Vivir de Amor
Mi hogar en tus brazos
Por Fabiola
Azul Grandchester
Capítulo I
Vaya, así que así se ve el camino al purgatorio. Sonrió para sí misma con más molestia que agrado; pero como se sentía ya más o menos resignada a la idea, parpadeó un par de veces, exhaló sonoramente, y tomó un sedoso rizo que caía sobre su hombro, enroscándolo con despreocupación una y otra vez con los dedos; y siguió tranquila observando el camino por el cual la conducían.
La vereda de sólida tierra color pardo oscuro, surcada por pequeños arbustos, se presentaba zigzagueante al frente de la joven. El andar del coche jalado por cuatro caballos era pausado y sereno, consciente el cochero de la presencia de la señorita y el cuidadoso servicio que debía él prestarle.
Mirando ella por la ventanilla observaba los árboles pasar lentos a su lado y le llamó especial atención cómo algunos cercanos parecían ubicados con justa precisión para dejar un pequeñísimo claro al centro del círculo que formaban.
La tarde caía y notó claro, casi palpable, un cúmulo de rayos de sol filtrándose entre las ramas frondosas de los árboles que observaba alineados, esparciéndose en la cama de hojas secas, dándole un aspecto de alfombra terrena, tejida de verdes y castaños brillantes.
Le pareció asombroso, pero más le parecía encontrar belleza en algo tan sencillo; por un momento casi saboreó la remota posibilidad de disfrutar de estos días en el campo. Sin embargo, una voz en su consciencia le recordó que no, que el campo no era para ella.
Devolvió la vista al interior del coche y sentada con la mirada fija al frente, vestida en un traje largo a los tobillos, azul, de gasa, con aplicaciones de encajes color perla y plata, con bordados de hilos de seda en la cintura y el talle; bajo la coqueta cubierta de un sombrero parisino; sentada con la propiedad de una señorita de sociedad, Candice White se preguntaba qué habría ella de hacer en un lugar como ése, y por tanto tiempo.
Más que vacaciones de verano aquello le parecía una condena. Como el sentenciado a muerte dirigiéndose a la ejecución.
Y es que verdaderamente, esto en realidad era un castigo. Las palabras de su padre sonaban todavía claras en su memoria. Esperamos que un tiempo en la villa te ayude a ordenar tus ideas, y sobre todo tus prioridades . Y ella, por su parte, esperaba que este tiempo le diera algo más de lo mismo, tiempo, para sencillamente perderlo.
Quiso distraerse y observó con agrado el reflejo de sus rizos en el cristal, y la delicada línea de su perfil suave y definido. Sus rizos rubios, perfectamente recogidos, atrapaban algunos destellos de la luz que se filtraba por las ventanas laterales del coche, luciendo como lo que ella describiría como hebras doradas de sol radiante.
Con ni un solo cabello fuera de lugar su melena estaba acomodada bajo un muy femenino sombrero color azul índigo. En perfecta armonía con su traje del mismo color, pero, y en esto había sido muy cuidadosa, en dos tonos más claro.
Acomodó un rizo que pretendía escaparse del tocado para colocarlo de forma que cayera educado a un costado del rostro. En el reflejo del cristal observó la línea de su mandíbula detrás de los rizos y sonrió ligeramente para deleitarse un poco con sus labios frescos y de juvenil carmesí.
Tenía diecisiete años, pero se congratulaba de parecer mayor, al menos de dieciocho; diecinueve si lograba hurtar un poco de colorete para las mejillas del tocador de la tía. O quizás hasta veinte bajo las luces adecuadas.
Sonrió levemente al recordar el motivo para este confinamiento a la villa, por las vacaciones de verano; cuatro meses de penitencia como pago por dejar de asistir al colegio por seis semanas.
