Una dulce voz de mujer rompe la tranquilidad y el silencio que reina en la habitación. La chica, sentada en el alféizar de la ventana mirando la nieve desvía la vista hasta la figura de su madre, vestida con su pijama y la bata azul, y en contraluz a la tenue luz del fuego de la chimenea tras ella.

-Beatrice, ¿todavía estás aquí? Vamos, vete a la cama. Has estado ahí sentada desde que hemos terminado de cenar... -dice la madre calladamente, casi en un susurro- Mi niña, Adelade ya no está ahí fuera. Ya no puede hacernos más daño-la suave mano de su madre se posa sobre su hombro- Cariño... no fue tu culpa.

La adolescente suspira y con un movimiento se coloca un mechón de brillante pelo naranja tras la oreja.

-No es eso, mamá. Es que... -empieza, pero acaba negando- No lo sé...

-No importa por lo que sea. Tan sólo ponte el pijama, métete en la cama y descansa-dice dirigiendo la mirada al fuego- No creo que aguante mucho más encendido y no quiero que mueras congelada ahora que has vuelto.

Una pequeña sonrisa se esboza en los labios de la chica, sincera aunque triste. Tras una última ojeada al bosque blanco pone los pies en el suelo bajando del alféizar.

-Está bien. Me iré a la cama. Pero no prometo nada.

Bajo la atenta mirada de su madre coge las tijeras con forma de pájaro de la mesa y sube las escaleras con sigilo apenas posando las puntas de los pies en los escalones. Como un pajarito.

Corretea del mismo modo hasta su habitación y cierra la puerta tras de sí, con un suspiro cansado. Mira a su alrededor mientras sus ojos se acostumbran de nuevo a la oscuridad. Su hermana mayor Agnes y sus hermanas pequeñas Camellia y Elise duermen ya, llenando la habitación de esos plácidos sonidos que hace la gente cuando duerme. Beatrice se acerca a su cama y se sienta. Se queda así, mirando a la pared en la oscuridad con las tijeras fuertemente agarradas en su mano durante un rato.

De pronto, toma aire profundamente y asiente.

A los pies de su cama hay un baúl, al igual que en las otras tres camas. Dentro de este una bolsa de piel y algo de ropa. Gatea por el colchón y coge la bolsa. Mete las tijeras, velas, cerillas y algunas otras cosas con la rapidez y seguridad de quien ha calculado y meditado muchas veces esa lista de objetos.

Mira de reojo la nieve caer por la ventana y se sienta en la cama para ponerse unas gruesas botas de piel y un buen abrigo sobre el vestido azul. Su madre tiene razón, no quiere morir de frío ahora.

Se coloca la bolsa al hombro y tras ponerse un gorro, guantes y bufanda de lana azulada, se dirige a la puerta, sale en silencio y cruza el pasillo como una sombra. No hay nadie despierto, perfecto. Tampoco le gustaría que nadie la cogiese in fraganti en un momento así.

Beatrice sabe exactamente qué escalones crujen y donde, así que los va esquivando con pasos seguros. En la oscuridad del salón se detiene a mirar a su espalda al oír un leve ruido. Pero viendo tan sólo el fuego crepitar débilmente medio consumido, sale del molino haciendo tan poco ruido que nadie habría dicho que la adolescente se estaba escapando de casa. Desde luego compartir el espacio con 9 hermanos te enseñaba a hacer según qué cosas como se debía. Si quieres salir en mitad de la noche, al menos ten la decencia de no hacer ruido.

La nieve cruje bajo sus pies con el primer paso, hundiéndose un par de centímetros. Echa a correr, cruzando el río hasta adentrarse en el bosque. Está segura de que la primera vez que les había visto estaban por aquí.

¿Quizá era aquel árbol?

¿O aquel otro?

¿Podría haber sido cerca de aquella roca de allí?

Las dimensiones de las cosas eran muy diferentes cuando era un pájaro, y la oscuridad y la nieve no ayudan precisamente. ¿Cómo va a encontrar el camino sí apenas puede verse las manos?

Sigue caminando mucho rato, quizá en círculos, quizá en línea recta, no está demasiado segura. El bosque parece no terminar nunca. Los sonidos de la noche la hacen sentir escalofríos y nota como sí varias decenas de ojos estuvieran clavados en ella. Saca una de las velas y un par de cerillas para encenderla. Sólo por sentirse más segura.

