Leo es humo y lo sabe. Humo gris, humo nacido de la llama que ardió alguna vez dentro de él. Llama que, pesa haberse apagado, recuerda todavía con dolorosa perfección.

Su nombre era Reyna. Y ahora mientras piensa en ella no puede hacer otra cosa que hacer uso de toda su fuerza interior para soportar el ardor dentro de sí. Arde de dolor, de anhelo, de una desesperación pura que se hunde en su pecho y le rasga la garganta con garras despiadadas. Arde porque ella, Reyna, ella, su llama, se ha extinguido.

Leo es humo. Humo gris, a pesar de que alguna vez en el pasado fue fuego rojo, luminoso. Radiante. Y es que cuando Reyna se apagó, a él le fue imposible encontrar otra razón para seguir encendido.

Es en días como estos en los que a Leo le invaden los recuerdos. Lo ahogan. Primero rememora aquellos momentos antes de Reyna, donde el corazón le ardía por razones muy diferentes. De dolor y rechazo. Rabia. Odio. Donde el fuego era sinónimo de destrucción, y el solo pensar en llamas ardiendo le producía una culpa que arrasaba con todo a su paso y solo conseguía recordarle una cosa: el cadáver de su madre cuando los bomberos lograron sacarlo de entre el humo y las cenizas.

Aquel sentimiento le controló cual titiritero por muchos años –más de los que quisiera admitir− doblegándolo a su voluntad mientras Leo se obligaba a huir de lugar en lugar con tal de correr lejos de los recuerdos.

Con tal de que la culpa no siguiera sofocándolo hasta consumirlo, tal como había hecho desde su más tierna infancia.

Entonces llegó Reyna y Leo encontró en ella una razón para quedarse. Un bálsamo sobre las heridas de su pasado. Pelearon en batallas interminables que prometían una victoria difícil pero no imposible contra las fuerzas de Gea, una lucha constante para defender la esperanza de que algún día todo terminaría y podrían ambos marchar a Nueva Roma con la certeza de que un futuro en conjunto les esperaba.

Pero ese futuro nunca llegó.

Fue Percy quien llevó su cuerpo, Jason quien le vio morir. Leo el que la abandonó, besándola por última vez −sin saber que era una despedida− para marcharse así a un lugar perdido en la batalla. De todos los errores de su pasado, ese siempre será el peor.

Leo es humo y lo sabe. Sin embargo, si miras atentamente a sus ojos –no, no te desvíes a su lagrimas, tienes que ver más allá de ellas− podrás darte cuenta de que algo dentro de sí no se ha apagado completamente. Arde cada mañana cuando no ha despertado por completo y cree que Reyna se encuentra a su lado, con el ceño fruncido ante alguna de sus bromas. Extraña ese gesto como nada en la vida, extraña hacer bromas a su costa y que aunque ella intentase regañarlo, no pudiese evitar reir. Luego Leo se da cuenta de que si la extraña es porque ya no está, y termina por salir de sus ensoñaciones, encontrándose con ese ardor que se extiende por todo su cuerpo hasta derramarse en un llanto desesperado.

¿Puedes verlo? Se está incinerando, justo ahora, justo ahí –es un fuego destructivo que solo lo mata a él−, mientras deja las flores en la tumba de la que alguna vez fue su bálsamo sanador entre tanto caos. Y allí, arrodillado en el pasto verde del cementerio, vuelve a consumirse en agonía y es humo nuevamente.

Humo y sombras, porque Leo es justamente eso, tan solo una sombra de lo que una vez fue.