Título: Nozomi Garden
Autora: FanFiker_FanFinal
Pareja: Miles Edgeworth/Phoenix Wright
Rating: NC-17
Género: Romance
Universo: Universo Alterno
Advertencias: Slash, relación chico-chico.
Disclaimer: Phoenix Wright Ace Attorney es propiedad de Capcom. En este fic solo se pretende dar el fanservice entre dos personajes que muchas quisimos ver.
Aclaraciones del capítulo: Este fic ocurre en Los Ángeles, y aunque se apega al canon en algunas cosas, no se basa en los acontecimientos del juego. Es una historia romántica para disfrutar.
Notas: Escribo este fic para Paradice-Cream, beta y amiga, porque disfruta mis historias, y porque ella también vio y fotografió el jardín de bonsais.
Espero que te guste.
NOZOMI GARDEN
FanFiker_FanFinal
En ocasiones, Miles Edgeworth, abogado de prestigio en Los Ángeles, sale con su deportivo rojo sin rumbo fijo; ese día es domingo y ha acabado el papeleo antes de lo previsto, y se siente aventurero para conducir por las anchas calles del centro financiero rumbo a algún parque. Va en chándal, una indumentaria utilizada únicamente en aquellas ocasiones en las que va a correr, y como no va a desviarse de su rumbo nada más que para sentarse en un banco y quizá admirar el caer de las hojas de ese aún cálido octubre, se permite utilizar la vestimenta como excusa para pasear sin el pesado traje de faena.
Suspira y sonríe sin darse cuenta al llegar a Grand Hope, un parque del distrito de la zona financiera rodeado de edificios, un respiro en el asfalto. Apaga el motor y se da una carrera durante veinte minutos; el trabajar en una oficina hace que pase la mayoría del tiempo enganchado a una silla y un ordenador, y necesita desconectar y oxigenar su cuerpo. El día es espléndido para el ejercicio, así como para pasear, y el parque está lleno de jóvenes con el skateboard, hay varias parejas caminando abrazadas y familias siguiendo las correrías de sus hijos. Miles los mira sin envidia. A sus treinta años sigue soltero y no le preocupa demasiado el formar una familia, sobre todo desde que asumió su orientación sexual; de cualquier modo, si le hubieran gustado las mujeres no cree que su situación actual fuera diferente, ya que le cuesta horrores relacionarse con los demás. Lo que sí le sorprende es que varias clientas se le hayan insinuado, incluso de forma descarada. No entiende cómo siendo tan esquivo y poco comunicativo sea perseguido más que algunos colegas de profesión a quienes bien les agradaría ser el centro de atención de cualquiera de ellas. De hecho, es un alivio que no le gusten las mujeres, porque no puede entenderlas. Él jamás se fijaría en sí mismo; a pesar de tener una forma de vestir un tanto llamativa y una clase y saber estar exquisitos, no sabe manejar las emociones y le cuesta muchísimo desarrollar una confianza plena en alguien.
—¡Señor Edgewoooooorth! —el joven es interrumpido por un largo grito de una figura que viene corriendo hacia él. Diciendo adiós a su bendita soledad, interrumpe su carrera y trata de recuperar sus pulsaciones hasta que el otro llega a su altura.
—Inspector Gumshoe —el hombre lo saluda con evidente alegría; no viene de correr, sino de comprar unos deliciosos bollos que aún dentro de la bolsa desprenden un agradable aroma. Curiosamente, él es una de las personas con las que más confianza tiene.
—Tenía hambre y me he pasado a comprar unos bollos y a darle de comer a los gorriones. ¿Y usted? ¿Haciendo ejercicio?
Miles asiente y, tras rechazar uno de los dulces, sigue caminando buscando una fuente. El inspector le sigue, ataviado con un jersey gris cuyo tejido está cubierto de peeling y unos pantalones de mezclilla.
—Conocía este parque pero no he venido nunca, ¿usted viene a menudo? Creo que debería traer a Maggey.