Aunque estar en una residencia de siete habitaciones, invernadero, solárium; con seis sirvientes, en los verdes campos serenos de Illinois, suficientemente cerca del río para poder caminar hasta ahí, pero suficientemente apartada para no tener que soportar a los molestos visitantes; hacía parecer a estos próximos meses en el campo, mucho más una recompensa a las muchas excursiones de compras que realizó con sus amigas, cuando se escapaban del colegio, luego de ser llevadas hasta ahí por sus choferes.
Siendo ella y sus amigas hijas de familias tan reconocidas en la más alta esfera de Chicago, les bastaba con dar sus nombres para hacer sus compras en las mejores tiendas.
A nadie le sorprendía en casa verla llegar con voluminosas cajas conteniendo vaporosos vestidos, gasas, encajes, sombreros, zapatos forrados de seda hechos a la medida; a fin de cuentas estaban acostumbrados a las compras de Candy; así que tampoco le fue sorpresa a su padre recibir estratosféricas cuentas a fin de mes.
El problema fue cuando a final de cursos, él en persona tuvo que ir al colegio, y dar una fuerte suma de dinero, soborno disfrazado de donativo, con tal de que a su hija le otorgaran los documentos que acreditaban el curso. El motivo? Miss White no había asistido a sus lecciones en las últimas seis semanas, ni a una sola.
Demasiado ocupado en sus negocios, y en su propia ajetreada vida social, viudo y joven aún, tenía sólo treinta y ocho años, su padre no tuvo ni tiempo ni ánimo para charlar tres minutos con ella. Su solución fue sencilla, una vez llegó a casa proveniente del colegio, le informó los planes: se iría a la casa de campo a pasar allá el verano, donde no pudiera verla si se metía en más problemas. Cuánto la adoraba, pero no tenía tiempo para oírla, mucho menos para reprenderla por sus locuras de adolescente.
Suspiró Candy sintiéndose una reclusa. Reclusa? Se quedó meditando en la palabra; pudiera decirse que sí, exiliada, desterrada, confinada; cuál es la palabra para cuando a uno lo castigan pero realmente le importa tan poco que ni siquiera le duele este supuesto escarmiento, del cual definitivamente no ha de aprender nada en absoluto? Sonriendo sacudió la cabeza, ignorante todavía, pero demasiado carente de interés como para mantener el hilo de ideas.
Otro nuevo, bajo y displicente suspiro, salió de ella observando fuera del coche, en la lejanía los rayos solares del atardecer se desdibujaban en cálidos tonos, danzando por el aire en somnolienta partida.
Hubiera deseado haber tenido más tiempo con su madre, que hubiera vivido más tiempo, y que en algún momento le enseñara a pintar como ella; esta tarde sería maravillosa para tenerla inmortalizada en un lienzo.
No era que estuviera melancólica, ni triste, ni doliente por la partida de casa. Estar aquí o allá, era lo mismo para efectos prácticos.
Hija única, con un padre casi en su totalidad ausente y una tía solterona que no sabía hablar más que con gritos y reclamos, cuando no estaba en sus sesiones de canasta y se dignaba de hecho a hablarle; para Candy la soledad era rutinaria. Como un tácito elemento en su vida, con el que no había que pelear, sino aprender a soportar y sacar partido. Sólo lamentaba mucho perderse las tertulias de verano, y las compras por catálogo para el otoño.
Apoyó el codo en el cartabón de la ventana y descansó la barbilla en la mano. Eso sí que era una desdicha.
Le habían dicho que según lo visto en Europa, quizás este año en América lanzarían al mercado un nuevo largo de vestido, varias pulgadas más corto que el acostumbrado. Aunque no le permitieran portarlo (y no se atreviera tampoco), aún así le hubiera encantado verlo de primera mano en las tiendas.
Chicago era ahora la ciudad Esmeralda y la villa en el campo los valles del Vinkus, allá en el Oeste donde vive la bruja mala, la de cara verde.
