Se habían conocido por casualidad. El destino había entrelazado sus caminos de una forma muy curiosa, y ahora estaban condenados a recorrer los mismos cincuenta o setenta metros todos los días. De una tienda a la del otro. De una casa a la otra. A veces no eran ellos, sino sus aprendices los que llevaban los mensajes cuando no tenían tiempo o estaban enfadados.

Cómplices, había dicho él. Compañeros, puntualizó ella.

Cómplices en los crímenes, compañeros en lo demás. En los chistes, en la tristeza, en el pasado... en lo bueno y en lo malo. Parecían un matrimonio, pero sin serlo.

Cada día, y desde hacía varios meses, Margaret Eleanor Lovett se levantaba, abria la hostelería, «¡El Emporio de la Empanada de la Sra. Lovett!», esperaba a que llegaran sus empleados y el mayorista de carne vacuna y empezaba a trabajar. Después, cuando el sol estuviera en su cénit y el agobio pudiera con ella, bajaría al sótano a atender la carne de su mayorista de... otro tipo de carne, y haría con ella una empanada especial. Una empanada especial destinada al número 186 de la Calle Fleet, en Hen and Chicken's Court. Setenta metros que la desestresaban y le daban esperanzas.

Cada día, y desde hacía casi un año, Sweeney Todd, antes conocido como Benjamin Barker, se levantaba en una oscura y deprimente habitación todos los días. Se ponía un delantal, bajaba a su sótano, troceaba... cierta clase de carne que más tarde transportaría mediante unos túneles secretos a una tienda no muy alejada de allí y después, se vestía, daba la vuelta al cartel de Cerrado a Abierto, y esperaba a sus desdichados clientes. Clientes a los que que, si tenía oportunidad, regalaba un viaje al vacío. Tras hacer su trabajo, claro. Sweeney Todd era un barbero honrado, no cobraba si no hacía su trabajo. Cobraba en dinero y en vidas, y sus clientes sabían apreciarlo. Los que salían bien parados eran los que podían hablar bien de él, o los que tenían familias. Familias felices y que les apreciaban. Y solía esperar dos o tres visitas, ya que así jamás sospecharían de él. Entonces, cuando el sol estuviera en su cénit, una mujer vendría a llevarle la comida, hecha con la carne especial que había troceado aquella mañana. Entonces podía volver a su casa, en Fleet Street, mirar por la ventana con soslayo y sumergirse de nuevo en sus pensamientos.

Comían juntos, todos los días. A veces en silencio, a veces alguno de los dos comentaba algo que hubiera pasado durante el día. Los Sábados, cuando ninguno de los dos tenían trabajo por la tarde, jugaban a las cartas junto a un par de vasos de ginebra y echaban la siesta en el sofá.

Era una rutina apacible. Una rutina que acabaría con una visita, una persona que esperaban como agua de Mayo.

El Juez Turpin.

El Juez Turpin, del que ninguno de los dos sabía el primer nombre, era un hombre alto y de piel cetrina, con las canas comiéndole el pelo y unos rasgos estirados. Era uno de los pocos jueces que no llevaba pelucas, y Sweeney Todd esperaba que fuera pronto a por una. Una enfermedad, una viruela... no le importaba. Sólo quería tenerlo en su silla. Tenerle en su silla y matarlo, matar el único recuerdo de su doloroso pasado, aquella chispa de vida que no paraba de traer y traer recuerdos que le atormentaban por las noches.

Todo el mundo hablaba del Juez Turpin, todos los días. Algunos le alababan, otros le repudiaban... hasta que no estuviera muerto no podría dejar de escuchar sobre él. Cuando muriera, sólo sería una cita lejana en algún libro o conversación, no sería nada.

