Capítulo 1.

"La confidente"

Un reino dorado, así era como lo llamaban los reinos colindantes. Era un reino, un imperio, que cubría miles de leguas a la redonda, con todo tipo de parajes inhóspitos, aldeas de costumbres ancestrales, y pueblos que pocos creían haber visto. Los pueblos eran ricos, y los campos fértiles, las aguas limpias, y las gentes que lo habitaban, guerreros valientes y admiradores de su rey.

Sí, aquella increíble tierra era gobernada por un jovencísimo señor, descendiente de una larga estirpe. Su decía de él que era una persona de carácter frío y orgulloso. Era muy joven, y, aunque no hacía mucho tiempo, aproximadamente un año, de que había tomado el control de todos los dominios de la familia, el joven señor se había ganado el respeto de sus gentes por valentía, seguridad, y capacidad de mandato.

Pero también es cierto, que como cualquier señor de un imperio, el joven tenía sus defectos. Desde muy niño, sus padres le inculcaron la frialdad y la falta de sentimientos. Le hicieron aprender que la debilidad es un mal, y que había que erradicarlo. Cualquier descuido o falta debía ser castigado con una gran pena, y era así como el regía sus dominios, con la más absoluta dureza y frialdad en sus decisiones.

Regía todo aquello desde que su padre decidió cederle el poder y el derecho a gobernar. Él se fue, viviendo alejado de la política y la regencia, jutno a la madre del joven, a los que ya en pocas ocasiones veía.

Su incansable espíritu guerrero, y su sueño de ampliar cada vez más las fronteras de su reino, lo habían llevado a continuas guerras, de las que hasta el momento, había salido siempre victorioso.

Decían las leyendas de los supervivientes enemigos, que el ejército de Tao poseía guerreros que controlaban una magia antigua que les permitía dirigir a los muertos a sus anchas.

Su familia, la familia Tao, una poderosa dinastía china, que regía el destino de aquel mundo con sus decisiones. La familia del joven, sus padres, habían muerto, y su hermana, vivía con su marido en un reino lejano y pocas veces se veían.

Su ser ya de por sí solitario, y la falta de contacto con su hermana, le llevaron a un lugar donde los monjes taoístas cuidaban la antigua técnica creada por su familia, para concentrarse en sus ideas y pensar en su próximo movimiento como señor de aquellas extensas tierras.

El joven, Ren Tao, de porte elegante y serio, tenía unos ojos dorados de mirada severa y fría, capaces de silenciar a todo su pueblo. Su pelo entre negro y violáceo le daba un toque distinguido y elegante a su persona, y su cuerpo, atlético, joven y guerrero, dejaba notar lo apuesto de sus 21 años.

Pero hacía un año que habían llegado aquellos rumores que parecían imposibles. "Una confidente" aseguraban muchos "Una confidente capaz de borrarlo" decían otras voces. Y es que esto se remontaba, hacía ya tiempo. Aquellas palabras no eran nuevas, era un secreto, que había dejado de serlo. ¿Qué señor, rey o poderoso no habría querido un confidente? Una persona capaz de borrar sus acciones, de devolverles la confianza, capaces con su sola mirada de conseguir el arrepentimiento de un ser poderoso.

Hacía un año, el joven señor y heredero de la dinastía Tao, fue recibido en un templo taoísta, perdido entre valles y colinas de una región olvidada entre sus dominios. Llegó acompañado de una gran escolta con cientos de soldados. Vestía de negro, con capa, como solía hacerlo. Solo una camisa blanca dejaba ver algo de color. Montaba un corcel blanco de raza pura, que solo se dejaba montar por aquel joven.

Cuando llegaron al lugar, el joven bajó del caballo. Subió con tranquilidad las escaleras de mármol que conducían a lo alto de la colina, donde se encontraba el templo. El joven de ojos dorados observaba a su alrededor. Era un hermoso paisaje de verdes colinas rodeadas de árboles. No se veían pueblos alrededor. Un lugar completamente apartado. El joven sonrió para sí mismo, era el lugar que estaba buscando.

