¿Y cuando hace el amor con ella, siente una pasión bonita y veraz, y al menos en ese momento pierde el miedo a la muerte? Creo que el amor que es veraz y real crea una tregua con la muerte. La cobardía viene de no amar, o no amar bien, que es lo mismo. Y cuando el hombre que es valiente y veraz mira cara a cara a la muerte […] como aman con suficiente pasión apartan a la muerte de su mente. Hasta que vuelve, como hace con todos los hombres y es hora de volver a hacer el amor de verdad. Ernest Hemingway

Siempre pasaba lo mismo. Cada vez que algo iba mal, cada vez que su vida parecía dar una vuelta de campana, ella acababa plantada delante de la puerta de su casa, con la cara cubierta de lágrimas y la desesperación en la mirada.

-¡Eres una llorica!- le increpaba él con su voz rasposa y se rascaba la cabeza con incomodidad antes de ceder y estrecharla entre sus brazos.

Ella nunca le contaba porqué lloraba, nunca jamás habría la boca. Simplemente hundía la cabeza en su cuello y se dejaba llevar. Él siempre había querido saberlo, pero al mismo tiempo le aterraba conocer aquello capaz de dejar indefensa a alguien tan fuerte como Elizavetha Hérdeváry, capaz de derrotar a cualquiera solo con una sartén.

Después, cuando los hipidos y lágrimas paraban y ella era capaz de respirar con normalidad otra vez, Prusia le deslizaba una mano por la nuca, entre su sedosa melena castaña, y juntaba sus labios con los suyos, y ella se aferraba a sus hombros y le devolvía el beso con más fuerza y más desesperación de la que nunca la habría creído capaz.

Sus labios siempre sabían salados, como sus lágrimas, que el se encargaba de limpiar una por una de sus mejillas, blancas y tersas, de sus ojos, tan bonitos, que a él siempre le parecían tan tristes, hasta que volvía a besarla.

Cuando su lengua entraba en contacto con la suya, cuando sentía su sabor, su verdadero sabor, en la boca y mordisqueaba sus labios como si no hubiera mañana; entonces aquella tristeza desaparecía, y un deseo y una furia mucho más acordes con la verdadera Hungría llenaban sus orbes verdes.

Gilbert nunca se explicaba que veía ella en él. No entendía que había en esos ojos rojos y fríos, en ese pelo blanco, y en esa agresividad tan característica que la hacían volver siempre. Con su sabor en sus labios y el tacto de su suave piel entre los dedos, Prusia se sentía inmortal. Se sentía capaz de conquistar el mundo y plantarse en casa de Austria y decirle que ella era suya, igual que él era suyo y que aquel matrimonio era una farsa y una estupidez. Se sentía lo suficientemente seguro, como para plantarse delante de su hermano y decirle que como él era el guapo de la familia, el país tenía que llevar su nombre.

Hasta que la noche terminaba, Hungría salía de entre sus brazos, de su cama, y se vestía en silencio, temblando. Y él se sentía un cobarde y un idiota por no ser capaz de cogerla del brazo, besarla otra vez, y decirle que esa es su casa y su hogar y que no la va a dejar marcharse nunca más. Pero nunca lo hacía, Elizavetha siempre terminaba de vestirse y se marchaba en silencio.

Y él no volvía a verla hasta que el timbre volvía a sonar a altas horas de la madrugada y ella volvía a aparecer en la puerta de su casa, con la cara cubierta de lágrimas y la desesperación en la mirada...


He abierto el Word sin tener ni idea de lo que iba a escribir. De hecho, ni siquiera sabía cual era la pareja hasta que he llegado al segundo parrafo y la voz rasposa de Prusia me ha sorprendido de repente. Como la mayoría de cosas de mi vida, este fic es un impulso, lo he escrito rápido (menos de 1 hora) y no pretende ser más de lo que es, una oda modesta a mi pareja favorita de Hetalia.

Gracias a Yaizac por estar hay siempre, aun cuando le guste el AustriaxHungría y tenga que pelearme con ella.

¡Besos a todos!