Pero aquel bicho no moría, ni por casualidad. Ni un resfriado, ni una sífilis... nada. Seguía vivo, a sus anchas, campando por ahí, infectando Londres con su propia peste personalizada. Le odiaba. Le odiaba a muerte. Le odiaba tanto que si no fuera por la Sra. Lovett ya hubiera vuelto a prisión meses atrás. Y ese bastardo seguía reteniendo a su hija, su preciosa Johanna. No sabía cómo sería, pero estaba seguro de que era guapísima. La Sra. Lovett le había prometido que lo era, al menos, y también había dicho que cuando mataran al Juez Turpin se escaparían de allí los tres juntos y formarían una familia, una familia que no requiere una pareja, sino el mutuo cariño de todos los presentes, como amigos, hermanos, o lo que sea.

A Sweeney Todd le gustaba esa idea.

Era en aquellos Sábados, como cuando de costumbre se despertaba antes que ella y miraba las hormiguitas de Londres arrastrarse por las calles en busca de algo que jamás encontrarían, cuando recordaba esto y se giraba a mirar a la Sra. Lovett, dormida en su sofá.

Su esbelto cuerpo dibujado bajo una manta que la protegía del frío, tapada en parte por sus rizos color cobre, esparcidos sobre la manta, con suavidad, resplandeciendo porque él se ocupaba de que estuvieran bien cuidados, enmarcando su pálida cara de muñequita de porcelana... y se preguntaba, ¿por qué no le atraía? ¿Por qué no sentía nada hacia aquella mujer que tanto se preocupaba por él?

La misma respuesta le golpeaba una y otra vez: Quizá porque sigo enamorado de Lucy.

—¿Vuelve a observarme, Sr. Todd? sonreía todos los Sábados.

Y él siempre contestaba lo mismo:

—¿Cree que vendrá?

La cara de soslayo del hombre frente a ella la vencía, siempre, y encogía su corazón. Ni siquiera era guapo... o apuesto de una forma estética. Duros rasgos en la cara, con una nariz grande y perfilada y el cabello largo, lacio y negro como el azabache.

Era su halo. Tenía un aura magnética y excéntrica, oscura, siniestra... llamaba al pecado, era la única conclusión a la que podía llegar. Todos los pecados de la carne, él era pura tentación. Por eso la gente le detestaba.

Ella no podía, sin embargo. Y no sabía por qué. Ella también se preguntaba aquellas cosas.

A veces el Juez Turpin pasaba por debajo de la ventana, según el Sr. Todd cada dos semanas, y la habitación se volvía un hervidero de excitación, expectación y esperanza. La Sra. Lovett corría a preparar los instrumentos del Sr. Todd para afeitar y él preparaba la barbería con esmero.

Nunca entraba.

Y entonces venía la desesparación y la incertidumbre. ¿Vendrá? ¿Podré descansar? ¿Cuándo terminará esta agonía?

Eran tiempos difíciles, complicados, tanto como el primer día, cuando una joven Srta. Smith había llamado a su puerta en respuesta a un anuncio suyo en el periódico para contratar una asistenta. Ella le explicó que no tenía dónde vivir, pero que si le dejaba una habitación donde dormir no le importaba hacerlo en el suelo. A él no le molestó demasiado; acababa de adquirir la propiedad y su única preocupación era lanzar el negocio.

Se hicieron amigos porque nadie quería estar con ellos, se contaron los más oscuros secretos de su pasado.

El Sr. Todd nunca aceptó que la Srta. Smith encontrara a Albert Lovett y se casara con él. Sintió que otro hombre se llevaba uno de sus bienes más preciados, aunque esta vez no tuvieran ninguna relación sentimental.

Pero nunca hablaban de eso, no. Hablaban de cuando se reencontraron, muchos años después, en la cárcel de New Gate. En lo más hondo, ambos sentían debilidad por los desfavorecidos.

Y entonces ella encontraba una respuesta a sus preguntas: Quizá porque siento debilidad hacia él.

4 de Agosto de 1798, setenta metros era la distancia que separaban a la Sra. Lovett de un merecido descanso. La sola idea llenaba su mente.

