LIBERTAD
Archivo 01: Gris
Fuego. Eso era todo lo que recordaba de su pasado que se representaba en constantes pesadillas que le acosaban en sueños. El calor casi insoportable del fuego que había devorado su hogar y unas manos extrañas que la alzaban en brazos y la salvaban de esto sólo para llevarla a un tormento mayor.
No… Por favor…
Las extremidades se encontraban atadas a la mesa de operaciones de frío metal. Un haz de luz cegadora proveniente de la lámpara superior cegaba su vista y provocaba que los individuos a su alrededor no fueran más que sombras poco definidas.
-Todo estará bien. No te preocupes.
Unas manos le sujetaron la cabeza obligándola a descubrir su cuello y una aguja penetró en la arteria carótida inyectando una sustancia extraña. El dolor le nubló la vista. Sentía cómo aquel líquido le recorría el cuerpo y se extendía quemándola por dentro. El grito que profirió fue rotundamente ignorado por los hombres de bata blanca que se echaron atrás esperando que la reacción deseada surgiera en cualquier momento.
Que alguien… Me ayude…
Un estremecimiento más de agonía y el cuerpo quedó inmóvil. Los ojos seguían nublados y los signos vitales se relajaron. Las verdes cuentas de la mirada vacía estaban fijas en algún punto inexistente de la habitación y una de éstas de tornó de color amarillo ámbar desde el centro hacia afuera al mismo tiempo que el mechón de pelo que sería el flequillo infantil de una chiquilla de no más de cinco años perdía su color hasta quedar totalmente blanco. Los párpados cayeron cual telón en el teatro y la oscuridad invadió cada rincón de su ser.
Pasaron meses para que las constantes pruebas y el dolor insoportable cesaran. Ya poco quedaba de vida en aquel pequeño cuerpo profano que no había presentado signos de cambio sobrehumano más allá de las extrañas coloraciones de su cabello y su ojo. Estaba claro que aquel sujeto no serviría más para los propósitos científicos. Lo único que quedaba por hacer era deshacerse de aquel pequeño vestigio de las ilegalidades y monstruosidades que se habían llevado a cabo. Un orfanato. Uno lo suficientemente pobre y desesperado como para aceptar los sobornos económicos de aquella siniestra corporación con la única condición de mantener en secreto absoluto la historia de la pequeña niña muda. Accedieron sin más.
A pesar de los esfuerzos por mantener el más celoso de los secretos, los rumores corrían. Aquel brillante proyecto para crear un humano que fuese imposible de vencer por ningún medio físico debido a la constitución atómica parecida a la del más duro de los metales había quedado estancado y encerrado en un archivero empolvado y olvidado. ¡Qué pena! Habría sido grandioso poder tener a aquel ser entre las manos…
El tiempo pasó llevándose varios inviernos entre sus pliegues y siete años se reflejaron en aquella niña que, en vista de que no tenía nombre alguno, la llamaban Cathaline. Cierto era que nunca se había recuperado de aquella acusada delgadez, ni su piel pálida había recobrado su color, ni su cuerpo la energía y felicidad que debía desbordar alguien de su edad. Había crecido varios centímetros y su cabello negro caía despeinado en sus hombros con el flequillo cubriendo la mitad derecha de su rostro dándole un aspecto aún más desaliñado y penoso. Sus ojos eran grandes y apagados, de largas pestañas negras. La nariz pequeña y perfectamente recta guiaba la mirada hasta sus labios llenos y sin color. Solía mirar por debajo de las pestañas y agachaba la cabeza cada que alguien se dirigía a ella, se apartaba y pasaba las horas sola en la cama de su habitación. Comía muy poco y se comunicaba menos. Una de las profesoras que se encargaba de darles la educación básica a aquellos chicos por poco se desmaya de la sorpresa que se llevó al escucharla hablar por primera vez. Ella se encontraba a solas con Cathaline en la habitación intentando provocar alguna reacción en ella, algo que le indicara que al menos estaba escuchando. Increíble fue escuchar la voz firme aunque dulce de una persona que llevaba tanto tiempo en silencio. La chica no se había dignado a dirigirles la palabra hasta que tuvo cumplidos los diez años de edad. Y lo que más le impresionaba era la respuesta que Cathaline le había dado cuando la interrogó acerca del porqué no había dicho nada antes.
