Bueno, primero me presento, soy A-chan y ya era hora que publicara el primer capítulo, la verdad es que no tengo ni idea de cómo va esto. Seguramente mejoraré con el tiempo, pero espero que les guste al menos.
Comentad si queréis, acepto toda clase de críticas ^^
Disclaimer: esta historia no me pertenece, ni tengo ningún derecho sobre ella, simplemente la estoy haciendo por diversión.
*Nota: este fanfic tratará tanto de la Guerra de la Independencia (1783) como diez años después, con lo cual el primero estará en letra normal y el segundo en letra cursiva para diferenciarlos.
Año 1793
Londres
El sol estaba ya escondido entre los edificios cuando yo había terminado mi jornada de trabajo. Había acabado mis asuntos económicos, había ajustado las cuentas para no subir aún más los impuestos, pero a cambio había tenido que rebajar un poco el sueldo de la Guardia Real.
Guardé la carpeta para entregársela al rey en una de mis estanterías de cristal, de manera que al cerrarla, mi reflejo me devolvió la mirada. No había cambiado nada en estos años, mi mayor orgullo había sido esos ojos verdes brillantes y mi pelo rubio perfectamente peinado… mi mayor desesperación, eran mis cejas grandes que me afeaban la cara hasta convertirme en algo parecido a un homo erectus, incluso había pensado dejarme bigote, al estilo inglés, pero era imposible, más pelo en mi cara haría que todos mis puntos fuertes se fueran al garete. Y yo, sobre todo, debía parecer un señor.
A pesar de que mi despacho estaba a rebosar de papeles con asuntos que debía revisar con urgencia, me tomé un respiro para tomar una taza de té. Llamé a Sebastian con una campanita, para avisarle de que ya podía traerme mi té de menta con un toque de limón, como a mí me gustaba. Sebastian apareció apenas diez segundos después de que lo llamara con la bandeja con té con pastas, llenando la habitación con su dulce aroma.
-Lamento haber tardado, señor. –Se disculpó, dejando la bandeja en la mesa de mi escritorio.
-No pasa nada, Sebastian. Déjeme hoy prepararme el té, que hace bastante tiempo que no lo hago. Por favor, dígame mi agenda mientras tanto.
-Señor, lamento decirle que ha muerto su buen amigo John Hunter, el funeral será esta tarde en su casa de campo.
-Vaya, estaba muy mayor, debo presentar mis respetos a su mujer, seguramente estará destrozada por la notica. Su hijo ¿cuántos años tenía?
-Dos años, señor.
-Sin duda el experimento de "inseminación artificial" fue todo un éxito. Hasta yo dudaba que lo consiguiera. –Tomé un sorbo de mi té y probé una pasta de nueces y frutos secos. –Prepáreme el carruaje a las ocho, podré estar ahí para el velatorio. Y cómpreme unas flores, Sebastian, tanto para John como para la viuda.
-Muy bien, señor. –Sebastian salió de la habitación sin hacer ruido, pero llamó poco tiempo después. –Lamento interrumpirle de nuevo, señor, pero se me olvidaba decirle que ha llegado una carta para usted.
-¿Una carta? Envíasela al rey Jorge III, Sebastian. Ya sabes que yo nunca tengo correspondencia.
-No, señor. Esta carta no es para el rey, sino es para usted señor. Mire, pone su nombre.
Observé la carta con detenimiento, el remitente había escrito: Inglaterra en letras doradas, a mí se me cayó la taza de los labios y cayó al suelo, dividiéndose en pequeños trozos de porcelana.
-¡Señor! ¿Se ha hecho daño?
-¿Tiene remitente, Sebastian? –Sebastian negó con la cabeza, seguramente preocupado por las reacciones que veía en mí en esos momentos. –Démela, Sebastian.
No tenía remitente, pero estaba marcada con cera, con una figura que sólo yo reconocí: una pirámide con un ojo. Ni siquiera cogí un abrecartas para ver su contenido. Estaba tan nervioso que no me podía controlar, el corazón me latía muy rápido y había aguantado la respiración hasta ponerme rojo, solamente pude respirar otra vez cuando por fin vi su letra.
4 de Agosto de 1793
Amado Inglaterra,
Será el día 3 de noviembre donde todo empezó.
Te esperaré.
Firmado:
X
-Haz mis maletas, Sebastian. –Le ordené, doblando la carta muy cuidadosamente y guardándomela en el bolsillo.
-¿Señor? –Me preguntó, cada vez más confundido.
-Nos vamos a París. De inmediato.