Se preguntó si ella misma no se pondría con la piel en verdades de puro aburrimiento. Le tomó un segundo de introspección, pero al final sonrió divertida por sus ya muy erráticos pensamientos.
La villa de los helechos, su destino,se erigió por fin en el horizonte, apartada del pequeño pueblo por muchos e incontables kilómetros; para llegar a ella había que sortear una suerte de pequeños y estrechos caminos entre los matorrales, cruzar un pequeño riachuelo, y seguir de frente por el sendero entre los altos árboles característicos de la zona. Verdes, altos y espesos.
Aunque lo más representativo y que se quedaría grabado en su memoria era ese aroma inconfundible de verdes pastos y arboledas, una fragancia amplia y acentuada, energética pero pacificadora; que sabe a principios y a la vez a finales.
El coche finalmente cruzó el enrejado de la propiedad y avanzó a paso más lento por el camino empedrado que dirigía a la casa. Candy vio los jardines de rosas a ambos lados por las ventanillas, deleitándose en la abundancia de ellas, incontables a uno y otro lado, como una exquisita alfombra de rosadas suavidades.
Una vez el coche detuvo su marcha, retomó la postura en su asiento y esperó pacientemente hasta que el chofer vino y abrió la portezuela para ella.
Por la puerta abierta, apoyada en la mano que le extendieran, lentamente salió del vehículo con el garbo de una verdadera princesa.
Una vez en tierra, afirmó la postura y alzó la vista para admirar la construcción; debajo del sombrero sonrió con satisfacción, era aún más estupenda que lo que recordaba vagamente de cuando era pequeña y visitó el lugar con sus padres.
Tosió ligeramente una sola vez, para hacerle ver al mozo que no era de su posición estar admirando la villa de pie junto a ella, sino bajar su equipaje y escoltarla a la casa.
Ella se quedaría ahí de pie, esperando que alguien saliera de la residencia para darle la bienvenida.
Con la muda reprimenda a cuestas, el mozo acomodó apresurado el equipaje de la señorita en el suelo y se dispuso a llevarlo a la casa, pero ella no se movía de su lugar, como una figura de cera erguida y serena, en espera de algo. De alguien. Pero nada. Nadie salió a su encuentro.
Candy apretó los labios y frunció el ceño, pero rápidamente relajó el rostro, no sería la desfachatez de la servidumbre lo que le provocaría arrugas prematuras.
Si las emociones se dibujaran en el semblante, aparecerían letras escribiendo escandalizada por un trato tan poco digno de lado a lado en el rostro de la joven, pero aun así no se movió de su lugar; y aun así, nadie salió a recibirla.
Perdió la batalla contra sus más básicas reglas de urbanidad, y se encaminó a la propiedad ella sola. Subió la escalinata de piedra tallada, cruzó entre las gruesas columnas que enmarcaban la entrada y unos pasos más allá tomó la aldaba de la puerta, para entrar de una vez a su casa.
Lentamente se introdujo en el lugar, esperando unos segundos a que su vista se acostumbrara a la luz artificial en el interior, y luego de hacerle un gesto al mozo para que abandonara el equipaje junto a la puerta, lo despidió con un movimiento de la mano y una amable sonrisa.
Sola ya, analizó el lugar; no recordaba nada del mobiliario interior, nada le era conocido, ni las flores y plantas en el recibidor, o el enorme espejo, ni los candelabros, ni las pinturas, ni el piano de cola al fondo del salón, ni la enorme escalera doble, tallada en mármol, que lado a lado daba un aire majestuoso a la sala principal.
La memoria de su última estancia ahí no le permitió rescatar nada, todo le era nuevo. Y, a pesar de no ser como la mansión White en Chicago, y contar con un aire un tanto más relajado, siendo como era, una residencia de campo para descanso, aún así le pareció exquisita.
