Las Ruinas del Deber
La comandante se abrió paso entre sus guerreros al llegar al campamento. Las antorchas iluminaban el ajetreo de hombres y mujeres yendo de un lado a otro, encendiendo fogatas, entrando a sus tiendas de campaña y arrojando sus armas con un ruido estridente. Otros más se detenían a lo largo de los límites del refugio mientras esperaban a sus hermanos recién liberados y las órdenes de su Heda.
Lexa volteó hacia atrás, con la mano izquierda aún aferrada a la empuñadura de su espada. Con los nudillos blancos por la fuerza de su agarre. Su mandíbula tiesa mientras apretaba los dientes con firmeza.
No tardó mucho en ver entre las sombras que aquellos que habían estado cautivos en la montaña descendían con torpeza hacia el claro donde se hallaba apostado el campamento, acompañados por decenas de sus guerreros que los protegían en sus flancos, en el frente y en la retaguardia.
- ¡Proporciónenles ropa, alimento y vean que estén bien atendidos! – gritó la comandante a su gente.
- ¡Sha, Heda! – proclamaron los guerreros más próximos a ella y se dieron de inmediato a la tarea.
Algunos guerreros se apresuraron a socorrer a sus compañeros recién liberados quienes caminaban con dificultad por la desnutrición y el entumecimiento de sus extremidades al estar confinados en míseras jaulas. Otros guerreros se dispersaron a lo largo del campamento en búsqueda de comida, cobijas, ropa y hierbas medicinales.
Eran muchos. Muchos cuerpos desgastados y lacerados regresando a su añorado bosque.
Lexa los observaba pasar frente a ella, asintiendo en silencio ante las miradas y palabras de agradecimiento que le ofrecían al verla ahí, resguardando su paso.
- Heda – llamó Indra, colocándose a su lado.
- ¿Cuántas almas, Indra? – Preguntó la comandante.
- Un poco más de 150, Heda –
Un pesado suspiro brotó de los labios de Lexa. -¿Y qué hay de aquellos que fueron convertidos en carroñeros? –
- Una docena. No fue posible recuperar con vida a más, Heda.
Lexa sentía que sus dientes se romperían con la tensión en su quijada. Como siempre, sólo movió levemente su cabeza en señal de consentimiento. Una docena de sus guerreros rabiosos era mejor que nada.
- Elige algunos de tus soldados y preparen una lista con los nombres de todos los que han sido rescatados. – Ordenó Lexa – Quiero esa información cuanto antes.
- De inmediato, Heda.
- Y encuentra a Nyko. Necesito hablarle –
- Sha, Heda.
Indra se alejó con rapidez, gritando órdenes a sus soldados y desapareciendo entre la muchedumbre.
La comandante permaneció allí, estoica ante su gente, mientras supervisaba el ingreso de los carroñeros que eran traídos con las manos y pies atados. Sus gruñidos y gritos eran socavados por mordazas, pero sus ojos no perdían esa hambre de sangre, esa furia incontenible. Se sacudían como peces atrapados en una punta de lanza, pero los guerreros los sujetaban con firmeza haciendo lo posible por no infligirles más daño.
¿Qué clase de monstruo se atrevería a convertir a los hombres en tales bestias?
Un monstruo que haría todo por sobrevivir. Cualquier cosa.
Lexa tragó saliva y sus ojos destellaron por la humedad en ellos. Hizo acopio de todas sus fuerzas para evitar que las lágrimas escaparan. No ahí, no frente a su gente, no ahora. Nunca.
- Ai laik hir kom badan yu, Heda –
Las palabras de Nyko trajeron de vuelta a la comandante de ese oscuro sentimiento y la anclaron al momento presente. Sin perder su fría compostura, Lexa movió su cabeza ligeramente señalando en dirección a los carroñeros que estaban siendo casi arrastrados hacia donde estaban.
- Nyko, encárgate de ellos. Manténganlos aislados en un área alejada de los heridos y vigílenlos. Salva a los que puedas. – Ordenó Lexa.
- No estoy seguro de que podamos curarlos sin el arma eléctrica de Skaikru, He…
- Arréglatelas. – interrumpió Lexa – Mantenlos vivos hasta que la droga salga de su sistema. Haz lo que los skai kru te enseñaron.
- Sha, Heda – proclamó Nyko, dio media vuelta y alzó la voz para indicar a los guerreros que custodiaban a los carroñeros que lo siguieran - ¡Komba raun hir! –
El corpulento hombre se alejó a zancadas de ahí mientras los soldados le pisaban los talones mientras los carroñeros colgados de sus brazos se zangoloteaban con desesperación intentando liberarse.
