Disclaimer: Todos los personajes y la traba de Saint Seiya no son míos, son de su autor y quienes pagaron sus derechos.

A Monse, otra vez.


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Dioscuros

Por Nekane Lawliet

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1.- Agonía

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La Muerte acecha a Saga.

No importa ya nada de lo que alguna vez imaginó. No importan las victorias, ni la eukleés thánatos con la que tanto soñaba. No importan la grandeza de su destino, el respaldo de sus estrellas, de su mito ni el gran poder que presumía. Su vida se apaga lentamente en medio de delirios sin sentido, fiebre y una súplica muda por la misericordia divina, por el alivio definitivo de sus dolores. La muerte, enemiga de La Diosa y los suyos, le susurra al oído, lo seduce y le arrastra con ella al Inframundo.

Lo miro morirse desde la esquina más oscura de la habitación, esa que la luz de las lámparas no alcanza a iluminar, perdiéndose en las sombras. Aquí me oculto, me hago pequeño y ruego porque nadie me note, nadie me mire. Siendo quien soy, esto no debería preocuparme, nunca nadie me ve, nadie me presta atención. Soy invisible. Vivo, respiro, camino esta tierra sagrada, sirvo sus comidas y es como si no lo hiciera, como si no estuviera aquí. Soy una sombra, un fantasma.

Su sombra. Su fantasma.

Me he vuelto muy bueno en no estar, en no ser: ni me han oído llegar, llevo horas aquí y ni me han notado. Yo sólo veo y me mantengo en silencio preguntándome cómo es que todavía nadie se percata de los retumbos alocados que pega mi corazón.

Aquí dentro todo es silencio y zozobra. Sólo podemos esperar el fatal desenlace que, aseguran los sacerdotes, será hoy. Pero es incierto, llevan diciendo que será su última noche hace ya más de treinta noches. No me sorprende, la verdad sea dicha, Saga no es un cualquiera entre muchos otros, es quien es y no iba a irse tranquilamente a las puertas del Érebo sin pelear. No es como yo: no es un mortal pelele, no es un fantasma, no es una sombra. Es un hijo de la luz, es un guerrero, un elegido de las estrellas, un ungido de Atenea. Es un Santo. Y lucha, lucha y lucha, es todo lo que sabe hacer. Se aferra a la vida, pelea sin descanso, sin temor, sin flaqueza y vence y sobrevive en esta batalla que otros han perdido en apenas pocos días.

Me pregunto si no se cansa de ser tan magnífico. Lo miro y dudo que nos haya parido la misma mujer. Y lo odio y quiero que pierda por una vez; deseo que su grandeza se desmorone, que sea derrotado y muera aullando de dolor. Pero me espantan mis propios pensamientos e intento alejarlos de mi mente, me trago tan ponzoñosos deseos y trato de sustituirlos por plegarias.

No tenemos permitido tener miedo—repite Saga en mi cabeza. Aquel, su mantra personal, me ha perseguido toda mi vida llenándome de culpa y rencor por no ser como él. Yo siempre tengo miedo: le temo a los dioses, le temo a mi propia maldición y le temo a él, sobre todo a él, y a su destino, que es el nuestro.

Me pego a la pared y siento alivio por el momentáneo frescor de la piedra fría. Hace un calor como el infierno, me cuesta respirar y mi aliento contenido contra el cuero de mi máscara, mi cara, me sofoca. El sudor se cuela por los bordes de la máscara, se me mete a la boca, a los ojos. Me duelen las articulaciones por la tensión y la inmovilidad y el silencio me pesa en los hombros. Intento llenar mis pulmones de aire, intento tranquilizar mis ansias de ser un cobarde y salir corriendo, pero lo poco que la máscara me deja inhalar me desencadena náuseas. Apesta a sudor agrio, incienso y enfermedad.

Saga se muere y nadie puede hacer nada. Fue derribado por el mal que trajeron consigo los refugiados que él mismo insistió en que se admitieran. Venían huyendo del azote de los dioses, pero traían consigo esta desconocida maldición, la esparcieron por el Santuario y a día de hoy se cuentan cincuenta y ocho víctimas. Saga no pudo huir de él, aunque resiste como nadie; pero la enfermedad es extraña, nadie sabe qué es o cómo combatirla. Ni el Patriarca, ni el médico traído desde oriente, ni el sabio lemuriano de Jamir, ni el anciano maestro Libra, ni las mujeres que conocen los secretos de las hierbas, ni los sacerdotes de La Diosa. Morirá y como siempre ha hecho va a dejarme atrás. Se irá sin importarle lo que sea de mí.

