ADAPTACIÓN. Tanto la historia como los personajes no me pertenecen, y la adaptación está realizada por Martasnix.
"Amor y Honor"
Capítulo 1
Lexa Woods, recién salida de la ducha, atravesó desnuda el alfombrado salón en dirección al bar. Desde los ventanales que se abrían del suelo al techo de su ático se disfrutaba de una despejada vista del horizonte nocturno de Washington. La perspectiva era impresionante. Lexa se sirvió dos dedos de whisky de malta sin mezcla en una sólida copa de cristal de roca y se apoyó en la barra que recorría un lado de la habitación, contemplando las luces de la ciudad entreveradas con las estrellas. En un determinado momento de su vida, aquella visión de penetrante belleza había perdido la capacidad de conmoverla, un momento posterior a la pérdida en el que estaba convencida de que nada volvería a hacerla vibrar. Se había equivocado. Tras coger una bata de seda gris de un taburete, se la puso y se acercó al teléfono. Marcó un número de memoria y esperó con ansiedad escuchar la única voz que siempre quería escuchar.
—¿Diga?
Lexa sonrió.
—¿Qué tal por San Francisco?
Hubo una rápida inhalación, seguida de una risa gutural.
—¿A ti qué te parece? Es la ciudad de los hombres guapos y las mujeres despampanantes. Y estamos en agosto, no llueve y luce el sol.
—Suena absolutamente perfecto.
—Lo es. —Clarke Griffin se sentó en la cama y miró por la ventana de la habitación de invitados de una casa de varios pisos, de cristal y cedro, encajada en un hueco sobre la ladera de Russian Hill. Más allá de las copas de los árboles y los tejados se veía la extensión de la bahía de San Francisco, que reflejaba los colores del sol poniente. El panorama era de una belleza tan conmovedora que Clarke deseó que su interlocutora estuviese a su lado para compartirlo. Con aquella voz ronca y llena de emociones que aún no había perdido la capacidad de estremecer, añadió—: Casi.
—¿Casi? —Lexa tomó un sorbo de whisky, mientras imaginaba los ojos de intenso color azul y los desordenados rizos rubios. Apoyó la cadera en el brazo de un sofá de piel y contempló la noche. Resultaba curioso que una vista que había tenido ante sí miles de veces de repente le hiciese añorar la compañía, cuando durante muchos meses apenas la había registrado su conciencia. Sabía qué era lo que había cambiado; algo no premeditado. Ni sensato—. ¿Algún problema?
—Hum. No encuentro fecha para la recepción.
—Ah… —Lexa suspiró—. En eso no puedo ayudarte. Lo siento.
—¿En serio? —bromeó Clarke, procurando ocultar su decepción. No habían hecho planes concretos, pero ella tenía esperanzas—. ¿Qué ocurre por ahí?
—Las maniobras burocráticas de siempre: demasiadas opiniones, demasiados jefes de sección, demasiada gente preocupada por su carrera política—. Bebió el whisky, dejó la copa sobre un posavasos de piedra tallada en la mesita auxiliar y procuró hablar con tono ligero—. Como te he dicho, nada fuera de lo normal en la Colina del Capitolio.
—Entonces, ¿esa reunión informativa va a durar más días?
—Creo que sí. Hoy ha sido el repaso de los acontecimientos con pelos y señales. El análisis de quién estaba, dónde, cuándo y qué hizo.
—¿Y mañana?
—Mañana será interesante—. « Mañana colgarán a alguien.»
—No pareces muy preocupada—. « Pero me ocultas algo.»
—No, no estoy preocupada. ¿Va todo bien por ahí? ¿Te ha localizado la prensa?
—Todo bien —se apresuró a responder Clarke—. Nada fuera de lo corriente.