-No tenía nada que decir.
Esa fue la sencilla respuesta de Cathaline. La joven instructora no salía de su asombro. Nada que decir. Una niña que tuvo uno de los más atroces de los pasados no tenía nada que decir.
-Pero a partir de ahora, confiarás en nosotros ¿cierto? Después de todo somos tu familia.
Esto dijo la pelirroja intentando tomar el brazo de la niña, sin éxito, ya que el cuerpo entero de la misma se esfumó como si de niebla se tratara y se condensó en la esquina contraria de la habitación. La palidez de la profesora se acusó aún más. La mirada de la niña denotaba terror y se rodeaba a sí misma con los brazos. Dando la sesión por concluida, se dirigió con paso raudo a la oficina de la directora a la que, con mucho esfuerzo por mantener la calma, le contó lo sucedido.
La resolución de la directora fue confinarla a una habitación que se hallaba en el rincón más apartado del edificio. Nadie podía verla, salvo el personal del orfanato, quienes sólo se pasaban por allí para dejarle comida y dejarla salir a los sanitarios y duchas. La instructora simplemente intentó olvidarse del asunto durante los siguientes dos años que Cathaline estuvo allí.
Como dije, el tiempo había pasado y los rumores se habían ido extendiendo de científico en científico, de corporación en corporación y de unos agentes corruptos a otros hasta llegar a oídos de cierto senador. Steven Armstrong. Escuchó el relato de una pequeña niña que fue utilizada para ciertos experimentos cuyos resultados habían sido poco satisfactorios y la entregaron a un orfanato, sin embargo, tiempo después, se descubrió que su cuerpo sufría de una curiosa condición: tenía la capacidad de deshacerse y volverse a materializar.
Armstrong siempre había tenido un fuerte interés por la tecnología aplicada a las compañías militares privadas. Estaba muy consciente de que si quería revolucionar el sistema de Estados Unidos, iba a necesitar en cierta medida de la fuerza bruta y muchos ases bajo la manga para esquivar cualquier cargo que pudiera manchar su imagen y destrozar sus planes. Una mascota que pudiera criar desde pequeña para sus propios fines era más que perfecta. Ella podría ser su más útil arma si la entrenaba de la manera adecuada, muy probablemente su joven mente estaría lo suficientemente abierta aún como para que pudiera implantarle sus propios ideales.
Con esto en mente, y después de comentarlo acaloradamente con uno de sus más cercanos compinches, se dirigió de manera anónima al susodicho orfanato que se encontraba muy cerca de la frontera con Canadá. Al arribar, fue recibido con gran sorpresa por la directora de la institución, quien lo condujo a su oficina privada.
La conversación que le siguió fue larga y tendida: Armstrong sencillamente alegaba que necesitaba una heredera lo suficientemente digna y que no encontraría un mejor ejemplar que alguien a quien pudiera rescatar del abandono causa de un pasado cruel y la directora se empeñaba en convencerlo de que Cathaline no era sencillamente una pieza de una retorcida colección y un espejo de humanitaria compasión. Era impredecible y peligrosa, además de la pieza clave en un asunto turbio del que las autoridades jamás debían tener nota. Armstrong sonrió altanero y abrió el maletín que llevaba consigo sobre la mesa. El verde papel se reflejó en los ojos de la directora. Ella sólo debía cederle la custodia legal y mantener el asunto en las sombras. Nuevamente, el orfanato se benefició de un soborno.
La joven profesora pelirroja no cruzaba palabra con el Senador mientras lo guiaba a la habitación de Cathaline. Los cerrojos y candados que la sellaban cayeron al suelo y la desvencijada puerta se abrió con un chirrido.
-Cat…? Tienes una visita…- susurró la maestra con temblorosa voz mientras le cedía el paso al Senador.
Cathaline, que estaba sentada en la cama de espaldas a la puerta, se limitó a mirar a los intrusos por encima del hombro. Armstrong asintió a la instructora quien salió y cerró la puerta dejándolos a solas.