—Muy bien, señoras, es hora de cerrar —empezó a dar palmadas para que todas sus empleadas la escucharan—. Sois como pajillas del campo, ¡ánimos arriba! Estaba semana ha sido intensa, pero la semana que viene lo será más. Más os vale descansar, ¡porque la semana que viene no lo haréis hasta que tengáis moratones en las manos! ¡A recoger!

El quejido general fue pronto acallado por las amenazas de la mujer que mandaba sobre todas:

—¡Menos quejarse y más limpiar, sucias alimañas! ¡Quiero ver esto como los chorros del oro! ¡Vamos, vamos, vamos! —azotó el mostrador con una fusta, azote que sabían que si no obedecían se llevarían ellas.

Tardaron aproximádamente media hora en recoger y limpiarlo todo, matar a las últimas ratas e irse por la puerta. No eran las mejores condiciones de trabajo, pero la paga era muy buena para los tiempos que corrían. Todas las panaderas querían trabajar para la Sra. Lovett.

Cuando hubo cerrado a cal y canto la puerta de la tienda, la Sra. Lovett se tomó un momento para respirar hondo, beberse un generoso vaso de ginebra y mentalizarse antes de bajar al sótano.

Un nuevo mandado de carne, todavía no habían terminado con el anterior.

Se desvistió en silencio, con la puerta cerrada, no quería que ningún intruso fortuito la descubriera, y se puso un delantal que el Sr. Todd le había regalado. Era de barbero. Él solía usarlo y perfumarlo, para que el olor proviniento de los muertos no pudiera con ella.

Dedicó una intensa hora a descuartizar todo lo que allí había, subir una gran cantidad a la moledora de carne para mezclarla con la vacuna y reservar las partes más magras para el Sr. Todd. Cuando no pudo más con el nauseabundo aroma de los difuntos, volvió a desvestirse, se limpió y se puso su ropa. Dos grandes empanadas de carne humana se hacían en los hornos poco después. Lo único que llenaba su mente era la siesta que gozaría en horas cercanas.

Puso las contraventanas, limpió lo que había manchado y se aseguro de cerrarlo todo antes de tapar los jugosos alimentos con un par de trapos para que no perdieran el calor. Con mucho cariño, puso cuidadosamente una sobre la otra, las envolvió en un paquete y salió por la trastienda.

Setenta metros era todo lo que la separaban de un merecido descanso.

Setenta, sesenta, cincuenta... las calles estaban muy vacías a esas horas. Pocos iban al sonido de las campanas de St Dunstan, que marcaba la una en punto. Por eso la extraño ver dos guardias apostados más o menos a la altura de Hen and Chicken's Court. Un escalofrío recorrió su espalda al tiempo que sus pies clamaban por echar a correr. Pero se contuvo y anduvo despacio, como si no hubiera nada que ocultar. Su corazón estallaba por saber.

Diez metros. Diez angustiosos metros. Agarró su paquete como si fuera a escapársele de las manos, queriendo meterlo dentro de ella para que nadie lo viera, pero era demasiado tarde. Ambos guardias la habían avistado hacia un rato.

—Buenas tardes, oficiales —hizo una pequeña reverencia cuando llegó frente a ellos—. ¿No van ustedes a comer? —les dedicó, además, una bonita sonrisa perlada.

Aunque los dientes de nadie estaban blancos en aquellos días, ella podía presumir de tener una de las sonrisas más limpias de Londres.

—Oh, estaríamos encantados, señora —sonrió el más alto y delgado de ellos—, pero no podemos. Se nos requiere aquí por un asunto oficial.

—¿Un asunto oficial? —sonrió, disimulando la urgencia que sentía en su interior—. ¿Es de posible conocimiento público?

—Nada importante, señora, circule —contestó el otro, que aunque en un principio había parecido el más amable de los dos por su baja estatura y su rechonchez, había resultado ser el más agrio.

—Sí, señor —hizo otra pequeña reverencia y pasó entre ellos.

—¿Va a la barbería del Sr. Todd? —la sobresaltaron.