—¿Quién está en la casa? —Había revisado los detalles con Marcus Kane, su coordinador de comunicaciones, durante un descanso entre reuniones, pero la ponía nerviosa estar separada de su equipo. Los apabullantes acontecimientos de las semanas anteriores la habían alterado mucho y habían servido para recordarle que cualquiera podía burlar la protección mejor pensada si ponía verdadero empeño. Le costaba asumirlo, sobre todo cuando afectaba a Clarke.
—Reyes está al otro lado del pasillo y Davis en el piso de abajo jugando a las cartas con Anya y un caballero canoso extraordinariamente atractivo con un irresistible acento italiano.
—Debe de ser Giancarlo. —Lexa se rió e imaginó a su madre animando una casa llena de artistas, visitantes extranjeros y agentes del Servicio Secreto—. Parece que todo se halla bajo control.
—Marcus sabe lo que hace, Lexa. No tienes por qué preocuparte.
—No me preocupo por nada. —Lexa se alegró de que Clarke no pudiese verle la cara. La hija del presidente era capaz de descubrir la verdad bajo su expresión, cuando los demás no veían más que un rostro neutro.
—Te noto cansada.
—Estoy bien —repuso Lexa automáticamente. En realidad, sufría un terrible dolor de cabeza debido a un golpe que se había llevado durante una explosión dos noches atrás, y no había dormido demasiado desde que abandonó la cama de Clarke Griffin la tarde anterior. Pasar el día entero explicando cómo dos agentes federales bajo su mando habían acabado en la unidad de cuidados intensivos no había contribuido a mejorar su jaqueca.
Gustus Carlisle, director adjunto del Tesoro de los Estados Unidos, cerró la puerta tras de sí y miró con aire inexpresivo a la jefa del equipo del Servicio Secreto que protegía a la hija del presidente.
—¿Se encuentra bien?
—Golpes y magulladuras. Nada grave—. Lexa se sentó a la derecha de la cabecera de la mesa, donde sabía que Carlisle, su superior inmediato, se acomodaría durante la reunión y la revisión de los hechos. El FBI ocuparía el otro extremo, y los representantes del Consejo de Seguridad Nacional y el asesor de seguridad personal del presidente se sentarían en el territorio intermedio y más o menos neutral. En aquel momento, Carlisle y Lexa estaban solos en la habitación, pero la situación cambiaría al cabo de un cuarto de hora, cuando llegasen los demás para hablar del intento de asesinato de la única hija del presidente.
—Si no está preparada para esto, Woods, dígamelo ahora.
—Me encuentro bien, señor. —Carlisle no tenía por qué enterarse de que sufría doble visión intermitente, náuseas persistentes y mareos.
Carlisle resopló y ocupó la silla situada en el extremo de la mesa.
—De acuerdo, hágame un resumen. ¿Cómo se jodieron las cosas de tal forma?
—¿Cómo se joden siempre las cosas? —Lexa se frotó la nariz y se sacudió la tensión de los hombros—. El tipo era bueno, un profesional, y conocía el protocolo; previó lo que haríamos; sabía dónde nos íbamos a apostar. Todo el tiempo fue por delante de nosotros. Nos superó.
—¿Por qué no sabía usted nada de él?
—¡Porque no estaba en el ajo! Nadie lo estaba, como bien sabe. El FBI nos excluyó. —Hizo una pausa para refrenar la ira. Hacía más de una docena de años que conocía a Gustus Carlisle. Le caía bien, lo respetaba como a cualquier burócrata, pero no estaban en el mismo barco. Él era un administrador y, por definición, tenía que seguir los tejemanejes de la política de Washington. Sabía perfectamente que a Lexa y a su equipo no se les habían comunicado las amenazas contra la vida de Clarke Griffin porque él había aceptado que no se les informase. Tal vez de mala gana, pero lo había hecho. Aunque fuese a contrapelo, Carlisle había puesto en peligro la vida de la mujer a la que Lexa debía proteger y, por tanto, nunca volvería a confiar plenamente en él.
Lexa se encogió de hombros y habló en tono más sereno:
—La inteligencia interdepartamental se resquebrajó; nada raro, por otra parte. Alguien tendría que haber descubierto su identidad hace meses, antes de que se acercase. Tuvimos suerte al salir del paso sólo con esas víctimas.
