Sidestory 1
EN EL REINO DE HIELO
Efialtes estaba tan seguro de que ese sería su último día que al volver en sí no podía creer que siguiera con vida después del naufragio. Hubiera jurado que esa sería su primera y única tormenta en el mar.
Hasta para alguien tan ignorante como él en cuestiones de navegación era evidente que aquel barco no resistiría. Un marinero había gritado algo acerca de que se trataba de una tormenta divina, quizá enviada por el mismo Poseidón, y Efialtes, que llevaba su nombre en honor de uno de los hijos del dios de los mares, el fundador de su familia, no se había sentido nada a gusto con la idea. De alguna manera (Atenea sabría por qué) podía darse cuenta de que la tempestad ciertamente era sobrenatural, pero no tenía nada que ver con Poseidón.
Presentimientos aparte, el barco había sido diseñado para recorrer distancias cortas entre las islas de Mediterráneo, no para averiguar si el Río Océano tenía o no otra orilla. De la misma manera en que él (pese a ser descendiente de marinos) nunca había visto el mar hasta que fue necesario ese viaje. Ni él ni el barco, ninguno de los dos estaba listo para algo semejante y probablemente ninguno de los dos podría repetir la experiencia.
Recordaba haber invocado con todo su corazón a Atenea y a Poseidón (un poco tímidamente al tratar de recordar los títulos sagrados del dios, avergonzándose por no haber participado nunca del culto ritual de su familia hasta el momento de encontrarse en peligro de muerte), e incluso a Cástor y Pólux, protectores de los navegantes. Aparte de rezar, no podía hacer nada útil... ¿A quién debería agradecerle el encontrarse con vida?
Se incorporó poco a poco, explorando el lugar con la mirada.
Era un refugio pequeño, construido con bloques de hielo y alfombrado con pieles para templar el interior. Lámparas con aceite de ballena, pero de una hechura desconocida para él, iluminaban y brindaban calor al lugar.
Un hombre y una mujer de piel cobriza, ojos rasgados y cabello negro sonrieron al darse cuenta de que estaba despierto. Le hablaron cordialmente en una lengua rápida e incomprensible y le ofrecieron de comer y beber.
Se dirigió a ellos en todos los idiomas que conocía, pero sus anfitriones sólo sonreían, no comprendían sus palabras.
Alguien más habló en aquel idioma extraño y la amable pareja se retiró rápida y silenciosamente para darle lugar.
El visitante vestía igual que la pareja de piel cobriza, con un traje de cuero y pieles, pero era radicalmente distinto. Tenía el cabello blanco como las estalactitas de hielo que Efialtes había visto en el último puerto, antes de la tormenta, su piel era tan clara como la de los bárbaros de Germania, pero no se sonrosaba con la misma facilidad ante el frío, y sus ojos eran del azul más claro que pudiera imaginarse, casi como si se tratara de escarcha reflejando el mar o el cielo.
El desconocido soportó con calma la mirada sorprendida del griego durante unos minutos, como dándole tiempo para acostumbrarse a su presencia.
-Estás muy lejos de tu patria –dijo finalmente.
-¡Hablas griego! –se sorprendió Efialtes.
-Deberás disculparme si lo hago mal, hace muchos años que no tenía oportunidad de practicarlo.
¿Hablarlo mal? Lo hacía con la pulida perfección de un orador y sólo el leve rastro de un acento indefinible servía para poner en evidencia que no era su lengua materna.
-¿De dónde eres? –preguntó Efialtes.
-Del Sur y del Norte, del Este y Oeste, de todo lugar –replicó el otro.
Efialtes se preguntó si estaría molesto, si sería una broma o si era la respuesta correcta, perdiendo el sentido que pudiera tener en el idioma original al traducirse al griego, pero no tenía forma de saberlo, toda la expresión del desconocido era una serenidad fría, carente de emociones.
-¿Cuál tu nombre?
-Los inuit me llaman Padre del Invierno.
-Yo soy Efialtes de Acuario.
-Un Caballero de Atenea.
-¿Cómo lo sabes?
