parece un espejo mágico, sangre de estrellas, un charco de luna en plena madrugada. Magia líquida.
Elsa recuerda todas esas veces en que su hermana irrumpe en el vestidor cuando ella lo está usando, o le esconde la corona, o se le cuela en la cama en mitad de la noche, o la golpea con almohadones y se ríe como una chiquilla. Recuerda todo eso y decide no derretir el recoveco. Piensa en ello como un secreto sin importancia, y poco más.
/…/
Fuera, la noche es fría.
Los sirvientes de palacio se han retirado temprano, y han dejado la mesa puesta, y los corredores de palacio en silencio. Hay un par de ventanas abiertas en el comedor y desde fuera llega el aroma a agua del fiordo, y el sonido arrullador de las olas.
La mesa es larga y estrecha, y ocupa casi toda la sala. Los cubiertos de los dos comensales están dispuestos cada uno en un extremo.
Elsa levanta la vista de su plato y ve a Anna sentada a unos veinte metros. Su hermana la mira entrecerrando los ojos y con la mano haciendo de visera sobre las cejas, y sólo le falta exclamar ¡Tierra a la vista!
La reina suspira, y vuelve a contemplar el plato. La ensalada está toda revuelta y desperdigada; el tomate, cortado en trocitos muy pequeños, los arándanos, arrugados al fondo de la vajilla. Mueve un poco la comida con el tenedor, e intenta no pensar en que los cubiertos se le quedan fríos en las manos.
Hay un ruido a su izquierda, y cuando levanta la barbilla Anna ha recorrido veinte metros de mesa agarrando la silla por el respaldo y se ha sentado junto a ella. Olaf corretea detrás, y sostiene en precario equilibrio un plato de faisán relleno de manzana y patatas asadas, mientras se ríe entre dientes.
—¡Hey! ¡Hola! —saluda Anna, como si no llevaran media hora en la misma habitación. Da un salto en el asiento para correr la silla unos centímetros más cerca de Elsa—. ¿Qué tal? ¿Qué tal la cena? Deberías probar el pollo. Es decir. ¿Es pollo? Parece un pollo. Deberías probarlo.
Olaf deja caer el plato sobre la mesa, y el faisán salpica por todas partes. Anna se ríe, mientras el muñeco de nieve da vueltas alrededor de ellas, agitando las ramitas que tiene por brazos de tal manera que a Elsa le resulta angustioso. La ventisca sigue a Olaf de un lado a otro, y los copos se desperdigan por todas partes y se derriten sobre la alfombra.
La reina piensa en un pájaro sin alas al borde del abismo, sacudiendo los muñones, piando entusiasmado. El abismo ahí, a un paso. Elsa nunca ha visto un pájaro así, pero mira a Olaf y es lo único que le viene a la cabeza. Desvía los ojos al plato.
—Es faisán —murmura. Deja los cubiertos sobre la mesa.
—¿Qué? ¿Quién? —pregunta Anna. La está mirando con ojos como platos y la boca llena. Al ver que Elsa le devuelve la mirada, hace un esfuerzo por tragar y tose tapándose la boca con el puño. Se da un par de golpes en el pecho antes de enderezar la espalda, coger rápidamente una servilleta de tela y palparse suevamente la boca con una esquina—. Disculpa, ¿qué decías?
Olaf aplaude con sus manitas y alaba los modales de Anna.
Elsa la mira en silencio unos segundos antes de volver la mirada a la mesa. Se le ocurre que, si el saber estar fuera un baile, Anna estaría constantemente pisando a su pareja y disculpándose mil veces antes de fingir ser la imagen perfecta de gracia y sofisticación y actuar como si nada hubiera pasado. Hasta el próximo pisotón.
Se da cuenta de que su hermana lleva un rato hablando.