—No puedo poner eso en un informe para el director de seguridad.
—Me ha preguntado qué ocurrió. Y eso fue lo que ocurrió: nos dieron la patada en el culo.
Carlisle miró al techo.
—Haga una valoración de su equipo.
—Notas altas para todos. —Lexa se enderezó con una mirada penetrante e intensa—. No hay chivos expiatorios en mi grupo, señor. Si alguien debe pagar por esto, seré yo.
—Esperemos que no haga falta llegar a tanto.
—¿Lexa? —repitió Clarke—. ¿Estás ahí?
Lexa se sobresaltó, desorientada durante un segundo.
—¿Qué? Sí. Lo siento.
—¿Qué me estabas contando? ¿Tienes problemas? —Clarke se levantó y buscó su maleta debajo de la cama. Sucedía algo. Lexa Woods nunca se descentraba. No de aquella forma. Clarke procuró no dejarse dominar por el pánico, pero el recuerdo de Lexa después de la explosión estaba demasiado fresco en su cabeza—. Puedo coger el vuelo de medianoche a Washington…
—No. —Lexa, agitada, se levantó bruscamente y se tambaleó debido a un repentino mareo. Soltó una maldición para sus adentros y se vio obligada a sentarse antes de continuar—. Para empezar, no debería hablar de esto contigo.
—No me vengas con el protocolo, Woods. —Clarke soltó la maleta, y el golpe resonó en medio del silencio—. « Ahora no, después de todo lo que hemos sufrido.»
—Además —siguió Lexa, con una leve sonrisa al imaginar los ojos de Clarke echando chispas—, no te puedes meter en una cosa así. Tienes que estar por encima…
—¿Cómo? Por encima de qué… ¿de la vida? —La habitación se enfrió de pronto; la puesta de sol ya no resultaba tan acogedora. « ¿Cuándo empezarás a verme primero como tu amante y después como la hija del presidente?»
—Se supone que no debes conocer los pormenores de tu seguridad.
—Por Dios, Lexa. ¿Cómo se te ocurre decir semejante cosa? —Clarke se acercó a la ventana a paso rápido, intentando imaginar a Lexa en su piso y añorando algo más que su voz. « Ni siquiera he estado allí nunca. Ella lo sabe todo sobre mí, y yo no sé prácticamente nada de ella.»
—No puede trascender que te preocupas por eso… ni por mí —dijo Lexa en tono amable—. Levantaría ampollas.
—¿Levantaría ampollas? ¿Crees que me importa? —Pero nada más decirlo, Clarke se dio cuenta de que sí le importaba. Apoyó el hombro en el marco de la ventana y contempló la puesta de sol sobre la bahía. Costaba trabajo creer que sólo había pasado poco más de un día desde que se habían despertado juntas tras sufrir una pesadilla. Lexa y dos de sus agentes habían estado a punto de morir al detener a un loco, un loco que tenía fijación con Clarke, un loco dispuesto a matarla si no podía poseerla.
Clarke se hallaba desnuda junto a su amante, con un brazo sobre el abdomen de Lexa, que dormía. Durante unos momentos, se limitó a disfrutar de ella, a paladear la tranquila sensación de posesión. Cuando Lexa se movió, Clarke besó su hombro desnudo, que sabía ligeramente a sal.
—¿Ahora somos libres? —preguntó en voz baja.
—Sí.
Pero Clarke sabía que no era del todo cierto. Para ella la libertad era relativa (necesitaba protección las veinticuatro horas del día) y dependía de los medios de comunicación, de los admiradores agobiantes y, en un mundo cada vez más pequeño debido al terrorismo global, de los individuos anónimos y sin rostro que pretendían debilitar a sus enemigos políticos por medio de ataques personales e intimidaciones. Mientras fuese la hija del presidente, y seguramente durante más tiempo, necesitaría protección. Y la protección era una intrusión.