—Sí, ¿por qué? —empezaba a costarle ser amable cuando tan poco le faltaba.

—Dígale que se dé prisa en terminar, debemos irnos cuanto antes.

Irnos... cuanto antes. Asintió.

—¿Has visto a esa mujer? —rió el más bajo de los dos en susurros—. ¿Dónde se cree que va sin marido? A esa jamelga le daba yo marido...

—No seas basto, Thomas. Estamos aquí de asunto oficial, ¡compórtate!

—A ti te daba yo compórtate...

Abrió la puerta de la barbería con una sonrisa, no parecía nada grave. Al menos, esperaba que no pasara nada grave.

—¡Sr. Todd! —canturreó dejando las llaves y las empanadas en la cocina del piso inferior, subiendo después a la barbería—. ¡Le he traído su empanada ca-carne hu-hu... mana...! ¡Humanamente hecha, por supuesto! ¡Hecha por hu-humanos, sí! El Sr. Todd siempre dice que deben de hacerla los ángeles del Señor, ¡p-pero no! ¡So-soy yo! D-Dicen los señores de la calle que s-se den prisa. Un placer, S-Señor Turpin, mi señor —hizo varias reverencias nerviosas antes de irse a esconder a cualquier habitación que estuviera cerca.

Tan poco, tan poco para que todo se hubiera ido a la basura.

—Debe perdonarla —se oía la voz del Sr. Todd al otro—. Es una mujer muy tímida, sobre todo ante las grandes celebridades de hoy día como usted —pasó la cuchilla con suavidad por su garganta, hacia arriba—. ¿Entiendo que hay gente esperándole?

—Sí, Sr. Todd. Mi escolta personal espera para llevarme a un evento muy importante que se desarrollará durante la tarde.

—¿Puedo preguntar de qué se trata?

—No le incumbe, Sr. Todd.

—Ya hemos terminado —le dejó un pañuelo para que se limpiara la espuma y preparó su chaqueta para cuando se la pusiera.

—Gracias. Vaya, parece que... —empezó a buscar en sus bolsillos.

—No se preocupe, a esta invita a la casa. Espero verle pronto por aquí.

—No se preocupe usted tampoco, porque me verá. Ciertamente es un barbero excelente —se inspeccionó las mejillas con esmero.

—Me honra, su señoría.

—Buenas tardes, Sr. Todd —hizo una reverencia con la cabeza—. Buenas tardes, Sra. Lovett —alzó la voz.

—¡Buenas tardes, su señoría! —gritó esta desde la otra habitación.

—¿Son estas visitas frecuentes o...?

—Es una vieja amiga —sonrió el Sr. Todd, susurrando al igual que él. El Juez asintió y se fue.

En cuanto se hubo ido tiró el pañuelo al suelo con frustración. Maldita sea, casi arruina todo. Menos mal que sabía callarse a tiempo, ¡menos mal!

—¡Menos mal que sabes callarte a tiempo! —gritó entrando en la trastienda.

—¡Ha venido!

—¡Sí, ha venido! —suspiró dejando que se le tirara al cuello—. Tiene que vigilar sus palabras, Sra. Lovett. Casi nos descubre.

—Lo siento, ¡lo siento! Los tipos de ahí fuera no quisieron decirme qué ocurría. Temía por usted... —acarició su mejilla con suavidad y cariño, pero él apartó su mano—. ¿Qué pasa?

—No sabía que había oficiales en la calle, Sra. Lovett. He estado a punto de matarle...

—Para eso estoy yo.

—Hemos estado tan cerca...

—Tan cerca... —asintió ella.

—Debo descubrir de qué evento se trata. Puedo disfrazarme e ir. Entonces le mataré, cogeré a Johanna y nos iremos.

—Déjelo...

—¿Qué? — se volvió iracundo a mirarla—. ¿Entiende de lo que está hablando?