Apenas ha andado unos cuantos pasos más cuando pisa una ramita, que se rompe con un chasquido bajo las gruesas botas, haciendo parecer el ruido incluso ajeno a ella. Beatrice se gira rápidamente, blandiendo la vela, sacudiéndola de un lado a otro para mirar a su alrededor desconfiada.

Sabe que el bosque es peligroso.

Sabe que no debería estar ahí.

Y también sabe que vale la pena ponerse en peligro.

No es como sí no hubiera estado en situaciones peores, ¿no?

Un susurro de hojas proveniente de unos frondosos arbustos cercanos la saca de su hilo de pensamiento.

-¿Quién anda ahí?-dice enfocando la llama en esa dirección- No tengo miedo, seas quien seas.

Se mantiene tensa durante los largos segundos en los que las hojas se mueven hasta que una pequeña tortuga negra asoma la cabeza entre ellas.

Beatrice relaja los hombros con un suspiro de alivio y baja la vela.

-¿Qué haces aquí sola? ¿Te has perdido?-dice acercándose al pequeño animal.

La chica se inclina para coger a la tortuga pero el suelo bajo sus pies desaparece sin aviso. La vela se escapa de sus dedos en el traspiés y sale volando, aterrizando apagada en la nieve con un siseo. Un grito se oye en todo el bosque pero no hay nadie que la oiga como para salvarla de la caída.

Y después de un momento... el silencio vuelve a reinar en la noche, en The Unknown, como si una chica no acabase de ser tragada por la tierra.


El sol se está poniendo. La luz anaranjada, rosada y cálida baña todo a su alrededor, dotando a las largas sombras de una distorsión extraña. Unas delgadas nubes de un fuerte tono rosa surcan el cielo lentamente y las luces de las calles iluminan la penumbra vespertina.

Las risas de los niños que juegan, los últimos cantos de los pájaros que vuelan de repente de un árbol a otro, haciéndolos susurrar y el murmullo de lo que probablemente es un río hacen que se lleve la mano a la sien dolorida. Los mechones desordenados se salen del moño deshecho y caen sobre su rostro, enmarcando la expresión confusa y molesta.

Por todas partes le llegan olores de comida, la hora de cenar, presumiblemente.

Hay gente que camina por las mismas calles que ella, pero esas calles son muy distintas a las calles que está acostumbrada a ver. Son amplias y planas, y aunque no son empedradas parecen estar hechas de un material similar. Los carros de caballos han sido sustituidos por esas bestias de metal y cristal que rugen a su paso dándole escalofríos. Incluso las casas son distintas, con grandes jardines con flores que jamás ha visto, puertas mecánicas y luces que se encienden en un abrir y cerrar de ojos como pura magia.

La chica se lleva la mano a la frente, moviendo la cabeza a los lados. Camina encogida sobre sí misma, temerosa de todo lo que la rodea y que de un modo u otro parece querer atacarla. Una pareja que pasea por la misma acera que ella charlando, pasa a su lado dándole un leve golpecito en el brazo, por el que no se molestan en pedir perdón. Beatrice suelta un gritito y se encoge aún más pegando la espalda a la pared mientras los mira alejarse. Es extraño pero no está segura de... juraría que esa persona es una chica pero... lleva pantalones. Nunca ha visto a una mujer llevando pantalones. Se mira el largo vestido azul y frunce el ceño ligeramente. ¿No es así como se supone que debe ser?

Un grupito de niños pasan corriendo por su lado riendo y chillando y uno de ellos le pisa el pie descalzo.

-¡Oye, tú! ¡Vuelve aquí!-grita enfadada sujetándose el pie mientras da saltitos- ¿Qué te crees que estás haciend-? -empieza gritando pero poco a poco su voz de deshace como el humo de una chimenea en una mañana fría.

Una fuerza interior, casi un instinto básico la lleva a seguir al pequeño del gorro rojo. Su mente le dice que no puede ser. Que por la forma en la que la capa flota tras él cuando corre, no debe tener más de 6 años. No puede ser él. Y a pesar de todo no puede apartar la mirada del niño. Lo sigue en silencio durante mucho rato mientras juega con sus amigos en el parque del barrio, admirando las facciones y los brillantes ojos oscuros. Traga saliva ruidosamente porque puede que no sea Wirt, pero desde luego se parece mucho a él: la nariz rojiza y afilada, las manos pequeñas de largos dedos delgados, las orejas que sobresalen prominentes del gorro y el cabello liso de ese tono café tan dulce, que brilla con la luz naranja como un faro que es lo único que Beatrice puede ver en ese momento.