—Preferiría que no volvieses a darme otro susto de muerte durante una temporada —dijo Clarke tras un nuevo beso. «Anoche me horrorizaba pensar que podías haber muerto. No lo soportaría otra vez.» Lexa besó el sedoso cabello rubio.
—No tengo intención de asustarte nunca más. Sé que cuesta creerlo, pero estas situaciones se dan muy raramente. Espero que algún día lo entiendas.
—No vas a dimitir, ¿verdad?
—No quiero hacerlo —respondió Lexa, y se acercó más a Clarke—. Esto es lo que hago, Clarke, y me parece bien. Me permite estar contigo más de lo que podría estar en cualquier otra circunstancia. No me apetece verte una noche cada dos meses durante los seis años siguientes.
Clarke se esforzó por desprenderse del miedo y escuchar. No podía negar la realidad de la situación, ya que si Lexa no formase parte de su equipo de seguridad, les resultaría casi imposible verse. Incluso con ella como jefa de seguridad, les costaba trabajo tener una vida personal, pero eso no era nuevo para Clarke. A ese respecto, se había movido al margen del sistema toda su vida. Suspiró.
—No sé si funcionará, pero estoy deseando probar.
—Si no funciona, haré lo que tenga que hacer —le aseguró Lexa—. Te amo.
« Haré lo que tenga que hacer.» Las palabras resonaban en la mente de Clarke, pero sabía que Lexa tal vez no tuviese elección. No podía dimitir ni pedir un traslado hasta que los recientes acontecimientos de Nueva York se resolviesen.
—No olvides que conozco a las personas que están en la unidad de cuidados intensivos de Manhattan. Y, por si no te habías dado cuenta, también siento algo muy fuerte por ti.
Lexa se recordó a sí misma, y no por primera vez, por qué las relaciones entre los agentes del Servicio Secreto y las personas protegidas estaban prohibidas. No se trataba de algo ilegal, pero en la Agencia había una ley tácita. Y violarla podía acarrear un destino fulminante en una embajada remota. Percibió la frustración en la voz de Clarke. « Esto no va bien.» A Lexa no le preocupaba su carrera, sino que las consecuencias salpicasen a Clarke y a su padre. El dolor de cabeza se agudizó y habló en tono cortante sin darse cuenta.
—Es un asunto de la Agencia, Clarke. Eres la hija del presidente, por Dios. Meterte en esto provocaría un partidismo de la peor especie. Si trasciende, podría perjudicar políticamente a tu padre, por si te parece poco ver tu vida privada en las primeras páginas de los periódicos.
—He organizado mi vida privada y protegido la carrera de mi padre mucho tiempo sin tu ayuda.
El silencio que se produjo a continuación dio mala espina a Lexa, a pesar de los cinco mil kilómetros que las separaban. Tomó aliento, parpadeó por causa del dolor y reculó.
—Lo siento. Sólo quería decir…
—Entiendo perfectamente lo que quería decir, comandante —repuso Clarke en tono glacial—. Sé muy bien quién soy para el público y cómo debo comportarme en el terreno político. Tenía la impresión equivocada de que estábamos hablando de algo privado. Algo entre nosotras.
—Escucha, yo…
—No hace falta que des explicaciones. ¿Algo más?
—Tengo que hablar con Marcus. —Lexa se frotó los ojos con gesto de cansancio.
—Te sugiero que lo busques en el hotel. Seguro que tienes el número.
—Sí.
—Entonces, buenas noches, comandante.
—Buenas noches —dijo Lexa dulcemente, pero la comunicación se había interrumpido. Dejó el auricular con cuidado en la base y se recostó en el sofá. Cogió un mando a distancia de la mesita auxiliar, apagó las luces de la habitación y cerró los ojos, sabiendo que no podría dormir.