-A veces los cuervos me traen noticias. No hasta aquí, claro, estamos demasiado al Norte de las Tierras Verdes, pero cuando las noches se alargan, viajo con el frío a la zona de los Grandes Lagos y me entero de lo que ha sucedido durante el año. Y a veces me visitan mis hermanos, ellos traen noticias del otro lado de la Tierra. He seguido con mucho interés tu viaje.
-¿En verdad?
-Desde lo de Jasón y el Argos, no había sabido de nadie que estuviera tan loco.
Efialtes no supo si sentirse ofendido o darle la razón a Padre del Invierno; después de todo, él mismo lo había pensado así unas cuantas veces.
Padre del Invierno se marchó después de eso y Efialtes no volvió a verlo hasta una semana después, el primer día que sus anfitriones le permitieron abandonar el refugio. El hombre de cabello blanco estaba afuera, contemplando el mar.
El griego se sintió abrumado ante la inmensidad blanca que lo rodeaba en todas direcciones, incluso el cielo y el mar tenían la misma blancura, mientras que los témpanos relucían con destellos de nácar. Tuvo que apoyarse en algo para mantener el equilibrio.
-Parece que no quedó nada de mi barco –murmuró, más para sí mismo que para el otro.
-Sólo tú y tu armadura. La luz de Atenea te protegió, los demás no tuvieron tanta suerte.
-Ha sido mi culpa... yo hice que me acompañaran –dijo Efialtes, bajando la vista y tratando de no pensar en la tripulación, que ahora estaría en el fondo del océano, sin posibilidad de una sepultura digna que les permitiera entrar al Hades.
-Pagaste por sus servicios y ellos no corrían más riesgo que en cualquier otra ocasión en que decidieran navegar. En todo caso, cuando se busca ganar algo, siempre hay que pagar un precio. Considéralos un sacrificio necesario.
-¡Estamos hablando de seres humanos!
-Sí, pero también de prioridades. ¿No irías hasta el fin del mundo si Atenea te lo pidiera? En una situación así, siempre quedará algo, o alguien, por el camino.
-Pensé que ya estaba en el fin del mundo.
Eso hizo que la sombra de una sonrisa se dejara ver por un instante en el rostro de Padre del Invierno.
-Siempre será más lo que ignores que lo que sepas.
-Por el momento, me conformaría con saber cómo continuar mi viaje.
-No te preocupes por ello. Yo me encargaré de que regreses, cuando hayas obtenido lo que viniste a buscar...
-¿Cómo...?
-Te traje hasta aquí, volverás a Grecia a salvo... ¿ocurre algo?
-¿Tú?... –Efialtes retrocedió espantado-. ¡Tú eres alguna clase de genio, tú fuiste quien provocó la tormenta, tú hiciste naufragar el barco!
-Te traje aquí porque querías venir, lo del barco fue circunstancial.
Efialtes le dio la espalda y se alejó caminando lo más rápido que pudo.
-¿A dónde vas, Caballero de Acuario? –preguntó Padre del Invierno, con voz calmada y sin moverse de su lugar.
-¡A donde sea!
El hombre inuit vio que su huésped extranjero se alejaba, con el aspecto de alguien muy alterado, y se acercó respetuosamente a Padre del Invierno para preguntarle qué pasaba.
El espíritu del frío eterno lo tranquilizó amablemente y el hombre regresó a su casa provisional. Hacía más de un mes que él y su esposa deberían haber marchado con el resto de la tribu, era el tiempo en que se realizaba la cacería de focas, pero se habían quedado ahí por petición de Padre del Invierno para atender al extranjero con el que el espíritu quería hablar.
Por lo visto el extranjero se había asustado todavía más que el inuit cuando Padre del Invierno le dirigió la palabra por primera vez. Habría que confiar en que pudiera tranquilizarse antes de que el espíritu perdiera la paciencia.
Efialtes caminó en línea recta hasta que ya no pudo soportar el dolor en las piernas. Entonces se dio cuenta de que había dejado la armadura en el refugio. No supo si darle importancia. De todos modos moriría congelado si continuaba alejándose y la armadura no le sería útil en esas circunstancias, un pensamiento que lo hizo sentirse como un irresponsable. ¿Cómo se las arreglaría su sucesor para recuperar la armadura? Habría que dejarle el problema a Atenea. En todo caso, él se había probado ya como un verdadero fracaso.