Decidió que ya que no tenía a nadie a la vista, se dedicaría a buscarlos, una cosa era cruzar el umbral sola, y otra muy distinta, subir su equipaje a la planta alta y desempacar ella misma, eso estaba más allá de su paciencia.
Entendió que caminando en línea recta a la izquierda, la zona más iluminada, encontraría quizás la cocina, el lugar por excelencia para que se encuentre el personal de servicio.
Efectivamente llegó al sitio, notó el fogón encendido y algo de preparados sobre la alta mesa de madera al centro de la pieza, pero sin encontrar a nadie creció su consternación. Entonces escuchó voces cruzando la puerta trasera, por lo que se dirigió hacia ahí.
Parada bajo el marco de la puerta, vio varias personas andando de un lado a otro envueltas en una nube de polvo en el patio; cuando quiso enfocar la vista y precisar de quienes se trataba, un escalofrío la recorrió.
- Oh maldición! – susurró para sí misma.
Con gran indignación observaba su mano izquierda. No había notado que apoyó la palma en el marco de la puerta y algo de polvo se había adherido a su guante. El encaje blanco antes inmaculado tenía una marca de polvo del tamaño de un grano de arroz.
- Maldita sea! – volvió a quejarse.
Sacudió los dedos en el aire; maldiciendo una y otra vez a la mala fortuna, al destino malvado y horrible, que la mandaba al lugar más terrible de este mundo, donde había de perder un par de guantes, presas de la suciedad y la mugre del campo. Maldita sea su suerte, qué pecado estaba pagando.
Trastabillando bajó los dos escalones hacia el patio trasero, sacudiendo con sumo cuidado la falda de encajes y gasas; un pequeño viento ladeó su sombrero y tuvo gran precaución de acomodarlo con la otra mano, no con la del guante maltrecho de suciedad.
- Pues bien, he llegado – habló al fin cuando estuvo con ambos pies plantados en la tierra.
Quienes estaban en el patio dejaron de moverse, entre aquella nube de polvo, pero algo no lo hizo, una figura pequeña se acercó rápidamente hasta donde estaba parada. Entonces entendió lo que hacían aquellos en el patio, perseguían un cerdo.
El mismo que saltó a su regazo, la derribó haciéndola caer en seco sentada en el suelo, y siguió revolviéndose entre los pliegues de su falda.
El sombrero salió disparado al aire, yendo a dar al suelo, para ser pisoteado por ella y por el animal, y para cuando pudo hacer recuento de los daños, de lo azul perfecto de su vestido no quedaba nada. Se encontró por completo cubierta del lodo de las patas y el cuerpo del animal.
- Nana Esthela! – el nombre del ama de llaves –. Nana Esthela!
- Niña! Ustedes! Ayúdenla a levantarse! Pero cómo es posible! Jacinto ya verás! Por eso te prepararemos para la cena, a ver si así aprendes!
- Está usted bien señorita? – la voz de un joven junto a ella.
- Nunca mejor! – rugió la aludida.
La levantaron del suelo, mientras ella recitaba cuanta majadería recordaba de sus clases de francés.
- Dénmela – habló nana Esthela – sigan persiguiendo a ese tarambana, lo quiero en mi cazuela, la grande, para la hora de preparar la cena. Ya verás Jacinto!
Ella, el mayordomo y dos de los mozos de la casa, tenían ya media tarde persiguiendo a Jacinto por todo el patio de servicio; seguramente el pobre animal tomaba a juego la antesala de su partida al otro mundo.
- Mi niña, estas tan grande.
La voz dulce de nana Esthela acariciaba a Candy al mismo ritmo que sus manos le limpiaban el rostro y los brazos con un lienzo húmedo. La había ayudado a sentarse en una silla de la cocina, y la estaba limpiando con el mismo esmero con el que le cambiaba la ropa de juego cuando era niña y apenas andaba.