Clarke se quitó los pantalones del chándal metódicamente, cogió los vaqueros que estaban sobre el respaldo de una silla y se los enfundó, todo en menos de medio minuto después de arrojar el teléfono móvil sobre la cama. Tardó aún menos tiempo en acabar de vestirse y, tras ponerse su sudadera negra favorita con capucha y con las siglas de la Universidad de Nueva York sobre el pecho izquierdo, se dirigió a la puerta. En el último momento se acordó del teléfono móvil y lo guardó en el bolsillo delantero. Aunque se sentía furiosa, no podía ignorar los arraigados hábitos de media vida y estaba demasiado bien entrenada para hacer estupideces. En el pasillo, Raven Reyes, una joven agente castaña del servicio secreto (de rostro saludable y con un asomo de músculo bajo el traje oscuro) estaba apoyada en la pared, sin apartar los ojos del dormitorio de Clarke. Se puso firme rápidamente, sorprendida, cuando Clarke salió de la habitación. Las dos mujeres se miraron, y el silencio se intensificó a medida que pasaban los segundos.
—Voy a dar una vuelta —dijo Clarke al fin.
—Se lo notificaré a Marcus —replicó Reyes sin inflexiones de voz. Cogió el móvil que llevaba prendido en el cinturón y retiró la tapa con un ágil movimiento de la muñeca. Pero Clarke Griffin la detuvo sujetándole un brazo, lo cual la dejó anonadada.
—No. Por favor. Sólo quiero dar una vuelta. No voy a ningún lado.
—No puede ir sola —repuso Reyes enérgicamente, olvidando su impasibilidad. Tenía que practicarla más—. Además, la comandante…
—No está aquí, ¿verdad? —preguntó Clarke en tono cortante, apartándose antes de que la agente reparase en el dolor de su mirada. « Pueden vigilar mi vida, pero prefiero colgarme a que sepan lo que siento.»
—Bueno, pero se enterará… ¡Eh!
Clarke se alejó rápidamente por el pasillo, pisándole Reyes los talones.
—Por favor, señorita Griffin, déjeme llamar a los coches.
—Si quiere venir conmigo, no hay problema. Pero sólo usted. —Empezó a bajar por las negras escaleras; estaría fuera, libre, al cabo de unos instantes—. Como levante la muñeca para hablar por el micro, me largo.
A Reyes no le quedó más remedio que seguirla. Conocía a la hija del presidente lo bastante como para saber que resultaba inútil discutir. También sabía que, si provocaba a Clarke, era muy capaz de darles esquinazo a todos y desaparecer. Había ocurrido antes y constituía una amenaza peor para su seguridad que salir con un solo agente como protección. « ¡Oh, Dios, Marcus va a matarme! Menos mal que la comandante está en Washington.» Pasaban un poco de las nueve de la noche, y el cielo estaba despejado, casi sin nubes, salvo unas volutas aisladas que lanzaban destellos plateados al reflejar la luz de la luna llena. Clarke estaba sola en una ciudad famosa por su romanticismo y en una noche ideal para amar. Bajó las retorcidas escaleras de madera que conducían desde la parte de atrás de la casa de Anya Casell hasta Lombard Street. Iba demasiado rápido para lo que era el lugar, sobre todo en la oscuridad, esforzándose por ignorar el dolor. Hacía mucho tiempo que no le agobiaba la soledad, y en las raras ocasiones en que sucedía, sabía lo que debía hacer. Unas horas perdida en brazos de una hermosa desconocida, placeres anónimos sin coste para nadie, le habían bastado hasta que Lexa Woods apareció apenas un año antes y todo cambió.
—Como si yo se lo pidiese.
—¿Disculpe? —Reyes procuraba tener al alcance de la mano a la hija del presidente sin tocarla.
—Nada.
Llegaron a la calle y descendieron por el camino lleno de curvas en dirección a la bahía. Cuando resultó evidente que Reyes sólo iba a limitarse a seguir sus pasos, Clarke se relajó un ápice.
—A propósito, ¿qué hace usted aquí? Pensé que estaba libre de servicio.