Un niño pequeño que le recuerda a Wirt.

Es absurdo, su amigo tiene 15 años y ese niño rondará la edad de Greg. ¿Y sí está en su mundo? ¿Y sí ha viajado en el tiempo? ¿Es eso siquiera posible? ¿Y sí ese crío es de hecho Wirt cuando era pequeño? Las preguntas se agolpan en su mente una tras otra dejándola por unos segundos sin respiración y la sola posibilidad de que ese pequeño Wirt no la recuerde la pone triste. No sabe qué hará si no la recuerda, pero no tiene nada mejor que hacer que seguirle cuando se despide de los otros niños y corre calle arriba hasta detenerse resollando y apoyando las manos en las rodillas ante una casa familiar. Beatrice se acerca hasta la verja de hierro y ladrillo, mirando entre los altos setos.

La casa, unifamiliar y de suaves líneas coloniales, solo puede describirse como "hogareña". Con la parte superior de laminado azul celeste y la inferior de color crema, un patrón que recuerda a una casa al borde del mar. Las ventanas, de roble oscuro, son grandes y dejan entrever el interior, pero siempre resguardando la privacidad. El porche recuerda a los porches del medio oeste, amplios, con sitio para tomar el té mientras se disfruta el atardecer en los campos de trigo y mazorcas. Por alguna razón le produce una sensación de tranquilidad. El contraste de la madera de colores claros con los marcos oscuros.

Es como si alguien hubiese cogido las mejores casas, aquellas que gritan 'hogar', y las hubiese juntado todas en una sola.

Una voz la saca de su hilo de pensamiento. Un hombre que rondará la treintena, sentado en el porche con un libro en sus manos, frunce el ceño al ver al niño llegar y tirarse al césped medio muerto por la carrera.

-Bert, te he dicho mil veces que no corras así. ¿Qué pasaría sí te caes? -dice dejando el libro sobre la mesa y colocándose bien las gafas- Ven aquí.

El niño se levanta con pesadez y se arrastra cómicamente hasta su padre.

-También te he dicho montones de veces que no entres en el desván. Es peligroso. Y no cojas mis cosas, se pueden estropear y son importantes, ¿entiendes?

-Síiiii...

El padre le quita la capa y la dobla con cuidado después de sacudirla minuciosamente.

-Papá, ¿por qué no me dejas jugar con esto? Son para disfrazarse...-pregunta apoyando los codos en el brazo del asiento.

-No son para jugar -le quita el gorro rojo y lo coloca junto a la capa- Creo que mamá te estaba buscando.

El niño resopla haciendo una pequeña pedorreta de fastidio y entra en la casa llamando a su madre.

Beatrice se oculta un poco más tras los ladrillos rojos y los barrotes de hierro mordiéndose el labio inferior y mirando al hombre embobada, con los últimos rayos de sol a su espalda. Él ha retomado su lectura, llevándose el dedo índice al labio, en donde da golpecitos. A pesar de las gafas que protegen su vista, Beatrice puede ver perfectamente el característico brillo en los ojos y la media sonrisa que sólo una persona que adora lo que está haciendo tiene. Y solamente ha visto ese brillo en esos ojos una vez; hablando sobre rococó francés y arquitectura georgiana. Se lleva la mano a la boca emocionada y susurra su nombre respirando agitada. Está tan crecido, tan maduro, tan... guapo. Tiene ese aire de treintañero atractivo y seductor que siempre intentan vender los juglares y desde luego ha aprendido a sacarse partido a sí mismo. Ha ocultado sus orejas con el pelo y las gruesas gafas que se escurren por su nariz constantemente ayudan a disimular el tabique. Sin embargo hay cosas que no han cambiado, como su gusto por las camisas y los tirantes que a ella le parecen tan adorables. ¿Cuándo ha crecido tanto?

Apenas hace una semana desde que se fueron del bosque... ¿quizá menos? No ha podido darle tiempo a estirarse como un espárrago silvestre. No sabe cuánto tiempo se ha pasado ahí espiando pero se ríe bajito deleitada por la visión del chico. La gente pasa tras ella por la acera, pero ni siquiera se detienen a mirarla, como si no la vieran.

El niño, Bert, vuelve al rato, con el pelo mojado, la ropa limpia lo que parece un sándwich en las manos.

-Mamá dice que han llamado hoy.

-¿Sabes para qué?-vuelve a colocarse bien las gafas una vez más.

-No... -el crío tuerce los labios y se sienta en el último escalón de las escaleras del porche.