Al llegar a lo más alto de las escaleras, se detuvo. Las puertas se abrían para él. Un monje anciano apareció ante él, y tras postrarse ante Tao casi de rodillas, lo invitó a pasar.

-Señor Ren, nos agrada mucho su visita- murmuró el hombre.

-Hacía demasiado tiempo que no me detenía a meditar- respondió simplemente Ren, y entró seguido por el anciano.

-¿Pensáis quedaros mucho tiempo esta vez?- preguntó con tranquilidad al anciano, aunque con cierto nerviosismo.

-Me quedaré el tiempo que considere necesario- respondió el joven cortante- El por qué de que haya venido aquí no es de su incumbencia, y espero por su bien y el de todos los monjes del templo, que se me deje descansar y meditar tal y como he venido a hacer.

-Claro, mi señor- respondió el hombre, agachando la cabeza con el miedo- No será molestado en ningún momento.

-Espero que así sea- respondió el joven.

Lo miró de soslayo. Aquella mirada dorada dejó al anciano clavado en el suelo como si de una estatua se tratase.

Ya la noche se cernía sobre aquel lugar. El señor del imperio de los Tao llegó al imponente edifico de madera y hierro que se erguía ya ante él, majestuoso y oscuro. Las puertas se cerraban lentamente, mientras los soldados observaban con leve curiosidad el interior desde las afueras del templo.

A Ren le fue asignada una gran habitación. La cama era grande y parecía cómoda. Las ventanas mostraban las vistas de dos lados del templo. Una hacia la puerta y el camino que había seguido para llegar hasta allí, y otra hacia los jardines del templo. Al entrar en la estancia, cerró la puerta, y en silencio, se acercó a una silla llena de detalles donde depositó su capa. Se sentía cansado. Llevar una tierra como aquella era difícil, y no quería mostrarse débil, nunca se lo podría perdonar.

Se tumbó en la cama. Sus ojos dorados denotaban su cansancio. Trató de dormir, pero algo le impedía conciliar el sueño. Irritado, se levantó y se dirigió a le ventana para pasar el tiempo observando las vistas. Era un hermoso paisaje de jardines de distintas formas, hermosas fuentes y huertos donde los monjes cultivaban algunas cosas. La luna se elevaba como un faro en la noche estrellada donde comenzaban a aparecer nubes.

Pero no era en ninguna de estas cosas sobre las que la mirada dorada se posaba. Otra cosa había llamado la atención del joven de mirada ambarina, o más bien, alguien.

Ese alguien había llamado su atención como si fuera un misterio que debía desvelar. Vestía un sencillo vestido blanco, en vez de los hábitos morados y negros de los monjes, y su cabello rosa llegaba has la mitad de su espalda. Cuando, en un momento, aquel alguien se dio la vuelta, la sorpresa invadió aun más la mente del joven, que no pudo menos que mirar aquello con una mirada de irónica curiosidad. Era una mujer. O más bien, debería decir una jovencita.

Sus andares lentos y tranquilos permitieron a Tao darse cuenta de que ella conocía a la perfección aquel lugar. Poco a poco se fue adentrando más en los jardines. Pasó una hora, y la joven, ajena a que el gran Ren Tao la observaba, entró tan silenciosamente al templo como de él había salido.

Ren volvió a su cama. Un sueño lo invadió con rapidez, un sueño tranquilo con una duda a la que no dejaba de darle vueltas.

El día siguiente amaneció soleado. El joven de violáceo cabello se vistió, y aún con las imágenes del día anterior rondando por su mente, se dirigió al comedor. Ya tenía el desayuno preparado. Se limitó a tomar el vaso de leche, y salió de la estancia. Se dirigió a los jardines que ya observó la noche anterior. Con las manos en los bolsillos de sus pantalones negros, se veía muy atractivo con su camisa blanca y su pantalón de color oscuro. Una extraña arma colgaba de su cinto.

-Bason-murmuró el joven sin dejar de tener la vista al frente.