-Así que tú eres Cathaline. Estaba ansioso por conocerte. He escuchado mucho sobre ti.
Nada que haya escuchado puede ser bueno…
Cathaline se puso de pie y, como siempre, agachaba la cabeza ante el hombre de traje y porte elegante que se posaba con total seguridad en su habitación.
-Soy Steven Armstrong. Senador de Colorado…
-Lo sé…- interrumpió ella bajito. No le agradaba que la trataran como si fuera idiota o algo así.
-Chica lista. Bien, como dije, he escuchado mucho de ti.- posó la mano en el hombro de ella aunque el contacto nunca llegó a darse ya que, como en aquella ocasión, Cat se esfumó a la esquina más apartada de la habitación con el terror grabado en sus ojos.- Y parece que los rumores son ciertos…
-¿Ha venido hasta aquí sólo para burlarse de mí?- sus ojos bicolor cobraron una intensidad desafiante, aunque seguía cabizbaja.
No lo permitiré…
Armstrong ya esperaba que fuera un poco difícil.
-No seas tonta. La gente estúpida te ha tratado como un desperdicio. Un fenómeno. Pero yo sé que tú eres algo mucho más especial.
¿Ah?
-Sí, tienes mucho potencial… Y yo puedo ayudarte a explotarlo, controlarlo y usarlo en tu propio beneficio. No tienes que vivir en esta pocilga. Te daré un techo decente, entrenamiento… y un apellido, aunque eso es lo de menos.
Cathaline lo escrudiñó de pies a cabeza con el entrecejo ligeramente fruncido. Era un político en su más pura expresión… Le asqueaba.
-Entonces… ¿Qué dices? ¿Vienes conmigo?
Armstrong extendió la mano ofreciéndosela a la chica.
Será la única oportunidad de escapar… Al menos, no puede ser peor de lo que ya es…
La mano temblorosa, pequeña y de dedos delgados de Cathaline se vio envuelta en la enorme y fuerte mano de Armstrong. Sus ojos se cruzaron y Armstrong le sonrió pretendiendo amabilidad. Ella no se tragaba una palabra, pero no tendría una nueva oportunidad.
Se dirigieron a la oficina de la directora y, después del correspondiente papeleo, emprendieron el largo viaje a Denver.
La recepción de los pisos que se dedicaban a las actividades de investigación de World Marshall, una de las compañías militares privadas más poderosa del mundo, era amplia y elegante aunque austera. Cathaline caminaba con su habitual andrajosa y gastada ropa al lado de Armstrong.
-Así que… ¿Te decidiste a hacerlo, eh?
Un hombre de traje blanco y corbata azul claro, que tendría algunos treinta y dos años, se dirigió a Armstrong. Era alto, delgado, con el cabello lacio y blanco a los hombros y los ojos de rasgos asiáticos y de color azul claro.
-Sí… Encárgate de que la ubiquen y después ven a verme.
Armstrong se retiró desapareciendo tras la esquina de algún pasillo.
-Sígueme…- le dijo fríamente aquel hombre comenzando a andar con aquella chica a sus espaldas.
Ninguno de los dos dijo ni media palabra hasta que llegaron a un pasillo en el que había una gran cantidad de puertas a cada lado.
-¿Cuál es tu nombre?
-Cathaline.
-Bien, vas a quedarte aquí por ahora…- le dijo abriendo el acceso a una de aquellas puertas, tras la cual había una habitación que contenía una cama matrimonial, un ropero, un tocador y una puerta que daba a un baño completo privado.- Aséate y ya hablaremos de lo que te espera.
Ella asintió levemente con la cabeza.
-Ahm…- un susurró escapó de sus labios haciendo que el mayor se detuviera en la puerta.
Ella lo miró un momento pero la intensidad de la mirada de él la hizo volver a bajar la cabeza.
-Monsoon.
¿Eh?
-Puedes llamarme Monsoon.
Y se retiró dejándola sola con sus pensamientos y la sensación de que él podía leer sus cuestiones antes de que si quiera se le ocurriera cómo plantearlas.
