Serva me
Madeleine-que creía ser la media hermana muerta por unos perros salvajes en un valle en el que tuvo la desgracia de vivir seis años antes-caminaba por el desierto, descalza y a penas ataviada con las enaguas que usaba para servir a los hombres que la que pensó era su madre, le procuró. Era de noche y se oía el aire que arrastraba la arena azulada bajo la luz de una luna enfermizamente blanca, que contagiaba sus manos heladas y sus prendas que cerca de las velas parecían generalmente amarillas, marfiles, por el uso y el sudor de los clientes, que se pegaba a su tela y no se iba por mucho que restregara. No podía dejar de pensar en Caín, a pesar de que los dos niños que fue para con Bibi y Maddy, se diferenciaban en gran medida del adulto. Porque éste último fue real, porque no tuvo que sacudir la cabeza y aceptar los recuerdos implantados en su mente por una mujer resentida a la que pensó que obedecía desde tiempos inmemoriales. Se tocó el corazón, a la altura del lugar en el que pegó la bala y agradeció el haberle conocido. Desplegó sus alas, que eran más blancas que sus enaguas, un blanco que hubiera hecho morir de envidia a sus compañeras de la noche, porque ninguna buena modista podía comprar semejante tela en rebaja ni ningún hombre de alta alcurnia podía obsequiarlo de modo alguno. Voló orgullosa, por primera vez, haciendo tintinear el nombre de Caín entre sus labios empapados por las lágrimas. Decidió hacerlo indefinidamente, una repetición por cada latido del corazón de su primo, en alguna parte, ahora tan cercano dentro de ella que podia cantar para él, llena de felicidad. ¿A dónde más iba a ir? Su madre no la quiso y enfrentar a su padre después de matarle era inconcebible...
(Mary soñó que iba detrás de ella, que quizás le tomaba las manos hechas de luz lunar o que sujetaba la cola de su largo vestido y no se lo dijo ni siquiera a Riff, porque olvidó prácticamente todo ni bien despertar)