Esthela había sido ama de llaves en la villa White, o de los helechos, como le llamaban por la decoración del jardín lateral, toda su vida, y antes de ella su madre. Era una mujer alta y más joven de lo que Candy se había imaginado cuando su padre le habló de ella antes de enviarla ahí.
Pues aunque Candy visitara la villa cuando era pequeña varias veces, y la misma nana en una ocasión visitara la mansión White en Chicago, para los funerales de Marge, la madre de Candy, la joven no tenía ningún recuerdo de ella. Excepto quizás su aroma.
Ahora que la tenía enfrente atinaba a hilarla en los borrosos recuerdos de su infancia, siempre con algo sobre la estufa, una sonrisa en los labios y una galleta en el bolsillo de su falda. Tiene tu nombre le decía la nana a la pequeña Candy y luego le ofrecía la golosina. Siempre tenía galletas en el bolsillo mágico de su falda, apareciendo en todo momento para alegrar la carita de la hija de su adorada Marge.
Por costumbre le llamaban nana, ese calificativo se lo dio Marge, al conocerla tantos años atrás, cuando se comprometiera con el joven Rodrigo White; pero como apreciara Candy la nana Esthela no parecía llegar aún a los sesenta años y estaba todavía muy lejos de verse como una anciana.
Vestía un fresco vestido veraniego que Candy pudo apreciar mientras ella le limpiaba los brazos, largo y de color gris claro, de tela suave y delgada, aunque con una falda espesa y blusa abotonada hasta el cuello.
El largo cabello estaba acomodado en un moño detrás de la nuca, dejando algunos mechones rebeldes acomodándose tras la oreja, con algunas señales de canas como apreció Candy, aunque vio que en su mayoría el cabello de la nana era todavía de un negro intenso y saludable.
- Perdona que no te recibimos como se debe, mira nada más, pensarás que somos unos salvajes. Ese Jacinto, pobrecillo, me parte el alma. Al menos tuvo algo de diversión.
- A mis costillas nana.
- A las de todos hija – soltó una risa ligera –. Pero dime mi niña, cómo llegaste? Qué tal el camino? Se portó bien Felipe? Mira que le encargamos mucho que fuera por ti a la estación y se pusiera educado – la mujer, aún sin calificar como anciana, gustaba de parecerlo; y tenía la costumbre, como algunas personas que sí tienen edad para ello, de hacer preguntas sin dar tregua para respuesta alguna –. Cuando tu padre nos mandó esa carta diciendo que venías, ay qué felices que nos pusimos. Bueno me puse yo, de la antigua servidumbre ya sólo quedamos Henry y yo; pero no creas que a Henry no le dio gusto que vinieras, claro que sí, es sólo que ya esta viejo, hija, y los viejos se vuelven como los niños, viven para ellos mismos, pero yo no, eso sí que no, estaré vieja pero bien completa. Cuando tu padre anunció que venías a pasar el verano, me la pasé feliz por la casa, arreglando todo para cuando llegaras, acomodé tu cuarto de antes, el que da al jardín de las margaritas, y lo llené de jarrones por todas partes, estaba ansiosa de que llegaras, hace tanto que no venían, la última vez fue cuando aún vivía tu madre, tan linda mi muchacha, como te le pareces, mira que la nana le lloró mares cuando fui a la ciudad para los funerales, esa epidemia fue terrible, desde entonces no se me quita el catarro, y con las reumas hija, la vida no es fácil, pero vaya que me alegré cuando supe que venías, hice tantas cosas para ti. Pero no me has dicho, mi niña, cómo estuvo el viaje? Se portó bien Felipe? Bueno, mejor me cuentas más tarde. Vamos a que te des un baño y te vistas para cenar. Cómo te pareces a tu madre.
Caminaron juntas hasta el piso de arriba, las maletas de Candy ya estaban en la que se había acondicionado como su habitación. Seguramente Henry, el mayordomo, las había llevado, o alguno de los jóvenes que ayudaban en la casa.
