Tooru repela el color rojo.

Repela la tonalidad oscura del rojo de las cortinas que cada día abren y cierran en sus narices, cegándole con las luces o haciendo descansar sus retinas de una violenta iluminación.

Repela el rojo fosforescente de las zapatillas de Issei las veces que van a practicar vóleibol como en sus épocas universitarias, prácticas que se llevan a cabo las pocas veces al mes que contiene el horario libre.

Repela el rojo en las vestimentas que a veces le obligan a usar, a pesar de resaltar con su piel nívea.

También repela el rojo de los labios de Tetsurou que a veces brillan apetitosos.

Cuando Tetsurou le obseva por el espejo retrovisor de su Jeep Renegade sin mostrar ápice de expresión en su rostro, desea obligarle a sonreír, solo para mirar esa blanca hilera de dientes hacer contraste con su boca carmesí.

Pero Tooru sabe que no puede hacer caer la máscara en cuanto no se encuentran encerrados entre cuatro paredes.

Cuando el contaminado cielo de Tokio hace caer gotas que Oikawa siente como ácido llegándole a los huesos, se acurruca a sí mismo en la gabardina café que su madre le había obsequiado por su cumpleaños número veintiuno, adentrándose al edificio temporal al cual ni siquiera podía llamar hogar.

Sabe que Kuroo lo sigue, porque oye el paso de su antiguo zapato social a sus espaldas, subiendo las escaleras, taladrándole la nuca con la mirada en completo silencio.

Kuroo nunca habla mucho.

Pero sí demuestra lo suficiente.

Cómo la noche en que se había quedado a acariciarle el cabello, en cuanto Tooru reposaba su cabeza entre las piernas de él, y a pesar que el de pelo despeinado las sentía adormecidas, no se quejó.

Resultaba esa misma noche donde Iwaizumi se marchó.

—Tengo cervezas en el refrigerador.

El abrigo de Tooru yacía sobre el diván de gamuza gris. Tetsurou hacía desaparecer el moño que iba en conjunto con su traje azul marino.

Las palabras sobraron en ese momento, antes de que el apuesto pelinegro tomara posesión de su boca.

Cuando se encontraba con él, sus heridas no dolían, las cicatrices no molestaban, no detestaba el color rojo, y no le disgustaba su agenda pesada en cuanto fuera Tetsurou quien la organizara.

De hecho, le gustaba.

Le gustaba las veces que apretaba su muslo en cuanto conducía en silencio. Le gustaba las veces en que lo acompañaba en la tina a tomar un baño luego de una larga jornada de firma de autógrafos.

Le gustaba que desde que el pelinegro llegó a su vida, las úlceras que Iwaizumi dejó no sangraran más, y que todos sus pensamientos negativos se esfumaran.

Le gustaba que lo besara con esos apetitosos labios carmesíes.

Le gustaba Kuroo Tetsurou, joder. Le encantaba.

—No me molestaría que dejes mi cuerpo un poco más adolorido, Tetsu-chan.~

Y escuchó su risa, ronca y baja.

Ya no necesitaba un castillo, ni pan de leche, mientras lo tuviera a él.

Nota: Se trata de un escrito sin sentido hecho a las 4 de la mañana desde el móvil hace ya un mes y algo atrás. Solo quería saber que tan oxidada me encontraba en esto actualmente.

Gracias por leer.