Morirá sólo para recordarme que sin él no soy nadie, que ésta, mi remedo de identidad, sin él no vale nada. Sin él no soy la sombra de nadie, no soy la maldición de nadie, ni el castigo, ni el fantasma. Si Saga muere ¿qué seré yo entonces?

Se me ha puesto la vista borrosa, necesito aire fresco. Pero no me muevo a pesar de mis deseos y las razones son inciertas incluso para mí. Él sólo está ahí, peleando por no morirse y a la vez pidiendo que su hora final llegue y yo…yo sólo quiero que él me llame, que pronuncie mi nombre y me sea permitido acercarme a su lecho. Pero tal cosa es un deseo vano. Aun cuando supiera que me encuentro aquí, él no me llamaría jamás. No soy nadie y en cambio le llama a él, a su igual, a su nuevo y verdadero hermano que es tan divino como él.

—Aioros…—gime—, Aioros…—suplica.

La rabia me revuelve las entrañas y me llena la boca de un amargo sabor. Que se muera ya, con un demonio.

El rubio Centauro acude presuroso al llamado, se arrodilla junto a él y le pone la mano en el hombro. No dice nada. No puede decir nada. Sólo reza y reza. Lleva rezando desde el primer día, si no pasa sus horas en la Fuente de Atenea, las pasa en el Altar de Higía o Yaso y en su cuerpo aún se pueden vislumbrar las marcas de sus sacrificios a Asclepios. Aioros ha suplicado hasta el límite de su orgullo y ha ofrendado a los dioses todo cuanto posee, pero éstos se niegan a escuchar.

—Vas a estar bien, Saga—le dice al otro con una seguridad que resulta absurda—. Una fiebre no puede matar a Saga de Géminis…

¿Cuántas veces le he oído esas palabras? Esto no es sólo una fiebre. ¿Cree que decirlo de esa manera va a ahuyentar a la muerte? No convence a nadie, ni siquiera a sí mismo, pero lo sigue repitiendo. Saga suspira y Aioros se lleva una mano a la cara para cubrir sus ojos, que escurren lágrimas de impotencia. Y yo sólo miro. Soy yo quien comparte su sangre, quien comparte su rostro, pero estoy aquí en mi rincón oscuro, silente e invisible. Olvidado.

Los envidio. Los odio. Otra vez deseo con mucha fuerza que la Muerte se lo arrebate a Aioros como él me lo ha arrebatado a mí. Es sangre de mi sangre, es mi hermano, es mi gemelo; que nunca fue mío porque me lo quitaron y se lo dieron a él.

Siento que alguien me toma del brazo y afloja mi tensa posición. Su mano toma las mías y me obliga a abrir los puños; los tenía tan apretados que se me han saltado las venas y me he herido las palmas con las uñas. Nos miramos, me sofoco de nuevo y tengo que cerrar los ojos buscando no desplomarme. Su mano áspera, rugosa, tosca, acaricia mi nuca con afecto: él sabe de mis oscuros pensamientos, de mis deseos malsanos y de mi culpa, de mi miedo. Me entiende y trata de consolarme.

Mi padre es el único que me ve.

De cuclillas junto a mí, es tan invisible como yo. Se agazapa a la oscuridad, se funde en las sombras y se traga su terrible desdicha. Dejo de mirar la agonía de Saga para ver la de mi padre, que está más sombrío que nunca. Puedo verle la tristeza en cada pliegue de su piel, en cada arruga alrededor de sus ojos. Tiene miedo, como yo y quiere llorar; pero como yo no lo hará. No aquí. No frente a ellos que no comprenden lo que es perder dos veces al mismo hijo.

Saga no es nuestro, nunca fue mi hermano y nunca fue hijo de mi padre, él perteneció a La Diosa desde antes de nacer y es hijo de otro semidiós: es hijo de Alexandros de Géminis, único padre digno de un hijo como Saga.

