CAPÍTULO 001

Evitaba cruzar aquel parque. Siempre lo hacía. Y era una auténtica pesadilla. Porque rodearlo suponía un retraso de veinte minutos. Pero era incapaz de atravesarlo. Recordó haberlo intentado una vez. Recordó los sudores. Los recuerdos. El miedo. Las ganas de echar a correr. Su rostro. Su última sonrisa. Su última vez. Aquellas caricias escondidas. Aquel amor prohibido. En el lugar secreto. Su árbol.

La única vez que podía atravesarlo era cada 10 de mayo. Con el único objetivo de volver a verla. Tropezarse con ella. Abrazarla. Estrecharla entre sus brazos. Y amarla.

Volvió a quedarse inmóvil ante la entrada. Sus piernas no respondieron. Miró a ambos lados. La vida continuaba para todos aquellos que caminaban por su lado. Ajenos a su angustia. A su dolor. Ocho años habían pasado. Ocho años en los que había recordado, día a día, su última imagen. Aquella mirada llena de decisión. Cuando tras dar varios pasos, se giró hacia él y le susurró 'Esta fue la última vez. Nuestra despedida.'

Rememoró sus sensaciones. Su angustia profunda. Su incredulidad. No la volvió a ver. Llamó. Llamó, una y mil veces, a su número, sin respuesta. La buscó en su apartamento. Llegó tarde. Un día después de su mudanza. Y le invadió el vacío. Un vacío absoluto.

Dejó de ser quien era. Sus sonrisas desaparecieron. Sus noches de insomnio se multiplicaron. Y se dedicó a escribir. Simplemente, a vomitar todo lo que invadía su interior. Miró el reloj. Tenía tiempo de sobra de cruzar el parque. Saludar a aquellos patos del estanque y seguir, un año más, con su vida.

Caminó. Arrastrando sus pies por la arena del camino. Esquivando a varios ciclistas y a varios niños, jugando. Intercaló su mirada entre el suelo y el horizonte. Buscando. Siempre buscando. Y cada año, la esperanza se desvanecía al llegar al estanque. Durante varios minutos miraba hacia un lado y hacia el otro. Y, después, se sentaba en un banco. Esperando. Pero, ante él, solo acudía la nada.

Y, ahí estaba. Sentado de nuevo. Su mirada fija. En un punto. Hacia el infinito. Se aisló. Recordó. La primera vez que pasearon juntos. Aquel instante en el que, en el mismo banco, sus labios se rozaron con los de ella. Ese escalofrío. Esa sensación de tocar el cielo. Ese pequeño tembleque en su labio inferior. Llegaron recuerdos. Nostalgia. Aquella tarde, tras una increíble nevada, corriendo, cayendo al suelo, dando vueltas, besándose.

No pudo evitar una media sonrisa al ver imágenes furtivas de aquel tronco, donde registraron sus nombres. Dentro de una leyenda de amor. Esa en la que prometían amor eterno. Pero, en su caso, no fue así. Para ellos, esa leyenda, no había resultado efectiva.


- ¡Alexis, ten cuidado! - se escuchó a lo lejos, tras él. Y una niña de ocho años, rubia, de ojos azules, llegó corriendo hacia el estanque, feliz, buscando a los patos.

Richard sonrió. Aquel nombre... Cerró los ojos. Aspiró el aroma del día. Pero al abrirlos de nuevo, se levantó como un resorte. Frente a él, junto a la pequeña, estaba Kate. Como siempre. Elegante. Firme. Responsable. Y con uno de sus tantos gorros y sombreros en su cabeza.

Caminó hasta ella. Se quedó a escasos dos pasos. Kate, junto a aquella niña, daba de comer a los patos.

- Kate... - susurró. Y su respiración se paralizó. Rezando para que no fuese una ensoñación.

Katherine se volvió al escuchar su nombre. - Rick... - la bolsa de su mano cayó al suelo.

- ¡Mami! Que los pobres patitos se van a quedar sin su comida. - se volvió Alexis quejándose, al ver como caía la bolsa, pero al fijarse en aquel extraño, frente a ellas, sonrió - ¿Lo conoces mami? - preguntó curiosa.

- Sí... - susurró su madre.

- Alexis... - pronunció Richard, bajito.

- ¿Me conoces a mí? - le preguntó atónita.