Prueba
Contempló al cuerpo que yacía muerto ante sus ojos y luego miró a Edward, horrorizada.
Sabía que no faltaba mucho tiempo para que se encontrara con el olor de la sangre y no pudiera tener control sobre si misma.
Corre, le dijo una voz en su cabeza, y no lo pensó dos veces. Comenzó a correr con esa nueva agilidad que tenía, y el viento pasó silvante en sus oídos.
Aún así, su tranquilidad no duró mucho, pues el olor metálico de la sangre pronto invadió, aunque muy sutilmente, sus fosas nasales. Disminuyó la velocidad hasta parar. Sus ojos se dilataron y cambiaron de color hasta fijarse en un color negro como la noche. Empezó a temblar. Cerró los ojos.
Por favor no, por favor no. Imploraba a su mismo ser. A su conciencia. Creía poder resistir el impulso salvaje que la iba a poseer por completo. Creía poder hacerlo dada la debilidad de la ráfaga de olor a sangre. Los temblores comenzaron a remitir.
Contrólate Isabella. Contrólate. No dejes que te gane. No! Seguía tratando de ganarle al instinto de mounstro que ahora era parte de ella.
La mente domina la materia le había dicho Edward una vez. Ella debía ser capaz de resistirse.
Pero no estaba segura de poder resistir mucho más. No podía echar a correr nuevamente, porque estaba segura de que sus piernas no la alejarían del cuerpo sangrante. No. Tenía que hayar la manera de... atarse a un árbol, o algo.
Comenzó a temblar nuevamente, y la inundó el pánico. O más bien, el pequeño rincón de su ser que no era dominado por un deseo salvaje de sangre, se inundó de pánico. Sabía que estaba perdiendo la lucha.
No, no, no! No te rindas! Su inconciente no quería rendirse. No para arriesgar lo que tanto les había costado a los Cullen.
Todo ese esfuerzo no iba a ser ella quien lo tirase a la basura.
Pero no podía controlarse más... Cada segundo que luchaba contra su naturaleza era un segundo que se debilitaba más su fuerza de voluntad.
De pronto, cuando ya no era capaz de más resistencia, el olor metálico y precioso de la sangre comenzó a mezclarse, cada vez en forma más potente, con el olor que ella más amaba en el mundo.
El aroma que emanaba del cuerpo de Edward.
Y de repente, él estaba ahí con ella. Sonriendo con esa sonrisa torcida que –antes- le aceleraba el pulso.
La besó con esos labios tan helados como los suyos propios.