—¿Cómo está ella? —pregunta Miles, más por cortesía que porque esa muchacha le interese realmente; tuvo que defenderla en cierto caso en el que fue acusada de asesinato y desde entonces medio cuerpo de policía se ha declarado fan del abogado.
—Está bien; ahora trabaja como becaria en una sala de arte y se dedica a ayudar a los muchachos que pintan —Miles lo mira, decidiendo si debe preguntarlo o no—. Oh, no, no, no, señor Edgeworth, ella no posa desnuda… una pena… quiero decir… una pena que no pueda pintar como el resto de alumnos, porque ella disfruta realmente, aunque le paguen una miseria. Pero bueno, al menos le gusta lo que hace, algo tenemos en común, amigo.
Miles sonríe mientras mira las palomas y entonces repara en el pequeño invernadero de enfrente. El inspector Gumshoe está inspeccionando el cartel y pregunta al vigilante de la entrada si puede pasar a visitarlo; como es gratuito y dejan entrar con comida, Miles lo acompaña. De la cantidad de veces que ha visitado el parque nunca ha entrado en el invernadero, y para cuando contempla la diferente flora traída de diversas partes del mundo, decide que es un lugar muy interesante al que debe volver solo. La cháchara de Gumshoe le aturde y le impide concentrarse, y sin embargo sin su compañía él jamás hubiera entrado a ese lugar, por lo que se encuentra disfrutando el paseo. Cuando salen del invernadero intercambiando impresiones, una hermosa jovencita se acerca a ellos. Miles, creyendo que es alguna conocida de Gumshoe, mira a su acompañante.
—Disculpen. ¿Saben dónde está el jardín de bonsáis?
Gumshoe la mira y los ojos se le abren desmesuradamente.
—¿Aquí hay algo así? —la joven mira a Miles sonriendo, obviamente sorprendida por la reacción de Gumshoe.
—Sí, ¿ve ese cartel? —y ambos se giran para contemplar una señal de madera donde está escrito "Jardín de bonsáis" y una indicación.
—Vamos con ella, señor Edgeworth, me gustaría verlo —el abogado suspira, pero se deja llevar; al fin y al cabo, es su domingo de "aventuras". Los tres buscan el jardín y preguntan a más paseantes hasta por fin dar con ello: una enorme construcción de ladrillo situada en un lado del parque, junto a la carretera, con una puerta tan escondida que es raro que se localice a simple vista.
—¿Lo ha visto, señor?
—Nunca he entrado aquí; es más, ignoraba que esto existía —precisa Miles, pero decide entrar tras el inspector. A la entrada, en la parte derecha hay una mesa donde se sitúa un vigilante de seguridad que comienza a charlar con la joven. Es rubio y lleva el pelo de pincho. Un poco más allá hay diversos carteles pegados en la pared con fotos de algunos ejemplares de bonsáis. Después hay una puerta, por la que ya ha desaparecido el inspector y cuya curiosidad no puede quedarse satisfecha.
—¿Ve este, señor Edgeworth? Parecen agujas de pino. Y mire este. Tiene pequeñas hojas de roble... ¿se caerán sus hojas en otoño?
Miles no responde, se limita a leer los carteles que hay junto a cada árbol que muestran el nombre de cada uno y a señalarlos cuando Gumshoe hace demasiadas preguntas. Él no sabe gran cosa de los bonsáis, solo que son unos árboles enanos cultivados en Japón con una belleza bastante particular. Además, han llegado justo a la hora en que se pone el sol y la falta de luz no les permite contemplarlos en todo su esplendor. Lo bueno es que son los únicos visitantes y pueden pararse más a ver los detalles. Avanzan al siguiente pasillo; más árboles están expuestos sobre una hilera de escalones, algunos con el tronco muy grueso, otros con hojas puntiagudas; otros con hojas de roble; los hay de diversas formas, colores y tipos, y dentro de toda esa variedad, Miles encuentra la belleza de todos y cada uno de ellos. Además de los bonsáis, algunas rocas de extrañas formas se reparten en los pasillos junto a paseos empedrados donde no se puede pisar.