—¡Por supuesto! El juez va a volver, querido, ¡le he oído! En cuanto le coja confianza vendrá todas las semanas. Usted descubrirá un punto flaco por donde atacarle. Hágame caso, espere.

—¿Por qué debería hacerla caso cuando ya le tengo?

—¿Acaso mis consejos le han llevado por mal camino?

—No, supongo que no... —suspiró mirando por la ventana, sin apartarse de ella—. Gracias —susurró asomándose a los ojos de su protegida.

Era la mirada más intensa y agradecida que la Sra. Lovett hubiera recibido en su vida. Estaba llena de ternura, y sentimiento. Su corazón cobró alas cuando se acercó con lentitud y besó su mejilla, cerca de la comisura de sus labios.

—Baje a por las empanadas —susurró.

—S-Sí, Sr. Todd —y de pronto aprendió cómo se volvía a respirar.

Ambos sabían que aquel gesto era lo máximo que podían tener para que sus sentimientos, los de ella en realidad, no interfirieran en su planes. Cuando hay sentimientos todo se obnubila, sabía Sweeney Todd. Los hechos se vuelven confusos y no podemos pensar. No puedo permitirme que los sentimientos puedan con ella. Eso es lo máximo que puedo darle.

Preparó con apasionado cuidado la mesa en la que iban a comer. Colocó los mejores platos y cubertería ya que estaban de celebración, y se permitió sacar vino para variar. Preparó la baraja de cartas para después y esperó con paciencia.

Pronto los pesados y cansados pasos de la Sra. Lovett resonaron en la habitación adyacente. Podía jurar que llevaba esperando aquello todo el día. Se levantó para recibirla. Habían adoptado aquellas maneras de protocolo tiempo atrás, como una broma. Ahora era casi una obligación entre ellos, sino sería mostrar una actitud irrespetuosa hacia el otro.

—¿Dos empanadas? —preguntó extrañado.

—Tenemos un excedente de carne —sonrió dejando ambos pasteles en la mesa y aceptando la silla que el Sr. Todd apartaba para ella.

—Supongo que no tenemos un primer plato —suspiró sentándose y colocándose la servilleta en la camisa.

—Anda, anda, no haga como que tiene hambre. El Juez ha sido suficiente primer plato.

—Sí, la verdad es que sí —permitió que una pequeña sonrisa aflorara en su cara.

—¿Ve? Está mucho más guapo cuando sonríe, debería hacerlo más a menudo —comentó ella de forma amistosa y sincera, sentándose frente a él—. Tengo la sensación de que si sonríe con más frecuencia, el Juez será nuestro plato único y principal, pronto.

—¿Usted cree?

—Estoy segura —sonrió.

Comieron en silencio la deliciosa empanada que la Sra. Lovett había preparado con tanto cariño y esmero, cazando de vez en cuando miradas furtivas del otro, miradas de complicidad y palabras innecesarias.

—Oh, acabo de acordarme de algo —dijo de repente.

—¿De qué, querido? —preguntó interesada.

—Tengo que decirle a la gente que sus empanadas las hacen los ángeles, o quedaremos mal delante del juez —la Sra. Lovett rió con suavidad—. Y algo más.

—¿Ah, sí? —sonrió viendo cómo se levantaba y salía de la habitación. Aprovechó para recoger los platos sucios y preparar la baraja.

—Sra. Lovett, estaba guardándole esto para una ocasión especial. Y aunque hoy ha metido un poco la pata... —comenzó desde otra habitación, sus aposentos, dedujo ella por la distancia—... creo que es preciso que se lo dé en este mismo instante.

El Sr. Todd se quedó parado en el umbral con un pequeño estuche en sus manos.

—Bueno, eso no parece una peluca, querido —sonrió dándose la vuelta.

—¿Le he dicho alguna vez que usted es hermosa?

La Sra. Lovett se obligó a respirar hondo y sonreír. Sabía que no lo decía en ese sentido.

—Alguna vez, sí.