Reyes se puso colorada y agradeció que su acompañante no pudiese verla. La pregunta le sorprendió. No sabía que Clarke Griffin, cuyo nombre en código era Egret, se fijaba en el programa de su equipo de seguridad. Aunque Reyes era la agente principal de la seguridad de Egret y todos los días pasaba horas con ella en todo tipo de circunstancias, hacía meses que no sostenían una conversación personal. No lo habían hecho desde la noche, seis meses atrás, en que ambas habían disfrutado de varias horas de frenesí en la cama. « Al menos yo estaba bastante frenética. Y, ahora que lo pienso, tampoco entonces hablamos demasiado.»
—¿Puedo alejarme? —preguntó Clarke. Seguía sin entender por qué aquellas personas estaban dispuestas a arriesgar la vida por alguien ante el que se esforzaban por ser invisibles. Aunque sabía cómo se llamaban todos los agentes de su equipo, conocía muy pocos detalles personales de ellos. Casi nunca la miraban a los ojos porque estaban muy ocupados vigilando otras cosas. Si se presentaba desnuda delante de ellos, ni siquiera pestañeaban. Sonrió para sus adentros; Reyes sí lo haría. La agente aún no dominaba bien la expresión del rostro. « Además, nunca le haría algo así.»
—Anoche, después de que todos se fueran al aeropuerto, me sentí inútil —confesó Reyes, colocándose a la derecha de Clarke, de modo que se interponía entre ella y el tráfico de la calle.
—Necesita una vida propia, Reyes —comentó Clarke sin mala intención.
—Después de lo que pasó, yo… no sé. Sólo quería estar aquí.
Clarke contuvo la respiración porque la comprendía. Todos ellos, el equipo entero, habían sufrido lo indecible juntos y, aunque eran como extraños en muchos aspectos, se sentían vinculados por la victoria compartida y también por la pérdida compartida. A pesar de entenderlo, Clarke se sorprendió de que Reyes lo reconociese.
—¿No le preocupa decir cosas como ésa? Van a arruinar su imagen de macho.
—¿Macho? —Reyes se rió, y luego se detuvo en la esquina de Hyde con Beach, ocultando discretamente el cuerpo de Clarke en la intersección mientras miraba la calle de arriba abajo. Por suerte, era una noche entre semana y había pocos turistas. Cruzaron la calle y descendieron hacia la bahía—. Mientras la comandante confíe en mí, no me preocupa gran cosa mi imagen.
—¿Le importa mucho lo que ella piense?
—Por supuesto —afirmó Reyes, claramente sorprendida—. Ella es… en fin, es todo lo que yo quiero ser.
—Tenga cuidado con lo que quiere. —Clarke habló en tono cortante, pero sin enojo. Era dolor. «¿No te das cuenta de lo que le cuesta?»
Reyes se quedó callada. Clarke y ella siguieron caminando rápidamente y giraron a la izquierda en Jefferson hasta que llegaron a la playa. Clarke, sin separarse Reyes de ella, bajó las escaleras de piedra que conducían a la arena y, por último, se sentó con las rodillas encogidas, contemplando el claro de luna sobre las olas.
—¿Cómo está Octavia? —preguntó Clarke en voz baja y pensativa. Deslizó la fina arena blanca entre los dedos, dejando que cayese formando un reguero a su lado.
—Bien —respondió Reyes en tono dubitativo, sin saber cómo hablar a la mujer con la que pasaba más tiempo que con nadie—. Esta mañana me ha echado a patadas del hospital, por eso decidí venir aquí por la tarde. Para estar con todos.
—¿Por qué la echó Octavia? ¿Acaso la agobiaba?
—Pues… tal vez. Un poco.