—Vámonos—me susurra muy bajo, tan bajo que he tenido que leerle los labios. Asiento, a la vez aliviado por tener una razón para largarme, a la vez temeroso de que él muera y yo no esté. Aunque no sé bien para qué quiero estar.

Se levanta y como sombras nos arrastramos hacia la puerta. Nos vamos y nadie nos ve salir. Me detengo un momento para recuperar aire, respirando profundamente la corriente fresca de la madrugada que transita el pasillo. Tallo mi cara, estiro mis articulaciones y mi padre me espera con paciencia a pesar que se hace tarde para iniciar con el trabajo.

—Tú debes ser Kanon— dice detrás de mí una voz que conozco bien. Me paralizo aterrado de sus palabras. Nadie que no sea mi padre me llama así nunca, ni siquiera Saga. Mi nombre es un secreto, un tabú, un mal augurio y yo mismo tengo miedo de oírlo pronunciarse. Me he quedado como piedra, ninguno de mis miembros responde a mis órdenes de huir, sólo mis manos que tiemblan incontrolables.

Cruzo una mirada con mi padre antes de girar lentamente para darle la cara a quien me habla. Está tan aterrado como yo ¿cómo no?

—Lo soy, mi señor—respondo con un gemido. Mi voz, de por sí amortiguada contra la máscara, suena aún más pastosa y apagada por el miedo. Frente a mí, Alexandros de Géminis me mira con sus ojos desiguales; uno claro como el cielo y el otro teñido de sombras, erguido en toda su imponente altura y portando la armadura, que todavía es suya. Bajo la mirada y retrocedo el mismo paso largo que avanza en mi dirección, topándome de espaldas con mi padre. Él me sostiene y en los brazos siento el temblor de sus manos, que de todas formas me atraen más hacia él, como si quisiera sacarme de ahí, lejos de ese hombre. Ojalá pudiera hacerlo.

—¿No tienes una cuota que cubrir, pescador? —le dice el Santo a mi padre con su acostumbrada voz de mando, con su acostumbrado tono de desprecio hacia los que somos tan poca cosa.

De alguna manera, papá encuentra el valor para responder.

—Sí, mi señor. Para allá vamos—le dice y acompaña a sus palabras con un paso hacia atrás, en el que me jala con él.

—Ve entonces—ordena—. Tú te quedas— me dice.

Alexandros no se preocupa en dar ninguna explicación e insta a mi padre a marcharse antes de ganarse alguna consecuencia terrible. Mi padre, un hombre bueno sin rastro de maldad o furia, obedece dócil no sin antes apretarme un poco los brazos y soltarme, intentando brindarme un poco de seguridad, pero es en vano, estoy horrorizado. Quiero pedirle que no se vaya, que no me deje solo con él. Alexandros me aterroriza y no puedo evitar temblar con solo mirarlo de lejos.

—Saga va a morir—empieza. Me sorprende el tono tan afectado con que lo dice. Se nota que le ha costado pronunciar esas palabras y tiene que carraspear para deshacer ese nudo en su garganta—. Iba a presentar juramento en la Panateneas.

No me mira mientras habla y tampoco le preocupa si le he entendido o no. Pero comprendo bien, lo que ha dicho no es información nueva para mí; aquello es algo que se viene comentando en mi villa y en el Santuario entero hace meses y el propio Saga no paraba de hablar del asunto, con lo poco que habla…

Y es que no es sólo que Saga sea el mayor de todos los herederos, el hijo mayor, el guía y el ejemplo. Representa la renovación del Zodiaco; es el primero de ellos y el único líder probable para dirigir a la generación que enfrentaría los peligros para los que el Santuario se había preparado durante dos siglos. Saga recibiría a La Diosa en el momento de su nacimiento, iban a nombrarlo candidato al Patriarcado.

—No espero que entiendas el peso del destino de tu hermano, pero su muerte llega en mal momento. Los otros son aún muy niños, dependen demasiado de su consejo, de su guía, de su existencia.

He notado bien cómo ha incluido a Aioros en el grupo "de los niños" dependientes. Por supuesto que entiendo. Entiendo mucho más de lo que todos creen. Sé bien quién es él, se bien con qué propósito nació y conozco su destino a cada palabra. Sé que es el Santo perfecto, el guerrero ideal, el líder nato, el estratega más brillante. Su honor es incuestionable. Su estrella la más resplandeciente. Aioros acudía a él por consejos y cuando alguno de los otros hijos flaqueaba, les inyectaba bríos más efectivamente que sus padres. Es Póllux, el divino.