—¿Y que su cabello y su sonrisa, si bien cuidados, podrían competir con los de mi dulce, difunta Lucy, que en paz descanse? —avanzó un par de pasos hacia ella.

—Eso... creo que es la primera vez —se ruborizó.

—Hace unos meses —carraspeó el Sr. Todd, dejando el estuche sobre la mesa de la trastienda, donde habían comido, con suavidad—, tres, si somos exactos, un cliente trajo consigo varias joyas de perlas y diamantes. Joyas que había robado, por supuesto. Mandé desengarzar las piedras preciosas, y que conformaran un collar... para usted.

—¿Para mí? —contuvo el aliento al tiempo que abría el estuche con cuidado, siempre mirando al Sr. Todd, midiendo si sus propios actos eran adecuados.

—Así es.

Tomándola por los hombros la guió hasta el espejo de cuerpo entero que reposaba junto a las tres escaleras que llevaban al altillo. Tomó el collar, que ella ni siquiera había visto aún, y se lo colocó en el cuello al tiempo que quitaba las horquillas que con tanto esmero se ponía por las mañanas. Colocó el cabello enmarcando su cara, como debía ser, guiándolo con la fragilidad de una pluma, un masaje en su cuero capilar.

—Obsérvese, abra los ojos —susurró.

—Oh, Sr. Todd... —suspiró, sintiendo cómo sus ojos se anegaban en lágrimas—. Es... es... precioso. N-no me merezco esto.

—Se merece esto, y más —susurró en su oído, besando su cuello—. Jugaremos a las cartas más tarde, ahora hay algo que debo hacer.

—¿Se va? —toda la alegría que había sentido se desvaneció en un segundo.

—Será poco tiempo. Acomódese, esta sigue siendo su casa —le guiñó un ojo.

El Sr. Todd pellizcó su mejilla con cariño, se puso la gabardina y el sombrero y en unos instantes se hubo ido.

La Sra. Lovett se quedó sola en la tétrica habitación de aquella siniestra casa. De repente parecía que las ancianas paredes del edificio iban a caérsele encima. No pudo evitar abrazarse para contrarrestar el profundo sentimiento de soledad que acababa de invadirla.

Al menos la trastienda era más agradable que el resto de la casa, constando con dos partes: el comedor y el salón. No era una trastienda en sí, las barberías no tienen trasteros o almacenes, pero a ellos les gustaba fingir que sí. Le daba distinción al local.

El comedor no tenía más que un par de sillas y una mesa redonda de madera que solía estar tapada por una sábana vieja y roída llena de manchas, un armario donde guardaban platos y vasos y un pequeño bar para guardar el alcohol. En la esquina, junto a una ventana que se alzaba por encima de los edificios de los abogados y que permitía ver toda la calle, estaba la pila para lavar los platos y la estufa para calentar el té.

Conectado al comedor mediante tres pequeñas escaleras estaba el salón, con dos viejos sofás verdes, un par de mantas nuevas que ella se había encargado de traer, a juego con la estancia. También tenía una pequeña mesa de café y un ventanal enmarcado por sendas cortinas color rojo sangre, como al Sr. Todd le gustaba. Le encantaba observar la calle por esa ventana. La Sra. Lovett tenía la sensación de que esperaba ver aparecer a Lucy de un momento a otro, pero jamás lo haría. Se había ido, y no volvería. Cuanto antes lo aceptara, mejor.

Suspiró y se miró en el espejo. Era un collar bonito de veras, junto con toda la implicación emocional que llevaba. Por fin uno que podía vestir sin miedo.

Qué hombre, suspiró subiendo los tres escalones y sentándose en el sofá que a ella le tocaba; el que estaba directamente frente a la ventana, detrás de la mesa de café. Era el sitio de honor, ella lo sabía. El Sr. Todd siempre se sentaba ahí cuando no estaban juntos, como bien atestiguaba la marca de sus posaderas en los cojines. Por eso le gustaba.

Se quitó la parte externa del vestido y se acurrucó bajo la manta.

Un respiro, por fin.