Reyes se agitó en la silla forrada de rígido vinilo, mirando el reloj en la penumbra. Las cinco y diez de la mañana. Había dormido toda la tarde anterior después de que la comandante librase de servicio al primer equipo. En cuanto se despertó, fue al hospital, encontró a Blake demasiado sedada para hablar y decidió sentarse a esperar a que despertase la agente del FBI. Eran las ocho de la tarde. Se estiró, se acercó a la cama y contempló a la mujer herida. Bajo la luz mortecina procedente del pasillo, la piel habitualmente color café de Octavia parecía pálida, casi sin vida. Con el corazón en un puño, Reyes se apresuró a coger la mano yerta sobre las mantas y a apretarla entre las suyas. Estaba caliente. Cerró los ojos, soltó un suspiro tembloroso y frotó la mejilla contra los dedos largos y finos.
—Hola —dijo Octavia en voz baja, apretando débilmente la mano de Reyes.
Reyes se sobresaltó.
—Hola. Estás despierta.
—Más o menos. ¿Puedo beber agua?
—Sí, claro. Espera un momento. —Reyes se apresuró a verter agua templada de una jarra de plástico verde en un vaso de plástico y a desenfundar una pajita. Inclinó el vaso con mucho cuidado y colocó la pajita entre los labios de la enferma—. Ya está.
Tras unos cuantos sorbos, Octavia dejó caer la cabeza sobre las almohadas.
—Gracias.
—¿Quieres que llame a una enfermera? ¿Necesitas algo para… el dolor?
—No, aún no. Cuéntame algo. —Octavia hablaba con voz débil, pero su mirada era limpia.
—De acuerdo.
—¿Qué ocurrió?
A Reyes se le aceleró el corazón de nuevo; ya le había contado la historia el día anterior. Aunque seguramente era normal, ¿no? Con paciencia, volvió a narrar los hechos desde el principio, prescindiendo de las partes más sangrientas. Y del tremendo susto que se había llevado estando arrodillada junto a Octavia, mientras le apretaba el hombro con ambas manos en medio de la sangre que le brotaba.
—¿Raven?
—¿Eh? —repuso Raven con demasiada energía, sobresaltándose.
—¿Has dormido algo?
—Sí, muchísimo.
—Pareces… asustada.
—No, estoy bien.
—Vale. —Octavia cerró los ojos.
Reyes contempló los leves movimientos del pecho de Octavia durante unos minutos y supuso que estaba dormida. Soltó los dedos de la mujer suavemente y dejó la mano yerta sobre las mantas. Cuando alzó la vista, Octavia la estaba mirando.
—¿Te marchas? —La voz de Octavia apenas se oía.
—No, si no quieres que lo haga.
—Quiero que lo hagas.
—Oh. —Reyes desvió la vista, abrumada.
—Raven.
—¿Sí?
—Mírame.
Lentamente, Reyes miró a Octavia. La luz de la habitación permitía ver el brillante color verde de sus ojos, y Reyes no pudo reprimir una sonrisa. Octavia le devolvió la sonrisa.
—Me pondré bien… en cuanto pueda.
—Ya lo sé —se apresuró a decir Reyes.
—No, en serio. Y no puedes quedarte ahí sentada, muerta de preocupación, mientras me recupero.
—No me preocu…
—Vuelve al trabajo si no quieres disfrutar del permiso. Llámame todos los días.
—Todos los días, ¿eh? —Reyes soltó una risita—. ¿Por la mañana o por la noche?
—Da igual.
—¿Las dos veces?
—Si quieres.
Reyes respondió con voz ronca.
—Oh, me encantaría.
—La agobiaba, sí, bastante —admitió al fin Reyes con una leve risa—. Sí.
Clarke volvió la cabeza y reparó en la sonrisa que no ocultaba la oscuridad. « ¡Ajá! Nuestra joven Reyes está enamorada. Me pregunto…»
Sonó el teléfono que Reyes llevaba en el cinturón, rompiendo el silencio, y ambas se sorprendieron.
—No conteste —dijo Clarke enseguida.
Reyes cabeceó mientras su mano abría el teléfono.
—Tengo que hacerlo.
Cuando oyó la voz familiar y profunda, se alegró de haber respondido.