-¿Me llamabais, mi señor?- preguntó el espectro de un antiguo y poderoso guerrero.

-Búscala. Dime si se encuentra aquí- dijo el joven simplemente.

El fantasma asintió y desapareció tal y como había aparecido. Ren comenzó a caminar por aquellos jardines que la noche anterior había observado desde su ventana. Un gesto negativo por parte del espíritu de Bason lo llevó a dejar de pasear y entrar de nuevo al templo. Buscó entonces por allí, pero tampoco la encontró.

Con sentimiento de frustración por no conseguir lo que deseaba, volvió a su habitación. No quiso comer nada el resto del día. Esperaba con ansias la noche de nuevo.

Y esta llegó, puntual con la partida del sol hacia otros horizontes. El joven se mantuvo estático frente a la ventana, con la mirada fija en aquellos hermosos jardines.

Finalmente, sus esfuerzos se vieron recompensados. Ella apareció de nuevo. Como el día anterior, como fantasma con su vestido claro, y como aparición con sus cabellos rosas. El joven la observó absorto. Y tal como pasó la noche anterior, ella desapareció de nuevo.

Esto mismo se repitió tres noches más, aquellas tres noches, que parecieron convertirse en el verdadero deseo del joven.

-No es deseo, es necesidad de saber- se dijo el joven aquella última noche, mientras volvía a su cama.

A la mañana siguiente, se levantó como siempre. Se vistió, y con aquella arma al cinto, se encaminó al comedor de los monjes. Cuando entró, éstos dejaron de comer, y se levantaron como movidos por un resorte, y con la cabeza gacha, mostraron sus respetos.

-Anciano- dijo con aquel tono frío Ren. Buscando al hombre con la mirada.

El anciano salió de entre los monjes.

-¿Deseáis algo, mi señor?- preguntó el anciano.

-Creo que debería estar informado de todo lo que ocurre aquí- dijo el joven, mirándolo sin expresión.

-No entiendo a qué os referís- repuso el hombre, nervioso.

-¿Necesitas quizás que te ayude a recordar?- preguntó el joven con cierto cinismo.

Y sin siquiera saber los monjes como, aquella arma del cinto del joven, había aparecido ahora en su mano, y rozaba peligrosamente el cuello del anciano.

-Háblame de ella- dijo el joven, tajante.

-Llegó al templo hace muchos años. Sus padres la dejaron a las puertas del templo cuando aún era una niña, y nosotros la cuidamos- dijo el anciano.

-Sigue- repuso el joven, entrecerrando los ojos.

-Ella es una joven muy especial. Por eso la hemos mantenido junto a nosotros. No podemos dejarla a solas en el mundo de ahí afuera. Otros podrían utilizarla.

-¿Qué quieres decir con eso? Eso es debilidad. Cada uno de mis súbditos debe saber valerse por sí mismo.

-Mi señor- repuso el hombre, aún sintiendo la cuchilla en su cuello- Ella puede… Puede ayudar a… Puede borrar esos temores que acechan el corazón humano. Es capaz de borrar la conciencia culpable de un hombre. Ella bebe el dolor y la tristeza de aquel con el que habla. - gritó exasperado el anciano.- Una joven capaz de devolver la necesidad de vivir.

Un silencio se impuso durante unos instantes. Luego, el pelivioláceo habló con aquella voz capaz de helar la sangre.

-Tienes suerte de que me interese lo que dices- comenzó- Sino, ya estarías muerto.

Ren alejó el arma de su cuello, y tan rápido como la había sacado, volvió a abrochársela al cinto.

-Débil- musitó airado- Muéstrame dónde está. Quiero hablar con ella.

-Como deseéis- contestó el hombre.

Y sin más, salieron del comedor. Un murmullo se extendió entre los monjes. Todos parecían temer por la jovencita que vivía entre aquellas paredes.

-Tamao- llamó el anciano, mientras caminaban.

