La luz de tus ojos

Sentada siempre en el mismo lugar. Como si fuese una parte anexada a esas piedras grises, curtidas del tiempo, y ella estaba curtida también. Gris como las piedras, gris como el cielo que la miraba desde arriba, apiadándose de su suerte, y llorando su amargura.

El dolor se extendía por cada centímetro de su cuerpo, pasando por la boca de su estómago. Ya estaba acostumbrada. Cada vez que recordaba las peleas, el dolor, los gritos, el dolor, los besos, el dolor, las caricias, el dolor.

Siempre estaba allí.

Y el contraste era inmenso, porque todos los recuerdos le daban ganas de llorar, de hundirse y no volver a abrir los ojos nunca más, porque ¿para que seguir con su vida? El cansancio la vencía.

Sus ojos habían perdido la luz de antaño, y ahora miraban todo como si fuesen estrellas apagadas, con un simple recuerdo de la luz que habían irradiado años antes, muchos años antes.

Él.

Todo era su culpa, en cierta forma. Pero no podía evitar imaginarse lo que hubiera pasado si…

En fin. ¿Por qué lamentarse ahora?

La gente ya no la miraba. Al principio lo hacían. Pero ahora respetaban su silencio, su tranquilidad. Como si pensaran que esa mujer sabía más cosas del mundo que todo el resto del pueblo junto.

Y no se equivocaban.

Pero tampoco se equivocaban al pensar que una desgracia la había asolado tiempo atrás. Que su corazón estaba roto, y sus ganas de vivir eran nulas. ¿Esperaba la muerte sentada frente al mar?

Nadie lo sabía. Pero ella esperaba, claro que esperaba…

Pero no precisamente a la muerte. No le desagradaba del todo la idea porque siempre lo había visto como un descanso, o como una próxima aventura. ¿Pero quién necesitaba aventuras? Las aventuras la habían llevado a ese estado.

Pero ya no se lamentaba. Solo esperaba, sentada frente al mar.

Esa tarde era distinto. Se respiraba el aroma del salitre y se percibía muy fuerte. Cerró los ojos y volvió a recordar, a pensar. Solo con pensar era capaz de hacer que su mundo, su precario mundo, se viniese abajo de un solo golpe.

Y eso sucedió. De sus ojos cerrados comenzaron a caer incesantes lágrimas. Sus labios ásperos sintieron unos dientes enterrándose en ellos, porque era mejor sentir el dolor físico que el interior.

El que la quemaba por dentro, pero no la terminaba de matar. ¿Por qué no la mataba de una vez!

Y lo sintió.

Sintió unos dedos ásperos limpiando las lágrimas y abrió los ojos asustada. El hombre, de pelo cano y facciones tranquilas, miraba hacia abajo buscando algo.

Un pañuelo blanco.

Limpió con él la sangre de sus labios, haciendo presión; y fijó su mirada en los ojos sin brillo de ella.

Verde.

Las lágrimas volvieron a brotar, como si de un río se tratase. Quiso alejarse, quiso correr, quiso gritar, pero solo logró llorar. Emitió sollozos intensos, de lo más profundo de su ser, liberando su amargura, su temor y su angustia.

Los brazos la rodearon y ella no pudo hacer nada para evitarlo. Enterró la cabeza en la camisa blanca del que una vez había sido "el chico de ojos verdes más guapo del mundo mamá, te lo prometo".

¿Por qué tardaste tanto?

Sus palabras se vieron ahogadas por otro sollozo y volvió a ver el Verde. Lo único que no había cambiado en todo ese tiempo.

La observó detenidamente. Su cabello, que había perdido casi completamente su color marrón, aún conservaba los bucles. Pero sus ojos… él les había quitado la vida a esos ojos…

Gracias por esperarme – susurró.

Y no le importó la sangre de sus labios, su pelo cano, su tez curtida y el dolor de su alma. La besó poniendo en ese beso treinta años de llanto, de odio, de dolor, de viajes, de promesas y de olvidos.

La besó prometiendo devolverle la luz a esos ojos.

Esos ojos que habían sabido esperarlo.