Un hombre moreno uniformado, cargado con una carretilla, les sale al paso esbozando una sonrisa espléndida.
—Han venido un poco tarde para poder verlos bien —Miles alza la vista y por un momento le molesta la observación del joven.
—Lo que hemos tardado en encontrarlo —Gumshoe se vuelve porque hasta a él le ha sonado demasiado burlesca su respuesta; el chico solo se encoge de hombros y desaparece por una puerta.
—Señor, ¿por qué es tan directo a veces?
Miles se cruza de brazos y mira al cielo. Realmente le fastidia porque el sitio parece muy acogedor y falta una hora para que cierren. Sin embargo, dentro de unos quince minutos, no habrá luz suficiente para apreciar los bonsáis. Una pena. Habrá que volver, decide.
Recorren tres pasillos y al llegar al final ven un hermoso lago con un pequeño puente y dos bancos a los lados. El sonido del agua brotando y saltando varias piedras emulando una cascada dota al lugar de una atmósfera relajante y agradable; cuando Miles sube al puente y observa desde allí los bonsáis del último pasillo, Gumshoe señala el lago y grita:
—¡Señor, hay peces! ¡Son enormes y naranjas! —Miles baja la cabeza hacia el lago, donde multitud de peces con escamas naranjas y blancas nadan despacio y con soltura.
—Son kois —observa Miles, y baja del puente para admirarlos mejor. Se quedan el resto del tiempo en esa parte del museo hasta que llega la hora de cerrar.
Poco después, el abogado deja al inspector en uno de los bloques de los apartamentos "Chabolas doradas" y conduce hacia su casa, la conocida zona de Malibú, un lugar de prestigio donde viven algunos famosos. La cocinera le obsequia con un plato ligero de pescado y verduras y al ir a la cama sueña con imágenes del parque de bonsáis.
Es viernes cuando Miles Edgeworth usa su deportivo para quemar asfalto. Tras hacer varios recados, desemboca en Grand Hope y se dirige sin dilación hacia el parque de bonsáis. Al entrar, ve de nuevo al muchacho rubio de pelo pincho, que ni siquiera repara en él; mejor, concluye, y recorre de nuevo la galería. Es su segunda visita y sin embargo observa en algunos árboles que no vio bien la última vez: un pino negro japonés, cuyas hojas de aguja tiesa se alzan hacia el cielo, un membrillo japonés en plena floración, varios enebros chinos, tejos... Hay otros dos pasillos que tampoco vio debido a la prisa: en uno de ellos reposa un banco de madera circular rodeando a un árbol; en otro, hay varias vasijas llenas de agua y piedras con grabados ceremoniales. Además, la tierra se ha rastrillado, emulando un jardín zen por las ondas del rastrillo sobre la arena y que dejan impresas sus huellas en cuanto pisa.
Luego se dirige al lago. Cierra los ojos para escuchar el sonido del agua cayendo por las rocas; observa los koi, quietos bajo la superficie y permanece tanto rato, que de nuevo le sorprende la caída del sol. Realmente, el Grand Hope no es un parque sobresaliente como pueda haber otros en Los Ángeles; hay parcelas mucho más extensas en la ciudad, pero el césped es mullido y el lugar está lleno de vida debido a su ubicación. Lo que le mata es volver a conducir después de un momento de relajación como aquel, seguramente calará en sus nervios, ahora templados. Los viernes es un día duro y mucha gente coge el coche para pasar el fin de semana fuera. Además, ese día, la Pacific Coast se llena de coches que suben a la playa. Pero, de todos modos, tampoco tiene de qué quejarse: vive en una de las mejores zonas de Los Ángeles y su enorme casa tiene unas vistas inmejorables de la costa. Sonríe. En una ocasión llevó al inspector Gumshoe a su casa y el pobre se desmayó. Y es que Miles Edgeworth, criado desde pequeño entre el lujo, no se impresiona con facilidad. Su difunto padre fue un abogado muy prestigioso y él acudió a estudiar en una de las escuelas más destacadas de Alemania. Con una exquisita educación y un talento sin igual, el abogado no necesita formar parte ya de ningún bufete: su nombre por sí solo es de sobra conocido entre los colegas de la ciudad, e incluso del país. Sus servicios siempre están solicitados, incluso hay lista de espera, y eso que Edgeworth no suele tomarse vacaciones durante el año, salvo cuando se resfría, y aún así, continúa leyendo autos y testimonios.