- Dime que te acuerdas de mí, mi niña.
Candy acomodaba su equipaje en el vestidor, incapaz de pedirle a la nana que lo acomodara ella misma. Contrario a esto, Esthela estaba sentada a la orilla de la cama, observando el ir y venir de la pompa y elegancia de los trajes de su niña.
- Claro que me acuerdo, nana. Nadie cocina tan rico, ni huele tan bien como tú.
A prados y madera fresca, lo describiría para sí misma.
- Y nadie hace mi pastel de limón tampoco.
- Es verdad nana. Claro que me acuerdo. Es una pena que hayan pasado tantos años sin que regresáramos.
- Bueno, pero hoy estas aquí. Quieres que te prepare pastel de postre para la cena?
- Puedes?
- Claro que puedo. Faltaba más.
- Gracias, nana.
- Hija, vas a usar esa ropa aquí en el campo?
- Claro, nana, es todo de verano.
La mujer frunció los labios.
- No lo sé hija, te convendría mejor un par de pantalones.
Candy sonrió ante la frescura de aquella mujer que le instaba a usar ropa de hombre para mujer indecente, como le llamaba a esas prendas la tía Elizabeth. Quizás le hiciera caso. En Chicago había tenido sentido empacar todos esos vestidos para un viaje al campo, pero una vez ahí, ya no le parecía tan conveniente esa vestimenta.
Nana se retiró dejando a Candy sola para que tomara un baño y mientras lo hacía la joven repasaba poco a poco las memorias de aquel lugar. No sabía por qué no había deseado volver jamás, pero el sentimiento le había sido evidente al tener a la nana frente a ella.
A decir verdad, esa mujer de energía incontenible le recordaba a su madre. Y recordaba a Marge, su madre, feliz bajo el cuidado de la amorosa nana. Quizás por eso borró de su memoria la villa tanto tiempo, le recordaba demasiado el dolor de haberla perdido; y quizás por eso le inundaba, luego de ver a la nana, algo muy parecido a la alegría; era como si la hubiera recuperado de nuevo; como si entre esas paredes, y en esas praderas que Marge tanto quiso, hubiesen aún rastros dispersos de ella.
La sensación era agridulce, pero tenía algo de confortante. La villa quizás no sería tan terrible como se imaginó.
Puesto que aquí no tendría doncella personal que la ayudara a vestirse, y a lo sumo Sophie, la mucama, según las instrucciones de la nana, le dispondría la ropa lista sobre la cama; al salir del baño se enfundó ella misma en un delicado vestido veraniego color naranja, sin medias ni guantes; no era capaz aún de vestir como la nana le había aconsejado, ni tampoco tenía prenda alguna de ese estilo, pero convenía en que tocado, guantes y enaguas eran demasiado para una tranquila cena en la cocina.
La nana sirvió estofado de res, para fortuna de Candy, que no hubiera soportado comer puerco, al menos no hoy.
A la mesa, junto con Candy y la nana, se encontraban Henry, el mayordomo, los mozos Fred y Charles, unos adolescentes apenas; el jardinero, que era un señor algo mayor al que llamaban el general; y Sophie, una jovencita de aspecto risueño, algunos años mayor que Candy.
- En su carta tu padre mencionó que esto sería como un retiro para ti.
Con la naturalidad que la caracterizaba, la nana servía la comida en la cocina tanto para la señorita de la casa, como para los sirvientes. Nada que a Candy le incomodara, estaba la joven sentada a la mesa con ellos charlando serenamente, cuando la retahíla de la nana dejaba hablar a alguno, o cuando se le hacía una pregunta directa como ahora.
- Estoy castigada, nana – sonrió.
- Qué hiciste?
- Nada grave.
- Te escapaste con algún novio!
Con disimulo, pero todos los rostros se volvieron hacia la joven.
- Por supuesto que no nana! Que cosas dices!