Al poco, apareció aquella joven. Iba tapada con un manto blanco, del mismo color que su vestido, que impedía verle el cabello y prácticamente todo el rostro. Caminaba descalza, con suaves y silenciosas pisadas.

-Tamao- dijo el anciano con un tono de afecto que no pasó desapercibido para el pelivioláceo- Te he llamado para que conozcas a una persona. Él es Ren Tao.

La jovencita pareció mirarle, mientras Ren observaba sus reacciones. Ella pareció esconderse más todavía en aquel pañuelo que la tapaba al sentir aquellos ojos dorados posados sobre ella.

Un gesto de la joven hacia el anciano hizo que el monje se volviera hacia Ren.

-Será mejor que vayamos a hablar a algún lugar un poco más apartado- dijo el monje, quién parecía preocupado por la joven.

-Iremos a mis habitaciones- respondió Ren, y sin más, dio media vuelta encaminándose al lugar.

Cuando llegaron allí, Tamao se sentó en una silla, mientras el monje se mantenía de pie a su lado. Ren la observaba de pie, frente a ella.

-Su nombre es Tamao Tamamura- dijo el anciano.

-Ya lo ha dicho antes- respondió cortante Ren.

La joven mantenía fuertemente unidas sus manos, recogidas contra su pecho, parecía nerviosa….

-Tiene miedo- pensó Ren, sintiendo una especie de placer ante aquella sensación.- Ya puede irse- dijo Ren, hablando hacia el anciano.

-Sí- respondió el monje, y tras hacer una reverencia, salió de la habitación, no sin antes dedicar una mirada a la joven sentada en la silla, que parecía sentir deseos de seguir al anciano fuera de aquella estancia.

-Yo soy Ren Tao- dijo el joven, hablando a la jovencita- Señor de estas tierras, tu señor.

Ella no se movía. Parecía limitarse a escuchar lo que él decía. En un ágil y rápido movimiento, el joven de mirada dorado le quitó el pañuelo que cubría su cabeza a la joven. Ella, sorprendida, no pudo reaccionar. Ren la observaba. Su cabellera rosa parecía de seda, y sus ojos rosas, de ingenuidad y tristeza, también mostraban temor al mirarlo a él. Su piel muy blanca parecía tener el tacto suave de una pluma. Su figura, esbelta, era tapada por aquel vestido claro.

-¿Me temes?- preguntó él, sin dejar de observarla.

Ella negó con la cabeza.

-¿Sabes hablar?- preguntó Ren.

Esta vez, hubo un asentimiento por parte de la chica, que comenzaba a sentir calor en su rostro. Aquel hombre la atemorizaba y atraía a un tiempo. Nunca había visto a alguien como él, y le parecía algo sorprendente. Era una atracción de curiosidad, por saber de dónde procedía, y qué quería de ella

Un silencio incómodo se instaló en la habitación. Ren se preguntaba de dónde habría salido aquella joven.

-Cuéntamelo- dijo de repente la joven. Su voz aterciopelada lo sorprendió.

-¿Cómo dices?- respondió irónico él, alzando una ceja.

-Dime que es lo que oprime tu corazón. Aquello que no te permite dormir por las noches, que acecha tu reino, tus decisiones, esa sombra que nubla tus ojos cuando piensas en ello. Aquello a lo que deseas enfrentarte pero no puedes porque tu arrogancia y orgullo no te lo permiten- dijo la joven. El tono rosa de sus mejillas había aumentado, pero aun así, parecía serena.- Aquello por lo que has venido al templo.

Ren la observaba entre admirado por atreverse a hablarle así, y enfadado por la valentía. Iba a sacar su arma, pero algo lo detuvo. Sintió como sus piernas lo llevaron hasta ella, y calló de rodillas. Su mente había deseado tanto poder hablar… Su corazón había latido tan fuerte que por primera vez desde hacía mucho tiempo, había podido notarlo.

Las palabras comenzaron a salir de su boca. Sus pesares, sus dudas, aquello en lo que creyó que se equivocó, pero no quiso admitirlo por orgullo. Lo que le acechaba en sus sueños, sus más terribles penas, los asesinatos cometidos. Cuando llegó la noche, dejaron de salir palabras de su boca.

