IN EXTREMIS
PRÓLOGO
—Me gustas.
Aquella parecía una tarde de otoño como cualquier otra —fría y naranja—, paseando, como siempre, por los jardines bajo el calmado chispeo de las hojas de los plataneros. No obstante, ocurrió un suceso extraordinario. Me llamo John H. Watson, hace poco cumplí mis 22 y aquel octubre del 85 me declaré por primera vez.
Algunos dirán que lo extraordinario era, sin embargo, que la declaración fuera dirigida a alguien de mi mismo sexo. Para mi, eso siempre había sido, desde que alcanzo a recordar, algo natural.
Seguramente, todo comenzó en aquel estúpido internado para chicos. Ahora lo recuerdo y tal vez solo fuéramos como una especie de monos tontos y chillones encerrados en una jaula de piedra, parecía, por lo tanto, un zoológico donde reinaba la ley del más fuerte. Ser ingenuo era un problema y tener cara de ángel, también: esos fueron, sin duda, los rasgos que me caracterizaban y que, gracias a estos, pude palpar de buena mano la realidad de la selva.
«Niña, criada, mosquita muerta» eran los sobrenombres que más usaban para meterse conmigo, pero había uno en particular que sobresalía por encima de los demás, no por su picardía, mas(1) por su autor. «Mi chica»... por Sherlock Holmes.
Muchas cosas pasaron y de aquel zoológico pasé a uno de los conservatorios más importantes de Londres. De ser un mono tonto y chillón, una niña, una criada,... pasé a ser músico: cantante, pianista y, por ahora, estudiante de dirección de orquesta. Aquel niño con cara de ángel era ahora un joven alto, apuesto y bien formado. Era también un hombre enamorado.
Estábamos, en aquel momento, sentados en la hierba a pesar de la humedad del suelo, charlando y riendo como de costumbre. Ya he mencionado que, al fin y al cabo, aquella era una tarde como cualquier otra. La diferencia estaba en la sorpresa que reflejaba su expresión y aún así su sonrisa permanecía intacta. Su cabello castaño oscuro acogía tonos pelirrojos bajo la luz del crepúsculo y su sonrisa le ofrecía un aire aniñado que le hacía verse más joven de lo normal. Me sentía rescatado al mirarlo.
—¿Qué?—musitó. Acto seguido miró a nuestro alrededor como si fuera a encontrar a alguien espiando en los jardines de su solitaria mansión. Parecía nervioso pero era una reacción notablemente comprensible con las leyes de nuestro país, al fin y al cabo, no estábamos en Francia (2).
—Que me gustas, tonto —repetí con una expresión afable.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Grabo nuestras iniciales J corazón S en un árbol?
—¡No seas idiota! —Dije soltando una carcajada—. Tan solo quería dejar las cosas claras...
—Debo decirte algo; puede sorprenderte así que prepárate... Era algo evidente aunque no lo hubieras dicho.
—Por si acaso...—dije apretando los labios intentando reprimir mi sonrisa. Era un momento serio e importante. No iba a tomarlo a broma—. No quiero que tengas dudas, ni tampoco quiero tenerlas...y bien, ¿cuál es tu respuesta, Sam?
Sam Winchester sonrió, apartó la mirada y se rascó la cabeza. Sus orejas parecían dos tomates maduros y eso me hizo sonreír.
—Tu también me gustas... —y acto seguido bajó la cabeza, cerró los ojos y se llevó las manos a la frente. Esas cuatro palabras desataban demasiada adrenalina en él. —¡Dios, parecemos un par de críos hablando con tanta sinceridad...!
—Entonces, los críos saben lo que se hacen... —aunque para mi esa sinceridad era sinónimo de madurez. ¿Qué clase de crío había sido yo entonces?... ¿O él? Me quedé pensando e imaginándome a un Sam de 10 años, demasiado maduro para su edad, diciendo palabras tales como «me gustas, tengamos una relación», o «ya no me gustas, seguro que encuentras a alguien que te merezca más que yo». No pude reprimir una sonrisa divertida. Pellizqué su mejilla y lo miré con ternura... adoraba esa madurez tan suya. A pesar de ser dos años menor siempre sonaba como un viejo y eso me encantaba... —En algunos aspectos no deberíamos crecer nunca.
