Mello le dijo que no iba a doler, pero sí lo hizo. Y cómo. Matt no se queja nunca de lo que sucede con su cuerpo, pero el dolor parece tener vida propia. Cuando se encajó dentro suyo, no gritó, no lloró, no reclamó con los labios mordidos, sangrantes. Pero comenzó a temblar, bajo la palma de Mello, conciliador y amigo.
Años más tarde, cuando está solo, de noche, esperando a que su mejor amigo y amante, regrese pronto con dinero sacado de Dios-diga-qué-mafia para financiar su búsqueda del Grial, se ve descansando del orgasmo, en el asiento del conductor, inundada la escena de luna pegajosa, con esas ideas mezcladas con los residuos del placer y la culpa, igual que cuatro veranos antes.