—Es vedad, mi señor, no entiendo…

—Tienes oscurecido hasta el pensamiento—. Percibo su desprecio, su rencor. Me detesta y no lo culpo—. Tu existencia es un despropósito, Kanon—. Lo ha dicho de nuevo, mi nombre. Mi nombre siempre está sucedido por la desgracia, por eso le temo tanto a lo que sus dos veces invocación, esté augurando para mí o para cualquier otro.

—Así es, mi señor…

—Bueno, ahora lo tendrás—dice acercándose. Su expresión es extraña, es rígida, dura y determinada. Ha tomado una decisión inamovible y aunque la desconozco, comprendo que soy el protagonista. Comprendo que sea lo que sea que va a hacer, va a torcer los hilos de mi vida.

Sus manos grandes que muchas batallas han librado, se acercan peligrosas a mi cara. Son como las fauces de Caribdis. Me encojo en mi sitio, me ovillo pegando el pecho a mis rodillas. Estoy temblando, siento lágrimas llenándome los párpados, pero no le conmueve mi miedo y sus manos continúan su camino. Aplasto la máscara contra mi cara cuando siento las correas aflojándose, intento apretar los seguros de nuevo, devolverla a su sitio, pero él no me deja y me quita el cuero. Se lo lleva, me arrebata lo único seguro que tengo en mi vida.

Siento el aire frío contra la piel de mi cara y nunca me he sentido más desnudo. Estiro una mano para intentar recuperar mi rostro. Pero él habla antes y lo que dice me petrifica:

—Te entrenaré—dice con calma, mirando la máscara y mirando mi rostro al tiempo. Es la primera vez que me ve sin ella y parece que lo que ve le sorprende. Sus palabras sueltan escalofríos por mi cuerpo, me cubro la cara con las manos, siento que mi estómago y mis pulmones se han hecho pequeños. No puedo respirar—. Tomarás su lugar…

—No…—murmuro. Más que una negativa es una súplica—. No…

—No hay opción—condena. Toma mi brazo y me arrastra junto a él con rumbo desconocido. Intento resistirme pero mis acciones no tienen propósito, soy demasiado débil, demasiado pusilánime. Él es un Santo de Oro, yo sólo soy Kanon—. Los otros no volverán hasta que estemos seguros de que la enfermedad se ha acabado. La recuperación de Saga no debería sorprender a nadie más de lo necesario. A partir de hoy vivirás conmigo en Géminis, responderás al nombre de Saga y no hablarás con nadie que yo no autorice.

—No puedo…—balbuceo patético con un hilo de voz. Ni yo he entendido mis palabras agudas y débiles.

—Yo haré que puedas.

— Mi padre. Debo avisar a mi padre—digo entonces con desesperación. Tirando en la dirección contraria en que él lo hace, intentando escapar aunque sea imposible.

—No tienes más padre que yo.

Mi corazón pega una carrera frenética. Siento el calor de mi cuerpo acumularse en mi cabeza, todo me da vueltas. Quiero vomitar, quiero desmayarme, quiero gritar. El destino de Saga es demasiado grande, su carga demasiado pesada. Yo no puedo con ella, yo no puedo cargar con esa responsabilidad. Sólo soy el hijo de un pescador, yo tejo redes, cargo con la cuota y la reparto a las cocinas. Yo llegué a este mundo sin compromisos, mi destino es simple y banal. Yo, que maté a mi madre para nacer, soy un mal augurio no un Santo. Soy cobarde, miserable, no soy un guerrero. Uso una máscara para ocultar el rostro que he robado al semidiós, tengo rapada la cabeza para no mostrar el cabello que pertenece al semidiós, bajo la mirada porque mis ojos son los ojos del semidiós. Yo soy mortal, pusilánime, débil. Se supone que soy invisible, que soy un fantasma. ¿Porqué él me vio? Soy el gemelo oscuro, el gemelo mortal, la estrella maldita, la estrella de la desgracia.

Soy Cástor.

Yo tengo miedo siempre.

Yo no soy Saga.

Yo no quiero ser Saga.

Mi destino no es este.

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