—… Y yo le dije "¿Estás loco?" No, qué va. No se lo dije. Pero podría haberlo hecho. ¿Sabes? Claro que podría haberlo hecho. Es más, debería. ¿Sabes lo que te digo? Se lo voy a decir. Mañana mismo. En cuanto vuelva. Le voy a decir lo que pienso, aunque sea una tontería. Aunque no sea como algo… importante. O no sé, algo que tú dirías. Es que cuando hablas siempre parece que vas a decir algo importante. Siempre me da no sé qué interrumpirte. ¿No le pasa a todo el mundo? A mí me pasa. No puedo interrumpirte, ya ves.
Elsa abre la boca para responder, pero Anna continúa hablando a toda velocidad.
La reina respira rápido, y tensiona un poco los nudillos. Se da cuenta de que es ella la que no podría interrumpir a Anna ni aunque quisiera. No sabe si quiere. Escucha el torrente de palabras de su hermana y se pregunta a dónde ha ido todo el silencio. Respira hondo, y se repite una y otra vez que es una estupidez, que está cenando con su hermana, que evidentemente no hay peligro de ahogarse.
—Lo que te decía. Kristoff está loco, y a lo mejor no lo sabe porque resulta que yo no se lo he dicho. De verdad que debería habérselo dicho. ¿Ves? Nunca me aclaro con lo que tengo que decir. Seguro que vuelve mañana de esa locura de viaje y yo le quiero comentar que está loco y… Es decir. Si vuelve mañana. Con las montañas del Norte nunca se sabe. ¿Y si no vuelve mañana? Yo quiero que vuelva lo antes posible. Es decir. Esta noche. Ahora mismo. ¿Qué te estaba diciendo? Ah, ya. Imagínate que le quiero decir que está loco y acabo soltándole cualquier cosa. O no sé, cualquier cosa. De verdad, podría ocurrir. ¿Qué pasa si le digo que, si algún día le pillo comiéndose los mocos, ese será al final de nuestra relación? Bueno. En cierto sentido decirle eso sería un alivio. Me dijo que todos los hombres lo hacen. Lo de comerse los mocos. ¿Te lo puedes creer? Todos los hombres. Ugh. Yo a Hans sigo sin imaginármelo, pero también es verdad que no me lo imaginaba matando a nadie y ya ves. Cómo sorprende la gente.
—Sobre todo la que conoces de un día —murmura Elsa, levantando una ceja.
—Sí, justo —contesta Anna distraídamente—, pero vamos a lo que me preocupa. Es que de verdad que podría soltarle cualquier cosa. Yo soy así, de verdad. Podría mencionarle lo de comerse los mocos. Y no es un tema sobre el que fuera a decirle sólo una cosa y ya. ¿Se lava los dientes después? Porque eso también me preocupa. Sobre todo si algún día piensa besarme. Es decir. Bueno, a ver. No es que yo haya pensado en que Kristoff me bese ni nada de eso.
Elsa frunce el ceño y abre la boca para hablar.
—Bah, ¿a quién quiero engañar? ¡Por supuesto que lo he pensado! —admite Anna poniendo los ojos en blanco. Olaf aplaude y ahoga un grito de emoción—. Pero sobre todo porque me preocupa su higiene, ya ves. No por otra cosa. Nop. ¡Oye! ¿Y qué pasa si le digo que me bese? Podría pasar. No porque yo piense en esas cosas, sino porque podría pasar. O podría decirle que cuando está mucho tiempo con Sven huele mucho a reno. O que siempre me dan ganas de reírme cuando su familia cuenta historias de cuando era pequeño y a él le da vergüenza, o que me gusta mucho cuando se pone todo serio y comprueba que los bloques de hielo estén bien colocados en el trineo. ¿Te he dicho alguna vez que me da un poco de celos cuando Kristoff mira lo que haces con tus poderes? Pues ya ves, a veces me pasa. O podría decirle que un día le robaré el gorro, sencillamente porque me hace gracia, o que me gustan sus hombros, o que sus zapatos son raros. O que le quiero. Espera. ¿Qué?
Elsa se atraganta con el vino, y se empeña en toser todo lo dignamente que puede. Mientras, Olaf le da palmaditas en la espalda y la observa con una sonrisa enorme y desconcertante.
