¡Hola! Este es mi primer Dramione. Lo subí por primera vez en el año 2009 y he pensado en él de forma intermitente todos estos años. Por fin sé cómo quiero estructurar la historia y el hilo argumental completo está escrito, así que espero no abandonarla jamás de los jamases.
Mad Aristocrat me hizo amar el Dramione y le agradezco enormemente aquel comentario que me hizo, lo guardo con cariño.
Espero que os guste esta nueva interpretación de la historia para los que leyeron la antigua y disfrutad mucho, que para eso está.
Subiré todos los martes y no os preocupéis que está escrito hasta el capítulo 10 ;)
Besitos en los morros, Lyrien
Hermione
No odiaba a Malfoy. Nunca lo odié. Quizás sí me resultada una persona molesta, un racista y presuntuoso sangre pura que no era capaz de pensar en nadie, salvo en sí mismo y, en todo caso, en su familia; aún así, podía ver su vulnerabilidad y las malas decisiones que había tomado, impulsado por un padre cegado por la ambición.
Desde sexto, lo vi muy cambiado, había un halo de angustia y tristeza rodeándolo y ni siquiera se molestaba en insultarme o insultar a los chicos.
Cuando Narcissa ayudó a salvar a Harry e impedimos que Draco se quemara en la sala de los menesteres, se creó un acuerdo tácito de cordialidad entre nosotros, aunque Ron insistía constantemente que no era de fiar.
Recuerdo las miradas furtivas de Malfoy después de la batalla final, cuando volví sola a Hogwarts para acabar el año que me salté. Lo había visto el día de su juicio y había declarado a su favor, gracias a eso la familia Malfoy salió bastante airosa de sus acusaciones y Draco pudo seguir estudiando y teniendo una vida normal, más o menos. Me resultaba inquietante encontrármelo por los pasillos, me miraba con una intensidad inusitada y se alejaba saludándome vagamente con un movimiento de cabeza. En muchas ocasiones, me lo encontré solo en la biblioteca, sentado siempre orientado en mi dirección y con una sonrisa burlona en los labios. Nunca fui capaz de enfrentarle ni decirle nada y solía refugiarme en los jardines o en la sala común cuando se me hacía imposible sostenerle la mirada. Me resultaba un molesto hurón engreído que había ocupado mi sitio sagrado de estudio y me impedía ser productiva; dejé de sentir compasión por él porque seguía siendo el mismo niñato de siempre, o eso pensaba yo.
Un día, lo encontré acorralado en una esquina, siendo golpeado violentamente por un grupo de Gryffindors y Ravenclaws que lo acusaban de mortífago y asesino. No parecía defenderse y aguantaba estoicamente los puñetazos, con la mirada perdida, oscura e indescifrable, mientras la sangre que salía de su nariz le manchaba el escudo de Slytherin de su túnica.
Fui muy criticada, incluso por aquellos que habían luchado junto a mí en la batalla final, pero no pude evitar defenderlo. Él no me dio las gracias por salvarlo, ni me dedicó una de sus sonrisas burlonas, solo se me quedó mirando fijamente, sin molestarse en limpiar la sangre de su rostro; cuando no pude soportar el peso de su mirada, me alejé de allí sin mirar atrás. Había alguna intención escondida en sus ojos mientras me escaneaba sin cesar, una pregunta sin respuesta, pero nunca me paré a pensarlo con atención, no quería. A partir de entonces, aunque seguimos sin intercambiar ni
una sola palabra, comenzó a sentarse a mi lado en la biblioteca, sin mirarme de forma irritante y me hacía pequeños favores sin razón aparente, trayéndome libros que necesitaba sin pedírselos, dejando entre los dos sus apuntes por si quería completarlos y señalándome alguna información que se me resistía y no era capaz de encontrar. El gesto más importante de agradecimiento ocurrió el día de Navidad, ya que una lechuza parda me trajo un paquete largo y delgado envuelto en un simple papel plateado. En el interior del paquete, encontré un bello colgante con una lágrima verde de cristal engarzada en plata; no llevaba nota, pero sabía que era suyo. Me lo coloqué al cuello y lo llevé desde entonces, como símbolo de nuestra inesperada alianza.
Pasé de considerar su presencia una molestia a sentirme reconfortada de una extraña manera cuando estábamos juntos. Sentí que nos acercábamos, aunque intentaba evitar a toda costa encontrarme con sus ojos grises por miedo a ver lo que me decían.
El último día de clases, nos encontramos en los pasillos del Expreso de Hogwarts y me quedé muda cuando se acercó y lo escuché hablar.
-Dos veces. No habrá una tercera - me dijo, muy serio.
-¿Qué? - pregunté, totalmente descolocada, sin saber a qué se refería.
-Ya me has salvado dos veces, Granger. Evitaré que siga ocurriendo.
No había molestia en su voz, solo una honda determinación llena de orgullo.
-Cierra los ojos - susurró, mirándome muy cerca.
No supe por qué, pero le obedecí. Después de todas nuestras tardes de biblioteca confiaba en él, sabía que no me haría daño.
Sentí su mano acariciando mi mejilla y si hubiera abierto los ojos habría visto la mirada de anhelo que él me dirigía y cómo se acercaba quedamente, antes de cambiar de opinión y marcharse rápidamente, mascullando un rápido "adiós".
