LA MAGIA QUE NOS UNE
Capítulo 1
Residencia de los Malfoy, algún lugar de la campiña francesa
Narcissa estaba desayunando cuando llegó la carta. Un elfo se apareció junto a ella y dejó el sobre en la mesa junto a su ama, y luego desapareció de forma profesional y eficiente. Todos en aquella casa sabían que a Narcissa Malfoy no le gustaba ser molestada mientras desayunaba. Para la mujer, su paz era muy importante.
Sin embargo, aquella mañana no tendría suerte.
Dio un sorbo a su té mientras observaba con una ceja enarcada la carta. El sobre era de un beige claro, y solo había escrito «Señor y señora Malfoy» en tinta negra. Ni dirección ni remitente. Aquello era, como mínimo, digno de atención.
Narcissa dejó la taza en su platillo y cogió la carta entre los dedos. Estaba débilmente sellada, así que no le costó mucho despegar la solapa. Sacó con sus largos dedos una tarjeta del mismo color, que sus ojos azules escanearon rápidamente. Había escrito un nombre, una dirección, una fecha y una frase.
El nombre era de un hombre al que no había vuelto a ver en veinte años. La dirección, un cementerio. La fecha, el día siguiente. La frase… La frase era «El bloqueo desaparece junto con su creador».
El único signo de angustia que dio la mujer fue un ligero temblor de la mano con la que sujetaba la tarjeta. Con lentitud, volvió a introducir el trozo de papel en su sobre y dejó la carta tan lejos como le permitió su brazo. Se puso a mirar por la ventana con los labios fruncidos. Aquella era una noticia de lo más desagradable.
—¿Qué te pasa, querida?
Lucius entró al comedor y se sentó a la mesa tras dar un beso en la frente a su mujer. La tetera se movió sobre su taza y le sirvió un poco de té, del que bebió con rapidez.
—Tenemos un problema, Lucius. Theophilus Wadlow ha muerto.
Lucius reparó en la carta. La abrió con rapidez y leyó las pocas palabras escritas dentro. Se atragantó con el té; empezó a toser y hasta se puso rojo. Cuando pudo volver a respirar con normalidad, soltó un par de maldiciones entre dientes.
—No seas tan vulgar, querido —sermoneó su esposa con una ceja enarcada.
Lucius dejó el sobre encima de la mesa y se levantó; se le veía agitado. Empezó a pasearse por el amplio comedor, con las manos a la espalda. Era algo que hacía cuando se ponía nervioso. Narcissa, en cambio, prefería permanecer quieta y reflexionar sobre el problema.
—¡Mierda! —Miró de reojo a su esposa al soltar la palabrota, pero ella no dijo nada—. ¡¿Qué hacemos ahora?!
Narcissa removió su té tres veces antes de dar otro sorbo. A esas alturas, Lucius estaba al borde de la histeria; ella era demasiado elegante para admitir que le encantaba sacar a su marido de sus casillas, pero la verdad era que disfrutaba de su estado de crispación.
—Bueno, desde luego esto es un inconveniente. El señor Wadlow podría haber tenido la decencia de esperar unos cuantos meses para morirse —señaló con cierto fastidio.
Lucius se pasó una mano por el pelo, despeinándose en el proceso. Era un gesto que Draco también había heredado y que resaltaba el atractivo de los dos hombres.
—¿Crees que lo habrá notado ya? —preguntó, deteniéndose para mirar a su mujer.
Narcissa abrió la boca para responder, pero no podía fingir estar segura sobre algo que escapaba a su control. Si todo aquel embrollo hubiera dependido de ella, no habrían necesitado acudir a Theophilus.
—Supongo que pronto lo sabremos. Si oyes que tu hijo empieza a gritar, es que la conexión se ha restablecido. —No pudo evitar esbozar una sonrisilla: la situación le parecía graciosa, a pesar de todos los dolores de cabeza que probablemente les traería a corto plazo.
—Menudo consuelo —masculló Lucius. Al final, volvió a sentarse y siguió desayunando, aunque sospechaba que la comida iba a sentarle como un Rictumsempra.
Apartamento de Hermione Granger, Londres
Cuando la alarma empezó a sonar, Hermione frunció el ceño. La melodía se coló en su sueño; no encajaba allí, y tardó varios segundos en darse cuenta de que tenía que levantarse. Con un gruñido, tanteó su mesilla de noche hasta apagar el sonido infernal. Se acurrucó bajo las sábanas, pero su lado responsable ganó la batalla y se giró boca arriba. Se quedó quieta un rato, con los ojos cerrados.
Finalmente, soltó un suspiro resignado y apartó las sábanas a un lado. Abrió los ojos y se incorporó; sus pies tocaron el suelo frío y buscó a tientas las zapatillas. Tendría que estar vistiéndose y desayunando ya si no quería llegar tarde al trabajo, pero aquel día estaba más perezosa que de normal. Se levantó y descorrió las cortinas; afuera, la calle estaba tranquila: el quiosco de la esquina subía la persiana, un par de hombres desayunaban en la cafetería de enfrente y un chaval recorría la calle escopetado en su bicicleta. Nada fuera de lo habitual.
Y sin embargo, el vello de su nuca se erizó; su sexto sentido intentaba advertirle de que algo no encajaba.
Se giró lentamente. Y soltó un grito.
Había alguien a unos metros de su cama. Era un hombre de su edad, enfundado en un traje negro con corbata del mismo color sobre una camisa blanca. Tenía el rostro anguloso, con una mandíbula bien definida. Sus labios finos estaban entreabiertos y tenía los ojos grises clavados en ella con desconcierto. Hacía años que no lo veía, pero esos ojos claros y ese pelo blanquecino eran inconfundibles.
