La presencia de un hombre en el centro de la sala circular, aguardando lo que parecía ser una sentencia de muerte, era bastante llamativa. La altura de aquel hombre superaba ampliamente el metro ochenta; su contextura era importante y, por si fuera poco, poseía los hombros anchos.
No hacía más de cinco minutos que había tomado asiento en esa única silla de metal grisáceo con cadenas a los costados. Desde entonces, su furtiva mirada gris parecía buscar un mínimo detalle en cada rincón de la sala en penumbra, detalle que lo ayudara a escapar de aquella comprometida situación.
—Robert White —dijo una voz, quebrando así el silencio como si de una bala impactando en el blanco se tratara. El tono utilizado por el canoso, quien ocupaba un espacio en una elevada tarima a un par de metros del acusado, carecía de emoción.
Mientras tanto, quien llevaba la atención de todas las miradas, el hombre de aquella silla con cadenas, asintió algo dubitativo.
—Así es, soy yo —respondió.
—¿Sabe por qué está aquí? —con frialdad, preguntó de nuevo el hombre cuya edad superaba con creces los sesenta años. Llevaba el cabello sumamente canoso, más blanco que la mismísima nieve. Su mero aspecto convencía al restante público que cada cosa que decía era verdad. Nadie parecía capaz de contradecirlo. ¿O nadie quería contradecirlo?
—Me han dicho que soy culpable del suceso ocurrido hace dos meses. Pero no es verdad, señor. —Robert intentó verse ante todos, seguro; sabía que si decía la verdad, los hechos como eran, no había manera de que lo inculparan. Pero había algo que le generaba demasiada incertidumbre; sabiendo que era inocente, ¿por qué habían insistido en culparlo?
Nunca se había detenido a pensar si la corrupción en aquel tipo de organismos como Umbrella existía. La empresa multinacional, con gran estatus en la rama de la medicina, había alcanzado tanta importancia que hasta contaba con un propio equipo de seguridad; los soldados del gobierno, conocido como mercenarios ya que recibían una gran paga extra, eran quienes se ocupaban de aquel trabajo; y él era uno de ellos.
—Podría tomar como testigos a mis compañeros de unidad. Ellos saben que en estos últimos seis meses he estado en tiempo total esforzándome en el entrenamiento. Para mí, mantener el estado en forma es crucial. —No sabía con exactitud si había hecho lo correcto pero al menos su defensa estaba hecha.
—Lamento decirle que en esta sala nadie se ha parado como voluntario y testigo, señor White. —De nuevo, como una daga recién afilada, la voz del experimentado resonó en la sala. Mientras su gélida voz se pronunciaba, el silencio en los demás era total.
Muy a su pesar, Robert también notó aquello. Había no menos de diez colegas que trabajaban y entrenaban a su lado, realizaban la pesada rutina que él debía soportar desde que se levantaba en la mañana y se acostaba por las noches. Sin embargo, ninguno de ellos se había ofrecido como testigo defensor. ¿Por qué nadie hacía nada si sabían que era inocente?
En parte se encontraba contrariado, algo molesto. Pero el sentimiento que más se apoderaba en aquel momento era el miedo. Por lo visto, su ejecutor no tendría compasión; de hecho, no descartaba la idea de morir allí mismo, al terminar aquella sección judicial tan ilegítima. Entornó sus ojos, grisáceos como la misma luna por las noches, a la espera de nuevas palabras del canoso.
—Para la resolución del caso, sólo los jefes de los organismos y el acusado estarán presente. Los demás, tienen diez minutos para evacuar la sala.
Posiblemente fueron los peores diez minutos de su vida. Sabía que de aquel escaso tiempo dependía todo; porque así había sido llevado hasta aquel lugar, a los tropezones, con irregularidades y con una sentencia de muerte como final del camino. En el instante en que la última persona abandonó el recinto y la puerta se cerró tras ella, el teniente que estaba a la derecha del canoso, un hombre de piel oscura y cabello negro, se elevó y caminó hacia Robert.
—Enciende el dispositivo, Stevens, y grabemos la verdadera confesión de una maldita vez. —Robert abrió rápidamente sus ojos, pero cuando creyó comprenderlo todo, ya fue demasiado tarde. El hombre apellidado Stevens, el canoso, encendió un aparato y, al mismo tiempo, el de cabellos negros apuntaba a la cabeza de White con un revólver a apenas un palmo, al lado de las cadenas.
—Ni una palabra —ladró Stevens, reiniciando el captador y alcanzando un papel a Robert. El mismo contenía, al parecer, una confesión que el apresado debía recitar de manera convincente. De aquella manera, injusta e ilegal, Robert perdió las esperanzas de salvarse. Cada cosa que fue diciendo, línea a línea, era aún peor que lo anterior. Si de verdad hubiera hecho aquello, recibiría cadena perpetua.
—Perfecto, ya no tendré que jalar el gatillo. —El teniente de cabellos negros soltó una risotada tras sus propias palabras. Resguardó el arma de fuego a la altura de su cintura y regresó a la tarima, junto a Stevens y los demás jerarcas de la Corporación Umbrella.
El canoso volvió a elevarse en su asiento, sin siquiera esconder una sonrisa irónica y suma maldad que merodeaba por su curtido rostro, lleno de cicatrices.
—Para tu suerte, hoy quedarás libre. Pero estarás bajo la mira. —Señaló el dispositivo, donde aún se resguardaba la grabación y su confesión falsa. La mirada realizada por Robert fue como si todo aquello fuera una pesadilla, de soslayo contempló el grabador y luego a los demás hombres.
Intentaba controlar sus impulsos. No tenía ni la más remota idea de si aquellos viejos cambiarían de un minuto a otro su decisión, y si su cabeza iba a rodar pronto. Por lo que sólo asintió. Tras un par de minutos incómodos en silencio, donde los demás continuaron debatiendo, fue Stevens quien volvió a llamar su atención.
—Puedes irte, White. Y recuerda, te vigilamos. —Su tono se transformó repentinamente en una amenaza. Robert no supo qué responder y sólo se encaminó en dirección a la salida, sin siquiera mirar atrás cuando escuchó unas risotadas generales de aquellos corruptos.