Impresionado por lo que acababa de decir, se levantó, y apuntó con su arma a la joven frente a sí. Ella parecía sentirse enferma. Su tez blanca parecía haber perdido el poco color que ya de por sí poseía.

Entonces, la joven cerró los ojos, y cayó rendida. Mas su cuerpo no llegó a caer al suelo. Alguien la tomó antes de caer y la depositó en la cama de la habitación. Unos ojos dorados la observaban analizando sus rasgos.

-No puedo creerlo- musitó con desdén el dueño de la mirada dorada, saliendo despacio de la habitación.

A la mañana siguiente, la pelirosa se despertó temprano. A pesar de sentir cansancio, por alguna razón, algo le dijo que debía despertar. Se frotó los ojos con gesto infantil, tratando de desperezarse. Se levantó de un salto del lecho, que sabía no era su cama, que era mullida y pequeña. Llevaba puesto el mismo vestido que el día anterior.

El ruido de pisadas y caballos la alertó de que algo ocurría fuera del templo. Corrió hasta una ventana, la abrió y salió al balcón que mostraba el camino hacia el templo. Aquel ejército de hombres se alejaba lentamente, guiados por un joven que cabalgaba en un corcel blanco. Lo miró con insistencia, tratando de ver sus ojos, tratando de reconocer su rostro.

-Ren Tao- musitó al verlo.

-Él ya se ha ido- dijo una voz a sus espaldas. El anciano monje la observaba con mirada tranquilizadora.-No volverá, no debes temer por nada. Puedes quedarte aquí cuanto quieras. Él no te hará nada, no tendrás que volver a enfrentarte a su mente oscura ni a su conciencia.

-No me enfrenté…- dijo ella en un susurro, aún mirando por la ventana.

-Aun así, ya no tienes de qué tener miedo. Ren Tao ya no volverá-siguió el anciano, para tratar de calmarla. Él mismo parecía sentir cierto sosiego al reconocerlo.

El silencio cayó sobre ambos. Cuando al fin Tamao no pudo ver jinetes por la ventana, dio media vuelta, y quedó mirando al anciano con aquellos ojos rosas, que mostraban una tristeza y un deje de melancolía que el monje no pudo dejar de notar.

-Él volverá- dijo ella- No por propia voluntad. Pero necesitará de nuevo sentir el poder y la fuerza absolutos, sin ser atado por ninguna orden ni nada que haya hecho, sin ser atado por su conciencia…

-¿Quieres decir que él te dijo que volvería?- preguntó el hombre.

-Sí…

La joven salió de la estancia, dejando a un sorprendido monje, que pensaba no tendría que volver a enfrentarse a aquella mirada tan fría.

Y tal y como la pelirosa dijo, aquel joven volvió dos meses después. Y repitió la visita de nuevo varias veces más, siempre con un mismo objetivo. Hablar un momento con aquella joven llamada Tamao e irse rápidamente del lugar, para no volver hasta necesitarlo de nuevo.

OOOOOOOOOOOOOOOOOO

-Dónde está ella- dijo más como orden que como pregunta.

-Señor Ren- dijo un hombre, asustado por la repentina llegada del joven de cabellos violáceos- Ella está en su habitación.

Y sin decir una palabra más, el joven fue hasta la habitación de la joven pelirosa. Sin llamar entró hasta allí. La encontró junto a la ventana, observando como sus tropas se asentaban en las puertas del templo.

-Bienvenido joven Ren- dijo ella, al darse cuenta de que él había llegado. Sus mejillas adquirieron un tono rosado que trató de camuflar- Espero que haya tenido un buen viaje.

-Tamao- respondió él simplemente, acercándose a ella.

Le agradaba ver como ella se ponía nerviosa ante su presencia. Era una extraña sensación que echaba de menos cuando estaba lejos de aquel lugar. Quiso tocarla, pero tal y como siempre había pasado cuando había intentado aquello, ella se alejó de él, con una mezcla de vergüenza y miedo.