No volví a verle, hasta aquel día.
Draco
No entiendo por qué fue a defenderme, precisamente ella, a la que había insultado toda la vida, a la que parecía despreciar. No solo me salvó en el juicio cuando San Potty y ella declararon a mi favor, sino que me quitó de encima a aquellos subnormales que buscaban un cabeza de turco para desahogarse. Conocía sus nombres, todos habían perdido a alguien importante en la batalla final y ahora me culpaban con los ojos, considerando que la justicia había sido demasiado benévola conmigo. No me extrañó en absoluto, yo también me daba asco a mí mismo. El orgullo que había acarreado toda la vida con mi apellido, se había esfumado y ya solo quedaba un gran resentimiento y una terrible decepción. No podía perdonar a mi padre, no podía perdonar al blando de Dumbledore, no podía perdonar la aceptación sumisa de mi madre y no podía perdonar mi propia estupidez. Estaba perdido, ya no pertenecía ni a un sitio ni a otro, los hijos de los mortífagos que habían acabado escondidos o en Azkaban, intentaban echarme una maldición en cada esquina oscura y los lameculos de San Potty me odiaban aún más, viéndome como el enemigo número uno. Sí, lo admito, me había convertido en un blanco fácil, en un ser débil, en su objeto de burlas y además, estaba completamente solo. Sin embargo, allí estaba ella, avergonzando a aquel grupito de alumnos, lanzándoles improperios y poniendo esa pose de enfado tan provocativa; allí estaba ella, perdonándome otra vez, ayudándome sin vacilar. ¿Por qué insistía en hacerse la heroína? Me había vuelto un grano en el culo para ella, invadiendo su biblioteca y poniéndola nerviosa. No sabía por qué lo hacía, pero me producía un sádico placer mirarla. Me había aprendido todas sus reacciones; el movimiento nervioso de su pierna izquierda, los bufidos histéricos cuando tenía que agacharse a recoger sus papeles, el color rosado de sus mejillas al comprobar que la espiaba, el recorrido de sus dientes por su labio inferior, el insistente manoteo al apartar un mechón rebelde y las líneas definidas de su cuello, ese cuello tan apetitoso. Me daba igual afirmarlo en mi mente, la sangresucia se había convertido en un objeto de mi deseo y la hubiera devorado sin dudarlo de no tener clarísimo que no se iba a acercar a mí ni con un palo. Ella lo sabe, sabe que soy un cobarde y que no merezco la pena; ahora ella es la admirada, la dueña y señora de todo el respeto que yo nunca tuve. ¿Envidia? Quizás. Estaba muy ocupado imaginándome todas las formas posibles de arrancarle la ropa y tirarla sobre la mesa, derramando toda la tinta y hundiendo mi boca en su sexo. Definitivamente, sonaba demasiado tentador.
Además de mi pequeño problema de obsesión con Granger, quería darle las gracias y acercarme todo lo posible, así que decidí hacerle la vida más agradable en la biblioteca. No podía seguir mirándola como un acosador sexual y tenía que hacerle un poco la pelota, pero en cierto modo sentí que valía la pena. Algo me pasaba por dentro cuando me sonreía, cuando nuestras manos se chocaban accidentalmente, cuando me adelantaba a sus pensamientos; algo que iba más allá de empalmarme o pensar en empotrarla contra la pared, aunque me negaba a darle nombre. No sabía cómo hablarle, tenía miedo de romper aquella atmósfera de cordialidad o de decirle algunas de las burradas que estaba pensando hacerle o de que se acercara más de la cuenta e hiciera estallar mis pantalones. No podía mostrarle más vulnerabilidad, así que me contentaba con su presencia silenciosa y su lejana amistad, que me reconfortaban mucho más de lo que yo podía imaginar en aquellos momentos.
Cuando le compré el colgante en Navidad, me sentí como un idiota, pero no pude controlarme. En cuanto lo vi, supe que debía estar en su cuello y comprobar que le gustaba me hizo sentir orgulloso y estúpidamente alegre. Lo llevaba siempre, a todas partes, bien visible al cuello, como si no se avergonzara de mí. Era absurdo, al fin y al cabo se lo había regalado para que lo llevara, pero estaba esperando que en cualquier momento se riera de mí y lo tirara al suelo dramáticamente delante de mis narices. A veces se me olvidaba que era una leona y no una serpiente, la costumbre.
El último día de clases, la busqué por todo el tren, esperando encontrarla. Recuerdo perfectamente cómo se giró, el olor que desprendía su cuerpo y sus labios entreabiertos pidiéndome un beso que no le di. No pude besarla, sentí que si lo hacía no podría parar y desataría todo el ansia y el deseo de aquellos meses; así que me aventuré a hablarle y le acaricié la mejilla, como si fuera lo más preciado que tenía en aquellos momentos, y probablemente lo era. Mis palabras eran parte de una promesa interior, la promesa de que si la volvía a ver me tocaría salvarla; aunque no sabía hasta qué punto las historias y los errores del pasado tienden a repetirse.
Me despedí de ella, pensando que sería nuestro último encuentro, hasta que los acontecimientos se precipitaron, propiciando que nos reuniéramos otra vez. Y allí estaba otra vez su cuello con mi colgante y sus labios entreabiertos, esperándome