La comandante se mantuvo en la periferia del campamento siguiendo con la mirada el ajetreo. Escuchando atenta las elevadas voces de sus hombres y mujeres que intentaban poner el caos en orden. De repente, impulsada por una sensación incontrolable, fijó sus ojos hacia arriba, más allá de la copa de los árboles. La montaña. Mount Weather.
Algo en lo profundo de ella se retorció, se resquebrajó. Su pecho se sentía oprimido, el aire que entraba a sus pulmones era denso, helado. Le costaba respirar.
Su mano se ciñó a la empuñadura de la espada queriendo fusionarse con ella. Su mandíbula temblaba.
La montaña.
Clarke.
Lexa se forzó a darle la espalda a esa escena en penumbras, a esa silueta altiva que se erguía ahí, gritándole en silencio. Sus piernas comenzaron a moverse, pesadas, vacilantes. Se dirigió hacia su tienda con tanta velocidad como pudo. Cabeza erguida, ojos glaciales. Nadie podría saber que se derrumbaba con cada paso. Ella era Heda, la desalmada comandante de la gente del bosque. Clarke había acertado con esas palabras. Desalmada.
Vaya manera de probarlo.
Lexa levantó la entrada de tela de su tienda e ingresó rápidamente. Inhaló profundo, cerrando los ojos. Buscó aire como si fuera la primera bocanada después de estar a punto de ahogarse. Y así era. Justo así se sentía.
Abrió los ojos. El panorama frente a ella le perforó el corazón.
Eran sus aposentos, sí. Pero habían cambiado. Eran distintos, se sentían distintos. Su trono hecho de ramas y de astas. La mesa de madera en el centro cubierta de mapas, pergaminos. El cofre oxidado cubierto de pieles.
Imágenes surcaban su mente sin cesar. Clarke avanzando desafiante hacia ella y arrinconándola contra el cofre, traspasándola con sus ojos y con esas palabras: "Yo puedo ver justo a través de ti".
La chica skai kru confrontándola, siempre confrontándola. Empapándola con esa insistente mirada azul, más azul que el mismo cielo.
"No todos. No a ti"
Lexa apretó los labios.
Lo había hecho. Había terminado haciendo lo que esas palabras contradecían.
Había sacrificado a su gente, a los Skaikru y a ella, a Clarke. Ella.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
"Confío en ti, Clarke"
"Tal vez la vida sea más que sólo sobrevivir, ¿acaso no merecemos algo mejor que eso?"
El beso. Ese inocente, espontáneo e iluso beso.
El mundo como lo conocía se había colapsado en esos labios, en ese estremecedor roce con la mujer del cielo.
La comandante sintió que su cuerpo temblaba al recordarlo todo. Su sangre hervía en contraste con la tormenta de hielo en su alma.
Caminó apresurada hacia ese lugar en el que había estado parada Clarke justo cuando había osado besarla y golpeó la mesa con la parte lateral de su puño derecho con todas sus fuerzas mientras un grito de furia salía de su boca.
Permaneció ahí, con su antebrazo tembloroso recargado en la mesa, agachada, cerrando los ojos para impedir que las lágrimas salieran.
"Hacemos lo que debemos hacer, Clarke"
"Crees que nuestros modos son duros, pero así es como sobrevivimos"
- ¡Heda! – gritaron dos de sus hombres entrando a su tienda para ver lo que había ocurrido.
- ¡Váyanse! – vociferó la comandante sin siquiera voltear a verlos. - ¡Bants!
Confundidos, los soldados hicieron una veloz reverencia y se fueron.
Lexa respiraba entrecortada y con vehemencia mirando sin realmente ver los papeles en la mesa frente a ella.
- Hacemos lo que debemos hacer – musitó para sí misma. No sabía cuántas veces había dicho esas mismas palabras a la gente, una única vez a Clarke, y quizás cientos a sí misma. Pero hoy no bastaban. Esa noche esas palabras se sentían vacías, someras. No eran suficiente para calmar sus latidos, la aprehensión en su pecho.
Heda había hecho lo correcto, su deber para con su gente era primero. Siempre. El juramento de sangre, con su sangre y la de otros lo era todo para ella. Sin embargo, Lexa… Para Lexa esa decisión había sido devastadora. Todo mente, nada corazón. Y era precisamente este último el que dolía, el que gritaba, el que había caído a un abismo sin fondo en el momento en el que había cerrado el trato con los hombres de la montaña para después hacerse añicos ante el dolor y la decepción en la mirada de Clarke al darse cuenta de su traición.
Para que Heda viviera, Lexa tenía que sacrificarse a sí misma. Ese siempre había sido su camino, su verdad. Su única forma de vida.