- Me supongo que tienes novio – dijo la nana cortando más pan para colocarlo al centro de la mesa.
Candy frunció el ceño.
- Conozco esa mirada, la misma de tu madre, dirás que ésta no es una plática adecuada para señoritas.
La joven sonrió ligeramente.
- Pero vamos, cuéntale a la nana. Algo de emoción no me vendría mal. Y ustedes! – les habló a los demás a la mesa –. Ni una palabra de lo que escuchen aquí o ya lo verán.
- No hay nada que contar nana, mi padre me castigó porque tuve problemas con mis notas en el colegio, y como penitencia me envió aquí a meditar sobre mis pecados, eso es todo.
- Y novio?
- Novio nada, nana.
- Pretendientes no te faltarán. Ya estás en edad para casarte.
- No me he puesto a pensar en ello. Me das un poco más de pastel? Cómo me dijiste que lo preparaste?
La mujer se dedicó entonces a recitar de nuevo la preparación de su pastel de limón, de principio a fin, y con todo detalle; sin advertir, o quizás advirtiéndolo, pero con ganas de aparentar lo contrario, la evidente maniobra de Candy para cambiar el rumbo en la conversación.
Y es que verdaderamente para Candy ese no era un tema que le interesara discutir, tanto por falta de interés, como por falta de noticias que relatar.
Su vida amorosa se resumía a un que otro chico en el colegio, compañeros que en algún momento compartieron alguna carta o una mirada furtiva, pero que jamás pasaron de ser sólo conocidos cuando mucho.
Varias de sus amigas tenían ya novio; y una de ellas incluso estaba comprometida para casarse a inicios del invierno, pero para Candy eso no era una prioridad en su pensamiento. En el fondo pensaba que cuando el momento llegara su padre elegiría para ella el mejor partido posible, y ella seguramente aceptaría, con el fin de no iniciar una guerra, y porque estaba convencida de que así se hacían las cosas.
Después de todo, el matrimonio entre sus padres fue arreglado, siendo los dos de familias muy acomodadas, así que con ella seguramente sucedería igual.
Pensaba en todo esto observando la noche a través de la ventana en su habitación, mucho rato después de cenar.
Ya estás en edad para casarte sonaba en su mente; pero sacudió la cabeza y dio un largo suspiro; cuando llegara el momento ya pensaría en ello; como cualquier joven de su edad soñaba con enamorarse, pero para ella, como para la mayoría de las jóvenes de su posición, el amor estaba varios peldaños debajo de lo más importante a la hora de iniciar una relación con miras al matrimonio.
Observando el cielo nocturno se perdió un momento en las estrellas del firmamento, no supo por qué pero quiso dejarse ser soñadora un instante, tal vez alguna de las estrellas que veía le concedería ser diferente, tal vez ella no tuviera que apartar del todo la idea del amor de sus deseos. Tal vez. No lo sabía.
Continuará…
Gracias por leer! Por acompañarme en esta nueva aventura, luego de Azul para Siempre, vamos a ver qué tal queda éste.
Me mato porque ya salga Terry! (jajajaja) ya lo quiero ver!
Si te gustó este capítulo, y estás a la espera del siguiente, mándame un mensaje, será lindo saber de ti.
Azul Grandchester
NOTA: Todos y cada uno de mis fics están registrados a mi nombre bajo los Derechos de Autor. Los nombres de algunos de los personajes pertenecen a Kyoko Mizuki y Yumiko Igarashi; sin embargo, las historias son originales mías y han sido registradas ante la Ley a mi nombre. Si deseas guardarlas en tu pc para tu Disfrute Personal, eso está correcto y para mí sería un honor; pero es el único uso permitido por la ley. Otras acciones tales como, mas no limitadas a: distribución, difusión, publicación y/o explotación -económica o no-, y sus derivados, ya sea de manera pública y/o privada, incluidos los medios virtuales, están por ley terminantemente prohibidas.
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