-Sigues sin dejarte tocar- pensó el joven de ojos dorados, mirándola con aquella frialdad característica.

-¿Qué queréis contarme esta vez, mi señor?- preguntó ella, con aquella voz dulce, aunque un poco entrecortada.

-Esta vez no vengo a decirte nada- dijo él, apoyándose en la pared junto a ella, que escondió la mirada bajo el flequillo de su pelo rosa.-Sino a pedirte algo.

Ella se sorprendió por sus palabras, y sin querer dio un respingo, que no pasó desapercibido por el joven a su lado, que la observaba con una mueca de aburrimiento.

-Y… Qué… ¿Qué desea?- preguntó ella entrecortadamente.

El nerviosismo de la joven era claramente visible, y su sonrojo por la cercanía del joven no desaparecía, cosa que hacía sentir a la joven muy extraña. ¿Por qué él la ponía tan nerviosa? Muchas veces se hizo aquella pregunta, pero solo una respuesta llegó a su mente: Le tenía miedo.

-Quiero que vengas conmigo a palacio—dijo él con los ojos cerrados, y aún apoyado en la pared. Aquella joven era tan débil… Pero aun así, la necesitaba.

-¿Yo?-dijo ella, sobresaltada, y alejándose de la ventana- Pero yo… Nunca he salido del templo.

-Eso no me importa.

-Pero yo no quiero ir.- dijo ella sintiendo sus fuerzas desaparecer poco a poco, y con un leve tono de voz- Prefiero quedarme con los monjes del templo. Ellos me quieren y me han cuidado siempre, y siento que debo devolverles el favor todavía.

-Eso a mi no me incumbe- respondió cortante el joven- Vendrás quieras o no. Prepárate lo antes posible. Saldremos durante la noche.

Y acto seguido, y tras mirarla una última vez, el joven salió de la habitación. Tamao se sintió desfallecer, y cayó postrada de rodillas al suelo. Las lágrimas comenzaron a fluir de sus ojos rosas. Estuvo así mucho tiempo, llorando desconsolada por la injusticia de la orden dada.

Por la tarde, aún no había salido de su habitación. Fue entonces cuando sintió la puerta abrirse. Un monje entró, y se acercó a ella. La ayudó a levantarse y mientras en otra mano llevaba un fardo con algunas ropas, la tomó de la mano y comenzó a dirigirla por los pasillos.

-Maestro¿Es usted?- preguntó la jovencita entre quedos hipidos.

-Sí, pequeña, soy yo- le respondió una voz familiar.

-Maestro, yo no quiero irme de aquí- dijo la joven, sintiendo las lágrimas fluir de nuevo por de sus ojos.

-No llores pequeña- dijo el anciano, parándose frente a ella- Recuerda que estás bajo las órdenes de tu señor. No debes cuestionar lo que él te diga. Recuerda lo que te hemos inculcado, y entrena el taoísmo que te fue enseñado- terminó un poco más serio, y secando las lágrimas de la joven.

-Sí maestro- dijo Tamao, conteniéndose.

Ya estaban frente a la puerta grande del templo. Allí, el joven de ojos dorados la esperaba con semblante serio y calculador.

La joven se acercó a él lentamente. En sus manos llevaba aquel bulto con sus ropas.

-Bien, andando- dijo el joven de ojos dorados, indicándole que lo siguiera.

Ella así lo hizo. Andaba lentamente, con la mirada baja, y por detrás de él. Caminaron hasta terminar de bajar las escaleras de mármol y cruzar aquel largo camino. A cada paso que daba, la pelirosa sentía que su mundo se desvanecía poco a poco.

Finalmente llegaron al lugar en que aguardaba el ejército del gran Ren Tao. El joven tomó un caballo que un soldado le acercó, y montó sobre él. Tamao subió a un hermoso coche, custodiado por varios hombres a caballo, sintiendo la mirada fría y dorada sobre ella cuando cerraron la puerta del auto. Sintió un escalofrío que recorrió su cuerpo.