Año 1783
Era una noche muy fría, llena de nubes negras que tapaban los últimos rayos de sol. Estábamos en un prado alejado de la mano de Dios, no podía haber sido de otro modo ya que ninguno queríamos que el pueblo sufriera las consecuencias de aquella guerra. Él estaba frente a mí, con un escuadrón de capitanes insolentes que me miraban con desprecio, capitanes que, por cierto, venían de distintos países. Había hecho falta tres países para desafiarme: Estados Unidos, España y Francia. Estaba seguro que si América no se hubiera aliado con mis mayores enemigos, no hubiera podido ganar esta guerra como la estaba ganando.
Yo, mientras tanto, estaba solo.
-Escucha Inglaterra. –Después de todo, América me desafiaba ¡a mí! Yo era el rey de los mares y los continentes. No podía creer lo que estaba oyendo, ni siquiera después de años de eterna guerra. –Después de todo, escojo la libertad. Ya no soy un niño y tampoco tu hermano menor. Yo ahora mismo me independizo de ti.
Era cruel, horriblemente cruel oírlo de sus labios. Después de tantas amenazas por cartas, de tantos tratados sin firmar, me seguía pareciendo cruel que me lo echara en cara. Independizarse de mí. Yo, que le había cuidado como a alguien de mi familia, le había ayudado a crecer, le había consolado en sus pérdidas y siempre había estado con él en los momentos malos y buenos.
Le miré. Esos ojos azules que siempre me habían observado con admiración, ahora estaban ennegrecidos, apagados, muertos, y aquella perfecta cara que siempre me había sonreído, siempre dispuesto a ayudarme… tenía una expresión fría, pétrea, sin ninguna emoción.
Con todo el odio que pude reunir, cogí mi escopeta y me arremetí contra él, con tal fuerza que la suya salió disparada por los cielos hasta caer en algún punto que yo, a día de hoy, desconozco.
-¡No lo aceptaré! –Grité con todas mis fuerzas.
En ese momento, yo sólo tenía ojos para él. Por fin parecía que se había sorprendido un poco de este cambio de tornas, aunque no había cambiado mucho la situación ya que él tenía todavía militantes y yo estaba solo. Horriblemente solo.
Sonreí sarcásticamente.
-Por eso en el fondo eres ingenuo, idiota. –Le dije, aunque no sé todavía el motivo. Pensándolo mejor, esas palabras iban más bien destinadas a mí. Ingenuo por confiar en él, ingenuo por creer que estaría con él siempre, ingenuo por creer que él algún día llegaría a amarme.
De una cosa estaba seguro. El pueblo pedía la sangre de América a gritos, le odiaban con toda su alma, y yo debería hacer lo mismo, lo sabía, tenía sobradas razones para odiarle por aquella traición… Sin embargo…
No podía.
Bajé mi arma antes de que sus generales me mataran a tiros.
-¿Cómo podría disparar, imbécil? –Tiré el arma y me puse de rodillas. Llevaba días enteros sin dormir por culpa de aquella batalla y ya ni mis piernas me sostenían. –¿Por qué tiene que ser así, joder? –Y lloré. Lloré por el tiempo que habíamos pasado juntos. Lloré por los buenos momentos que me había brindado el estar con él. Lloré por su sonrisa. Lloré por sus ojos azules. Lloré por la mano que le tendí aquella vez.
Lloré por el amor que sentía por América que jamás sería correspondido.
-Inglaterra… -Susurró mientras me miraba con tristeza. –A pesar de que solías ser tan grande…
Eso fue más de lo que pude soportar. Sentí que mi alma se hacía pedazos en mi interior y mi corazón estallaba de dolor. Sin embargo, acallé el alarido que estaba a punto de salir por mi boca. Me levanté como pude del suelo, mirándole desde abajo.
"A pesar de que solías ser tan grande." Me había dicho. Yo seguía siendo grande. Tenía una nación entera de patriotas que había luchado valientemente y aunque miles habían muerto, aún seguían llegando jóvenes que querían unirse a la guerra a pesar de que sabían lo que podían encontrarse.
Eso era amor por la patria. Y había hecho falta toda la fuerza de tres países para que Inglaterra se doblegara.
-Te veré en dos meses, América. –Le dije con la voz neutral. Intenté que no se me quebrara por la angustia. –Firmaré tu Independencia, pero hasta entonces no podrá haber más batallas. Si me entero de que has causado algún mal a un hombre de mi país, jamás firmaré el tratado y serás mío para siempre. Júralo.
-Lo juro. –Dijo él con convicción.
-Estas palabras están dicha antes los ojos de tus comandantes y ante los ojos de Dios. Si te queda algún ápice de honor, harás lo que te he dicho.
Y con esas palabras, me fui tambaleante a casa.
Tenía muy malas noticias que decirle a mi pueblo.