Anna se tapa la boca y luego agita las manos y salta en la silla, y el muñeco de nieve está bailando a su alrededor, con su ventisca particular, y las ramitas, y Elsa sólo puede pensar en un vacío grande y blanco, en una puerta sobre la que apoyar la espalda. En cualquier cosa que no sea un comedor inmenso, en dos extrañas cenando juntas en una mesa demasiado grande.
Anna habla de tantas cosas. Habla tan rápido.
Antes de que cerraran el castillo, los reyes llevaron una vez a sus hijas a las montañas. Elsa corría con pasos torpes por la colina, el pelo blanco al sol y los dedos rozando la hierba. Su madre sonreía pálida y débil bajo la sombra de un abeto, y sostenía a Anna en brazos, apenas un animalito, un enredo de mantas. El rey llevó a Elsa hasta el arroyo. Iban los dos cogidos de las manos, y metieron los pies entre los guijarros. La corriente les llegaba apenas por el tobillo y el agua transcurría rápida y débil, tan lejos. Allá abajo en sus pies. Se escurría sin remedio, y cuando Elsa quería mirarla ya se había ido. Siempre rápida, resbaladiza entre sus piernas. Ya se había ido río abajo. Tanta agua, tan lejos. Tan rápido. Elsa rompió a llorar y el arroyo se congeló en un momento. El rey gritaba, la reina abrazaba a su bebé contra el pecho, y Elsa hipaba de llanto, y estiraba el brazo, y quería tocar el agua detenida. Pero bajo sus dedos sólo había frío.
Elsa se frota los ojos despacio. No sabe qué edad tenía entonces. No sabe por qué se acuerda de todo eso. Pero mira a Anna hablar nerviosamente, y suspirar, y llevarse las manos al pecho al hablar de Kristoff, y a Olaf reírse entre dientes, y sonreír, siempre sonreír, y le tiemblan las manos y le da la sensación de que podría congelarlo todo en un segundo. Aprieta los dedos en el regazo, y el frío se extiende despacio por su vestido. Piensa en el momento en que Anna estuvo dispuesta a morir por ella, piensa en abrazos calentitos, y siente la escarcha cubrir toda la falda, y se pregunta si realmente sería tan malo dejarse llevar.
Un golpeteo en la puerta llama la atención de las dos hermanas y de Olaf.
—¡Adelan…! —grita Anna. Se tapa la boca con la mano y carraspea. Luego añade, con voz digna—: Quiero decir. Pasad. Por favor, pasad.
—¡A lo mejor es Sven! Ah, no. Espera. Kristoff. Me refería a Kristoff—exclama Olaf entre susurros.
Anna salta en la silla.
Pero el que entra en el comedor es un guardia, y lleva una carta en la mano. Se acerca despacio a la mesa.
—Su alteza, ha llegado esta misiva urgente.
Elsa extiende la mano, pero al rozar el papel se congela el borde y el sobre cae en la mesa.
—Déjame a mí —Anna extiende una mano, y le guiña un ojo a Elsa mientras rompe el lacre—. Tranquila, yo me encargo.
La reina observa a su hermana, y aún permanece con la mano extendida mientras el ceño de Anna se va frunciendo, y sus dedos se cierran con fuerza sobre el papel, lívidos. Finalmente, la princesa deja la carta sobre la mesa y levanta la vista.
—Ha habido un derrumbamiento en las montañas del Norte —anuncia. Su voz no tiembla, pero sus ojos parecen inmensos.
Elsa deja caer la mano despacio, sin dejar de mirar los ojos enormes de su hermana, y traga saliva. Tantea en la mesa desesperadamente hasta agarrar los cubiertos. Pero aún están fríos.
/…/
Y me he vuelto a meter en camisa de once varas y a empezar otro fanfic. Yuju.
Este no debería ser excesivamente largo, pero intentaré acabar el último capítulo de Madriguera antes de subir el segundo capítulo de este. O algo así.
No tengo muy claro qué estoy haciendo, pero ¿os habéis fijado? ¡Vacaciones!