-Volvemos a palacio- dijo Ren con voz potente y autoritaria.

Todos se pusieron en marcha siguiendo ciegamente las órdenes de su señor. Solo la pelirosa miró hacia atrás, mirando su hogar, aquel hogar que quizás no volvería a ver jamás.

OOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO

No sabía cómo había llegado hasta esa cama, lo único que sabía era que aquella no era su habitación. Se levantó con un temor a que todo aquello no hubiera sido una simple pesadilla. Miró por aquella ventana. Sus ojos se abrieron del terror y la admiración. Se encontraba en un enorme palacio, que por las banderas que poseía en las almenas, era de la familia Tao. Era una estructura gigantesca y oscura. A su alrededor, podían verse dos murallas superpuestas en dos niveles, y una larga escalinata que los unía con la puerta principal. Varias naves laterales salían de cada una de las siete naves principales que poseía el palacio. Cinco torres lo coronaban. Parecía una muralla infranqueable.

Desde su balcón, y a través de la ventana, podía ver dos patios grandes y amplios, con adornos realmente hermosos. En uno de ellos, varios hombres luchaban con espada. Un suspiro escapó de sus labios mientras se dirigía al baño que había en un lado de la habitación.

-Una nueva vida…- pensó la pelirosa.

OOOOOOOOOOOOOO

-De modo que al final la has traído- decía un joven de pelo castaño y mirada alegre en alguna sala de aquel oscuro palacio.

El joven de mirada tranquila llevaba algo que parecían unos auriculares en la cabeza. Una camiseta ancha y unos pantalones oscuros que le hacían ver amable y agradable.

-Así es- le respondió otro de mirada dorada.

-¿Pero ella accedió? Quiero decir, ella ha vivido siempre en ese templo según me dijiste. No creo que quisiera irse así de repente.

-Y no quiso, pero yo se lo ordené, y puesto que soy su señor, debe obedecer- dijo el de los ojos dorados, con la voz calmada y fría.

-Entonces la obligaste a salir de allí- dijo un poco más serio el castaño.

-Escucha Yoh- dijo el pelivioláceo tomando aire- No tengo tiempo para ir hasta allí solo para quitarme este peso de encima. Necesito poder utilizar su don cuando lo necesite.

-Ren, esa es una actitud muy egoísta- respondió Yoh, al escucharle.

-Quizás sí, pero no tenía otra opción.

-Lo que no entiendo…-comentó el joven alegre, poniendo la mano en su cabeza- Es por qué la utilizas a ella.

El joven de cabellos violáceos giró sobre sí mismo para mirar fijamente a su amigo. Pensó no contestar, en mentir, pero ante la sinceridad del castaño no pudo negarse a contestarle.

-Ella se ha convertido en mi confidente. Lo sabe todo sobre mí, sobre este reino, sobre cada acción, deseo y decisión que he tomado- dijo el joven- Si alguno de mis enemigos se enterara de esto, me pondría en serio peligro. Además, ella… es mejor que esté aquí-terminó, un poco sonrojado.

-Entonces¿Estás seguro de que sólo la has traído porque es tu confidente?- preguntó pícaro el castaño.

-Sí Yoh- dijo el de mirada dorada, un poco enfadado- No pienses tonterías.

La risa del joven de mirada alegre tranquilizó los ánimos y relajó el ambiente. Después, se despidió y se alejó del lugar, encaminándose a su lugar de origen. Él era el mejor amigo del heredero de la dinastía Tao. El gran Ren Tao, que no conocía límites.

-Mi confidente…- aquellas palabras se repetían una y otra vez por la mente del joven.

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Notas de la autora: Se debe tener en cuenta de que los Tao siempre han odiado a lso humanos, y por ello procuran parecerse lo menos posible a ellos. Esta hsitoria está ambientada en nuestra época, por lo que las mejores tecnologías sí que las poseen los Tao.

Cualquier otra duda, no dudéis en preguntármela.

Attent:

Palin