¡¿Qué coño hacía Draco Malfoy en su casa?!
Sin pensárselo dos veces, Hermione cogió la varita que siempre dejaba en su mesilla de noche y apuntó al intruso.
—¿Granger? —preguntó él. Parecía tan perplejo como ella, aunque Hermione no le dio tiempo a decir nada más.
—¡Desmaius! —exclamó.
Con un grito, Malfoy desapareció. No era simplemente que hubiera caído al suelo, es que cuando Hermione se acercó y miró al espacio que él había ocupado, vio con asombro que allí no había nada. Su cerebro intentó asimilar lo que había sucedido, pero no encontraba ninguna explicación lógica que no implicara una alucinación causada por la falta de sueño de la noche anterior. Pero haberse dormido pasadas las seis no justificaba alucinar con Draco Malfoy en su habitación.
Se sintió súbitamente mareada y tuvo que volver a sentarse en la cama. Dudaba mucho que ese día estuviera en sus plenas facultades mentales para ser capaz de trabajar.
Oficinas de Serpent Company, París
Al principio, Draco no se dio cuenta de que algo había cambiado. Estaba de pie en su despacho, discutiendo con el jefe del Departamento de Recursos Humanos el despido de un empleado que había llegado cuatro veces tarde en dos semanas.
—Pero, señor Malfoy, si despedimos a cualquiera que haya tenido un contratiempo… —argumentaba William Rogers en tono conciliador.
Draco lo miró sin mostrar un ápice de compasión.
—¿Por alguna casualidad ha hablado con él alguna de las veces que ha llegado tarde? —Recibió un movimiento negativo de cabeza como respuesta—. Yo sí, y apestaba a alcohol. A vodka barato —añadió—. ¿Cuál es el trato que hago con todos mis empleados cuando empiezan a trabajar para mí, Bill? —preguntó.
—«Puedes llevar la vida personal que quieras siempre que no llegues tarde a trabajar y cumplas con lo que se te pide» —recitó el hombre obedientemente.
—Exacto, y…
Draco dejó la frase a medias y frunció el ceño. De repente, la habitación se había quedado en penumbra. Ladeó la cabeza para mirar por la ventana —quizá alguna nube había tapado el sol—, pero vio que el cielo estaba completamente despejado. Era imposible que a aquellas horas de la mañana hubiera tan poca luz.
—¿Está bien, señor Malfoy?
Rogers lo miró con preocupación, pero su voz le llegó amortiguada a Draco, como si estuviera al otro lado de una pared. A los pocos segundos ya se había olvidado de la presencia del hombre; el mundo se diluyó a su alrededor. Percibió algo a su espalda, una presencia que no encajaba en ese lugar, y cuando se giró para ver de qué se trataba, observó con asombro que en medio de su despacho había ¿una cama?
—Qué coño… —masculló, aunque calló de golpe al ver que algo se revolvía.
Permaneció de pie, sin moverse, contemplando ese cuerpo indefinido moverse en la cama hasta que una mano menuda apartó las sábanas a un lado y una mujer emergió de ellas. Se sentó unos segundos al borde de la cama; pese a la poca luz, Draco pudo percibir que tenía los cabellos oscuros y rizados, un tono de piel tostado y llevaba un pijama azul claro. Tendría que decir algo: al fin y al cabo, alguna especie de conjuro desconocido para él había hecho que apareciera una cama en medio de su despacho; pero los movimientos de la mujer lo tenían hipnotizado, como si esperara en cualquier momento a que se desvaneciera o se materializara por completo.
La mujer se levantó y alargó la mano en el aire, pero de repente, una ventana apareció frente a los ojos de Draco. Cuando la chica (ahora que había más luz, se había dado cuenta de que debía de tener su edad) descorrió las cortinas y sus rasgos se hicieron visibles frente a él con total claridad, tuvo que contener un grito de sorpresa.
Entonces, ella se quedó my quieta y al segundo se giró hacia él de golpe. Se quedaron mirándose; por la expresión que lucía, tampoco sabía qué estaba pasando. Sin embargo, sí que supo reaccionar, porque alargó una mano hacia su mesita de noche y en un abrir y cerrar de ojos ya estaba apuntándolo con su varita.
—¿Granger? —preguntó él, como si cupiera alguna posibilidad de que la persona que tenía enfrente no fuera su antigua compañera del colegio.
Sin embargo, Hermione Granger no respondió; la única palabra que pronunció cortó lo que fuera que acababa de unir sus dos realidades:
—¡Desmaius!
Draco soltó un grito cuando sintió que algo impactaba en su pecho, pero el hechizo no surtió efecto en él. Se llevó una mano a la zona donde supuestamente había sido atacado y se quedó así, ligeramente inclinado hacia delante, mientras examinaba con asombro el lugar donde segundos antes había habido media habitación ajena. Ahora volvía a ser su despacho, con sus paredes medio vacías y sus muebles sobrios y elegantes.
Como si nada hubiera pasado.
—¿Está bien, señor Malfoy? —Rogers repitió su pregunta, aunque ahora había retrocedido unos pasos con cautela para evitar sufrir lo que fuera que le había sucedido a su jefe.
—Obviamente no —replicó Draco. Se irguió y se ajustó la corbata, intentando recobrar la compostura—. Si me disculpa, creo que necesito averiguar un par de cosas.
Y sin añadir nada más, salió de su despacho con paso ligero; no tenía ni idea de adónde se dirigía, pero alguien habría que fuera capaz de explicarle qué coño acababa de pasar.
