Disclaimer: Aunque no lo crean, Digimon no me pertenece (por los momentos, ya veremos cuando sea una millonaria excéntrica).


Notas de Autor: Como lo prometido es deuda, aquí les vengo con el primer capítulo del fic que le prometí a aleprettycat (¡y justo un día antes del límite, qué grande soy!). Gracias por ser tan paciente, moría de vergüenza por tardar tanto en entregarlo. Esto va para largo pero no tan largo así que bien, espero que te guste.

El título se me ocurrió literal dos segundos antes de publicar, y lo tomé prestado del genial libro de Lemony Snicket "A Series of Unfortunate Events".


Summary: Tal parece que el destino quiere que Mimi se tope con cierto rubio en cada esquina de Nueva York. ¿Es tan sólo una coincidencia, no?


El final del semestre era siempre un tiempo estresante para cualquier estudiante. La acumulación de papeles y proyectos; los exámenes a último momento; la revisión de un semestre completo para un final que determinaría si cuatro meses fueron completamente desperdiciados o no; la decadente vida social y cuidado personal – era la historia del universitario promedio. Y Mimi no era la excepción, aunque ella nunca se referiría a sí misma como promedio.

La primera vez que lo vio fue algo fugaz, una cuestión de segundos. Ella estaba sentada en una vieja banca de madera, estudiando para un examen. Estar en casa la sofocaba; la biblioteca era aún peor. Necesitaba aire, colores, olores – el puesto de helados que estaba a no más de diez metros no estorbaba tampoco. Con sus piernas cruzadas y sus codos apoyados en sus rodillas, Mimi recitó una y otra vez los pasajes que trataba de memorizar de su pesado libro.

Tenía los ojos cerrados, sus cejas apretadas en concentración. Cuando abrió los ojos, feliz de haber podido recordar todo esta vez, apenas tuvo tiempo de notarlo. Pasó tan rápido frente a sus ojos que fue más una mancha borrosa de dorado, naranja y gris. Él levantó la mano, saludando, y ella sonrió. Pasó un par de veces más, repitiendo el gesto hasta que Mimi se encontró a sí misma anticipando su llegada, dándose cuenta que era tiempo de buscar otro lugar para estudiar. Claramente, ahí no iba a poder concentrarse.

Tomó sus cosas y hundió su nariz en su libro y aunque no volvió a pensar en él, llegó a su examen con una gran sonrisa en el rostro.

Una semana después lo encontró en la biblioteca, sentándose en la última mesa vacía del lugar. No lo reconoció de inmediato, aunque juró recordar el rostro de aquel atrevido rubio que le había quitado su lugar. Él la miro con una sonrisa, sin un rastro de arrepentimiento. Mimi tiró su cabello sobre su hombro y se dio la vuelta, saliendo orgullosa y molesta del lugar. Tal vez si hubiese sabido lo extraño que era que Mimi quisiera estar en una biblioteca, sabría la gravedad de sus acciones.

Se encontraron de nuevo en una repostería, unos tres días después de eso. Mimi se sentía débil después de su último examen, sentía que la cabeza se le partía en dos y necesitaba algo de azúcar. El lugar quedaba en una esquina cerca de la estación de autobuses, a un par de bloques de Times Square, y a Mimi le gustaba mucho ir ahí. Pertenecía a algún chef reconocido de la televisión, no que a ella le importara mucho eso; le interesaba más la exquisita tartaleta de fresas que preparaban.

Tomó un número, fastidiada por la fila. Aunque el servicio al cliente era excelente y se les atendía en tiempo record a las personas, había mucha gente, así que pasaron diez minutos y Mimi seguía en fila. Al fin acercándose a la dependiente, el rostro de Mimi se iluminó viendo los pastelillos y demás postres, buscando con codicia su tartaleta. Vio con gusto que había una sola en el azafate y aplaudió a sí misma por su buena suerte. Luego escuchó las fatídicas palabras:

—Una tartaleta de fresa, por favor.

—Oh, qué suerte tiene. Mire, es la última.