En aquel momento pensé que esa felicidad no terminaría nunca, pero la vida no está hecha para ser monótona. Al igual que la tristeza pasa, la felicidad también.
En aquel momento un estruendo ensordeció la escena. Y esta se ralentizó... Pude ver la mirada de pánico de la gente, esas expresiones sorprendidas que buscaban refugio. Pude oler el miedo, y escuchar mi súplica «hoy no... por favor... Hoy no». Pude sentir el tacto de esa bala agujereando mi piel, clavándose en mis órganos. Sentí como me vaciaba dejando la ropa empapada de sangre. Vi mi cuerpo girarse lentamente —a la vez que se agachaba— en busca del rostro del agresor. Y finalmente caté el amargo sabor de la decepción al ver como el mundo se apagaba por completo.
Desperté en una cama de sábanas blancas con el abdomen envuelto en vendas. ¿Dónde estaba? Entonces recordé el incidente de la pistola y lo comprendí. Así que al final no había muerto... Y seguramente me encontraba en una habitación del hospital más cercano, seguramente el Hospital de San Bartolomé. Me sentía como si acabara de despertar de una pesadilla que hacía demasiado tiempo que duraba.
Miré a mi alrededor soñoliento y me sorprendí al encontrar a un hombre sentado a mi lado. Era menudo y vestía una gabardina larga hasta los pies de color marrón con un sombrero a juego. Llevaba gafas de montura redonda y color dorado y sus minúsculos ojos me miraban sonrientes.
—Has despertado.
Me sorprendió ese trato familiar a pesar de no conocernos... Lo interrogué con la mirada en busca de respuestas: ¿quién eres?, ¿por qué me hablas sin formalidades?, ¿nos conocemos?, ¿qué haces aquí? Me hubiera gustado tanto tener fuerzas para abrir la boca y saciar mi curiosidad... por suerte él hombre siguió hablando.
—Te preguntarás quién soy y por qué te hablo con estas confianzas, si nos conocemos y qué hago aquí. Ahora tal vez te preguntes si soy adivino y por qué narices sigo hablando sin responder a nada. Bien, John... tranquilízate. Quién soy es una pregunta poco interesante al igual que todas las demás a excepción de una... «¿Qué hago aquí?». Es algo sin duda muy interesante y extraordinario. No muchos tienen tu suerte... El destino es caprichoso, dicen... pero el azar... el azar es capaz de cambiarlo todo... Y eso ha ocurrido. Hoy, tu no tenías que morir, por eso estoy aquí... he venido a concederte una segunda oportunidad... Tus actuaciones durante lo largo de tu vida te han llevado a este destino... pero un solo acto de tu pasado podrá cambiar por completo tu futuro...
—No, no entiendo nada...
—Puede que estés aturdido, John. Pero presta atención. Esto es importante y tu no eres tan tonto. Puedes escoger morir hoy... o intentarlo de nuevo...
—¿Morir...? ¿Estoy muerto?...
—No, todavía.
—¿Y qué... qué tengo que hacer...? ¡Haré lo que sea!
—Recuerdas tu pasado, ¿John?
—Sí... —Titubeé.
—Pues hay algo que hiciste mal... algo que alteró tu futuro y ese algo debes cambiarlo. Tienes solo una oportunidad... ¿Sabes lo qué es?
John miró al hombrecillo con algo de desesperación en sus ojos. Sentía su cuerpo empapado en sudor frío, veía su mente ofuscarse y sus manos empezando a temblar. Cerró los ojos e intentó recordar...
Continuará en el primer capítulo "El internado".
1 Normalmente, el uso de la conjunción adversativa mas equivale a pero. No obstante, antes equivalía también a sino y este es el significado que pretendo darle con el objetivo de ofrecer un toque más clásico a la obra; puesto que esta transcurre en el siglo XIX.
2 La sodomía —y la homosexualidad a partir de 1885— era un delito en Inglaterra por el que se multaba y condenaba a prisión, llegando incluso a cadena perpetua. Por otra parte, en Francia, la homosexualidad no era un delito. Sí hubo una ley que permaneció en vigor hasta 1982 que declaraba que las relaciones homosexuales podían mantenerse a partir de los 21 años mientras que, las heterosexuales, a partir de los 15 años.