Cuando la diosa apareció ante él la primera vez, para hablarle de la Orden que deseaba crear y pedirle que aceptara la armadura de Acuario, pensó que Atenea se había equivocado, confundiéndolo quizá con alguno de sus primos, grandes guerreros por aquel entonces. Ahora estaba casi convencido de eso.
Los otros jóvenes que se habían unido a la Orden pronto habían encontrado la manera de manipular sus cosmos, el poder del Universo se manifestaba de manera diferente en cada uno de ellos y habían acabado llamando "técnicas" a esas manifestaciones. Solo el Caballero de Acuario no tenía una técnica propia.
Era el único que tenía que depender de su simple fuerza física, el único que no escuchaba a los demás cuando se comunicaban por medio del cosmos, el único para el cual la armadura era tan solo un pesado estorbo. El único al cual los demás tenían que proteger a la hora de un combate.
Ese era el motivo del viaje, aprender sobre el cosmos y la naturaleza de la armadura de Acuario, encontrar la forma de igualar a los demás Caballeros...
Descubrir su propia técnica.
Pues bien, no había técnica, no había cosmos y sí un rastro de muertes inútiles, las muertes de los marineros que habían querido ayudarlo, y la suya propia en mitad de un desierto blanco mientras sus lágrimas de rabia se congelaban casi al momento y sin duda resultarían realmente dolorosas si no tuviera la piel completamente insensible por el frío que pronto acabaría con él.
Punto final.
O no, no era el punto final, porque un genio maligno había aparecido junto a él, quizá dispuesto a atormentarlo hasta que fuera hora de conducirlo al Tártaro.
Efialtes le lanzó una mirada de rabia a Padre del Invierno, que se había materializado de la nada para caminar junto a él y advirtió con sorpresa que ya no llevaba la abrigada ropa propia de los inuit sino una túnica blanquiazulada que lo hacía casi invisible en aquel paisaje.
-Sería recomendable que volvieras ahora. De lo contrario tendré que llevarte cargando cuando caigas agotado. No significaría una molestia para mí, pero me parece que te resultaría humillante –señaló Padre del Invierno.
-No voy a volver.
-Está bien. La muerte por congelamiento no es demasiado dolorosa.
¡Esa tranquilidad era tan irritante!
Efialtes dejó de caminar para plantarse frente al espíritu. Lo miró de arriba abajo por un segundo y luego le lanzó un puñetazo a la cara.
Padre del Invierno no intentó esquivarlo, pero Efialtes tampoco pudo alcanzarlo. Su puño se detuvo a milímetros del rostro del espíritu, una corriente helada y levemente luminosa le impedía avanzar más.
-Pensé que Atenea era lo más importante para ti, Efialtes de Acuario.
-¡Lo es!
-¿No harías cualquier sacrificio por ella?
-¡Sí lo haría!
-¿Entonces, no crees que todo lo que has pasado valdría la pena si pudieras dominar tu cosmos y tuvieras tu propia técnica, para servirla como un Caballero?
Efialtes bajó el brazo sin dejar de mirar fijamente a Padre del Invierno.
-¿Por qué lo dices?
-Cada armadura de Atenea tiene su propia personalidad y su propia naturaleza. La de la armadura de Acuario es el hielo. Tus dudas, tus temores y tu cólera te impiden acercarte a esa naturaleza. Jamás podrás alcanzar tu cosmos de hielo mientras sigas arrastrando esos estorbos. Has viajado desde muy lejos sólo para aprender lo que acabo de decirte.
-¿Y tú cómo lo sabes?
-Fue uno de mis nietos, en la isla de Mu, quien se encargó de forjar tu armadura y ocultó mi nombre entre los grabados que la adornan. La esencia de tu armadura se unió a la mía de la misma manera que el oricalco, el oro, el polvo de estrellas y la sangre de los héroes se unieron para crear el material del que está hecha. Ese fue mi regalo para Atenea, una manera de recompensarla por su interés en proteger a la humanos.