Mimi se volvió casi frenética, buscando al culpable de tan atroz crimen. Resultó ser un rubio alto de ojos verdes que salió sin dedicarle una mirada, una sonrisa, su atención enfocada en el pequeño contenedor transparente que cargaba en su mano. Mimi sintió que comenzaba a odiar a los rubios. Salió del lugar sin comprar nada y con un genio de los mil demonios.

Fue el fin de semana que todo cambió. Mimi iba apresurada por la calle 116 y Broadway, pasando por Morningside Heights. No pasaba usualmente por la universidad los fines de semana pero tenía que entregar un trabajo que su profesor le había pedido revisar. Mimi llegó apurada, ruborizada y disculpándose mil veces por la tardanza. El profesor, un hombre mayor de naturaleza simpática aunque estricta, le sonrió muy tranquilo, diciéndole que no había problema alguno y que se relajara.

—Es sábado, señorita Tachikawa. Vaya y disfrute.

Mimi le agradeció de nuevo y salió feliz, casi saltando de la emoción. Con eso ya quedaba muy poco para el fin del semestre y sus preciadas vacaciones. Su teléfono pitó y Mimi se sumergió en su bolso, buscando el alusivo aparatito. Maldiciendo a lo bajo y en japonés, ni cuenta se dio cuando chocó con alguien más.

La chica se quedó aturdida por el repentino golpe pero la otra persona se incorporó mucho más rápido. En un abrir y cerrar de ojos su mano tocaba su hombro y la miraba con preocupación antes de agacharse. Mimi se ruborizó, inclinando su cabeza para disculparse.

—Cuánto lo siento —le dijo apenada—, no iba viendo el camino, disculpa la molestia.

La volteó a ver hacia arriba, sonriendo con gracia. —No te preocupes —le dijo sin cuidado—, yo también iba distraído y la verdad, no es molestia que te bote todo al demonio una chica tan linda.

Era un joven muy atractivo: rubio, alto, con un par de ojos verdes que te podían quitar al aliento y una cara que podría hacer a cualquier mujer llorar – un testimonio a lo que Mimi pensaba era el verdadero sueño americano. Se sintió confundida por tres cosas: uno, esa brillante sonrisa; dos, su manera de hablar que no daba a entender si estaba molesto, o si trataba de coquetearle; y tres… el reconocimiento se registró en ambos y exclamaron al mismo tiempo:

—La chica del parque.

— ¡El chico de la tartaleta!

— ¿Qué? —repitieron ambos, cordialidad olvidada frente a tremenda casualidad.

El rubio la miró divertido, si bien algo confundido.

—Eres la chica del parque, la que estudia cerca del jardín de girasoles. Suelo correr por ahí y te he visto un par de veces. Soy Wallace, por cierto. A tus servicios. Y eso de la tartaleta era ¿…?

Sus cejas se alzaron y soltó un pequeño oh.

— ¿Ah? Yo – pues, tú eres el chico de la pastelería, te llevaste la última tartaleta. Hace unos días…

Se cruzó de brazos, molesta. El joven parpadeó un momento, como si no recordara el incidente que había marcado la semana de Mimi, ofendiéndola aún más.

—Ah, sí claro, sí —le dijo—, diablos, lo recuerdo. Y estaba deliciosa.

Mimi achicó sus ojos y alzó su barbilla. No estaba dispuesta a escucharlo burlarse también, eso era ya untar sal sobre la herida.

—Que la hayas disfrutado —le dijo, tirando su cabello hacia atrás—. Ahora si me disculpas, me voy ya.

—Oye, espera —el joven la interrumpió, poniéndose en su camino—, al menos dime tu nombre, ¿no?

—Mimi —soltó con algo de sospecha, viendo la mano que él le ofreció de repente.

—Lindo nombre —rió, y a Mimi se le hizo difícil no sonreír—. Tal vez te la reponga un día de estos, ¿eh Mimi?

Hizo un gesto indiferente con la mano, algo entre un saludo y algún ademán y se fue, dejándolo con sus papeles en mano mientras sus pies la llevaban sin fijarse adentro de Manhattan.