No vuelve hasta tres semanas después, tras haber ganado un caso donde imputaron a un supuesto asesino de menores. El juicio fue duro y si él no tuviera el temple y la sangre fría de distanciarse emocionalmente de ese tipo de cosas, probablemente ahora estaría llorando junto a su cliente, una madre destrozada a quien nadie podría devolverle la vida a su hijo ni tampoco retribuirle un pequeño porcentaje de estabilidad emocional para imbuirle ganas de vivir. En ocasiones, su sentido de la justicia le pone en aprietos; no le desea mal a nadie, pero no puede evitar juzgar con dureza a asesinos y violadores. Si lo hacen los propios asesinos en la cárcel, apartándolos incluso de su gremio, cómo no va a hacerlo él, un amante de la vida y el respeto por todo ser vivo.
Llega a Grand Hope un sábado por la mañana, tras haber desayunado copiosamente y realizado sus ejercicios matinales; no es buena idea, porque en sábado las visitas se multiplican, añadiéndose niños a la ecuación. La arena no está rastrillada, sino llena de pisadas y algunos niños corretean por allí jugando con la grava blanca como si fueran canicas. Atraviesa los pasillos esperando poder encontrar un resquicio de paz, pero ni intenta llegar al lago: es un lugar con demasiado entretenimiento para los pequeños; en su lugar, se dirige a la zona donde están las vasijas con grabados. Se asoma al agua y ve reflejado su rostro, mucho más descansado y recuperado después de los días duros tras el complicado juicio. A pesar de no gustarse demasiado, Miles Edgeworth sí es coqueto y goza mirándose al espejo: realmente, es como una contradicción, pero él siempre ha estado en forma físicamente; en su lugar, ha de trabajar sus habilidades sociales.
La entusiasta voz de una chiquilla charlando le sacan de sus cavilaciones, e intenta probar yendo al otro lado, donde está el banco circular. De ahí proviene la voz: una muchacha de unos dieciséis años charla animadamente con el vigilante, el chico del cabello de punta, pero el moreno de rostro afable, no el rubio con cara de bobo. Como ambos están tan animados, no notan su presencia.
—... que sí, hazme caso. Creo que deberías cambiar ese Ficus a la zona de sombra para así evitar que se quemen sus hojas.
—Pero he leído que si tiene manchas blancas o amarillas es porque necesita más sol.
—¡Sólo si no se le han caído las hojas! Fíjate bien, por aquí hay caída. No creo que necesite más luz.
Bueno, allá va una marisabidilla. Cómo les gusta a algunas mujeres mandar. Si él fuera ese vigilante le cantaría cuatro cosas a la chiquilla, aunque se ve que no habla sin saber. Finalmente, y como era de preveer, ella se sale con la suya y el vigilante se marcha para reaparecer con una carretilla. Ambos colocan el Ficus ahí y él se lo lleva. En su lugar trae un Arce de cinco puntas, como si no hubiera suficientes. La chiquilla de pelo largo da saltitos emocionada y añade:
—¡Kachi, kachi!*
En ese instante, la mirada del vigilante se posa en él, curioso. Miles gira la cabeza, avergonzado por haber estado escuchando o incluso considerado ese momento mucho más interesante que un partido de golf. Se ha dado la vuelta deprisa, pero aún así le ha dado tiempo a fijarse en la mirada limpia del chico, y por algún motivo esa noche no se va de su cabeza.
*¡Victoria, victoria! en japonés.
CONTINUARÁ