Efialtes se dio cuenta de que en ese momento el frío era tan intenso que ya no podía sentirlo. Sin estar muy consciente de lo que hacía, se quitó el pesado abrigo, concentrando todos sus sentidos en escuchar al espíritu.
-Pero hay un inconveniente. Yo no podía viajar hasta Grecia para decírtelo, así que era necesario que tú vinieras aquí a escucharlo. Solo en un lugar como éste podrías llegar a comprender la verdadera esencia de tu armadura y desarrollar tu cosmos en forma total. Sin embargo, primero debes soltar ese fardo de dolor y culpa que no has dejado de arrastrar en ningún momento.
Empezó a nevar mientras Padre del Invierno hablaba. Efialtes miraba la nieve caer sin verla como un conjunto: podía distinguir con claridad cada copo. La luminosa corriente de ¿aire?, ¿energía?, que rodeaba a Padre del Invierno también estaba ahora a su alrededor.
-Las emociones por sí mismas son cálidas, lo cual ha sido y siempre será propio y natural entre los humanos, pero me es ajeno por completo. No hay mal en ellas, pero no serán de ayuda al portador de la armadura de Acuario –concluyó el espíritu.
Efialtes meditó aquello por unos instantes más.
-Si debo renunciar a mis sentimientos para servir a Atenea...
-No dije que renunciaras, dije que no te ayudarán.
-Es lo mismo. No se puede servir a dos amos. Si me estorban para alcanzar mi cosmos... entonces no las necesito. No necesito cargar con la pena y la culpa por lo que sucedió con la tripulación del barco. No necesito sentir. Debo ser como el hielo, ¿no?
La luz alrededor de ambos se hizo más intensa, pero el espíritu no respondió de inmediato a esa pregunta.
-Tal vez no estás listo para comprenderlo totalmente. Tal vez más adelante... –murmuró finalmente, sólo que Efialtes estaba demasiado concentrado en ese momento y no alcanzó a escucharlo con claridad.
-Dijiste que los inuit te llaman Padre del Invierno, pero no dijiste que fuera tu nombre.
El espíritu le obsequió con una sonrisa, la primera y única sonrisa auténtica que Efialtes conoció de él.
-En realidad, mi nombre es Hielo.
-Hielo.
Efialtes estuvo a punto de sonreír a su vez, pero no pudo hacerlo, era como si hubiera olvidado cómo hacerlo al pronunciar ese nombre por primera vez. Hubo un cambio más pero no lo notó sino hasta mucho tiempo después, luego de regresar a Grecia: sus ojos, que habían sido negros como los de todos miembros de su familia, se habían vuelto en ese momento del mismo azul que los del espíritu del hielo.
Pero sí hubo algo que captó su atención en ese momento, una nueva luz que provenía de algún lugar en las alturas. Una luminosidad cambiante, infinitamente hermosa, que era imposible dejar de contemplar.
Hielo siguió la mirada de Efialtes y habló con suavidad.
-Las luces del Norte, la aurora boreal. He vivido mucho tiempo, más de lo que ningún mortal puede imaginar, y la aurora boreal es el primero entre todos mis recuerdos. Los inuit tienen una leyenda al respecto, ¿sabes? Dicen que nada puede competir con su belleza eterna y lejana, pero la aurora boreal es también peligrosa. A veces baja a la Tierra y destruye a los que se atreven a contemplarla. Ella también tiene la esencia del hielo. Está en tu cosmos... dale un nombre y te pertenecerá para siempre.
Efialtes asintió, se volvió lentamente hacia un témpano que dejaría de existir segundos después y unió sus manos como si fueran una copa en la que estuviera toda la luz eterna del Norte. Al encontrar su cosmos, las palabras se habían formado en su mente sin necesidad de buscarlas.
Fue un segundo de eternidad.
-¡EJECUCIÓN DE AURORA!
Fin
Notas:
"Río Océano": los griegos creían que el océano era en realidad un inmenso río circular que rodeaba la tierra firme, lo que había más allá era una incógnita.
"Inuit": es la palabra que usan los esquimales para referirse a su pueblo, significa "hombre"... y sí, lo adivinaron, Efialtes fue a dar a Alaska.