El padre levanta la vista, mirándolo por encima de las páginas.

-Yo también quiero un sándwich.

-Dile a mamá que te haga uno.

-Bert, no está bien que digas eso, porque mamá sea una mujer no implica que nos tenga que hacer los sándwiches, eso es machismo y no se aceptará en est-

-Lo decía porque la última vez te quemaste con la tostadora...

-Ah.

-Y la anterior te cortaste en los dedos.

El padre aprieta los labios ofendido y levanta el dedo para responder cuando una mujer sale con una bandeja en la que lleva varios sándwiches y tres vasos de limonada.

-Haya paz, chicos-dice dándole a su marido uno de cada.

Beatrice observa a la madre: una mujer de piel oscura y largo pelo rizado, sonrisa cálida y... generosas curvas en el pecho y las caderas. No le hace falta llevarse las manos a su propio pecho para saber que, efectivamente, apenas está empezando a florecer y suelta un quejidito ahogado. Esa mujer tiene todo lo que le gusta a un hombre y además hace limonada y sándwiches. El pack completo; no puede competir con eso.

Abraza al hombre por detrás besando su mejilla y su nuca.

-Han llamado de la editorial.

-¿Qué han dicho? -sonríe con los mimos- ¿Buenas noticias por fin?

-Me temo que no, Wirt. Han vuelto a rechazar el manuscrito que enviaste.

La sonrisa se esfuma de su cara y poco a poco deja de masticar el sándwich, tragando. Mira al suelo con desilusión y resignación en sus ojos, ni siquiera enfado.

-Pensaba que esta vez habría suerte. Hice todo lo que me pidieron, cambié todo lo que me pidieron que cambiara... -niega un poco, algo abatido.

-Al parecer piensan que tu poesía es demasiado pretenciosa y que está anticuada...

-Puede ser... -musita bebiendo despacio.

Beatrice le mira con una mueca triste. Ella ya había dicho eso mismo tiempo atrás pero... cuando son otros los que le rechazan le duele. En el fondo no es un mal tipo, ¿no? Se merece que algo le salga bien.

Empieza a pensar que quizá le gustaría leer su poesía, escucharla de sus labios en suaves susurros. ¿Dijo que susurraba poesía para sí mismo por las noches, no es así? Apenas sin darse cuenta se encuentra a sí misma pensando en él, los latidos de su corazón, rápidos y fuertes, son perfectamente audibles en sus oídos. La boca se le seca, la lengua haciéndose una pasta que no la deja tragar saliva para deshacer el nudo que se ha instalado en su garganta. Y mientras tanto, sólo puede mirar como su mujer, la que él ama, le abraza, besa y consuela. La sangre le quema en las venas, y las lágrimas en los ojos. Ni siquiera sabe por qué está ahí, pero no quería ver eso.

Se agarra a los barrotes y llora silenciosamente. Los vecinos siguen paseando delante de ella y siguen sin hacer nada. Quizá no la ven de verdad. Quizá es un fantasma. Quizá murió en aquel agujero y ahora está en el infierno obligada a ver todo eso.

Eso es.

Los hipidos se convierten lentamente en gimoteos y estos a su vez aumentan de volumen para convertirse en sollozos y llanto.

No entiende nada, y no quiere estar ahí.

Se frota los ojos tratando de calmarse y vuelve a mirar la idílica escena familiar una vez más.

Para su desgracia siguen siendo una familia tan perfecta como minutos antes, nada ha cambiado salvo que... los ojos de Wirt la están... ¿mirando?

Sorprendida mira tras de sí pero sólo está la calle oscura y vacía. Respira ruidosamente por la nariz y le sostiene la mirada hasta que él se separa de su mujer y se levanta.

-¿Wirt, qué pasa? -dice ella- ¿Va todo bien?

-Sí, tranquila, Sara... -murmura pasando junto al niño en las escaleras- Sólo voy a comprobar una cosa.

Con el primer paso de Wirt sobre el césped, Beatrice retrocede. "¿Me ha visto?" piensa angustiada "Es imposible que me haya visto". Mira a ambos lados, a la oscuridad salpicada de la luz de esas altas velas de metal y le devuelve la mirada aterrada y llorosa cuando el hombre pronuncia su nombre.

-¿Beatrice? -pregunta confuso, de pie a un par de metros de la verja. Se palmea la cara cómicamente como la primera vez que la vio, como sí fuese un espectro, y titubea antes de continuar- ¿B-Beatrice, eres tú de verdad?

Ella asiente tragando saliva y se agarra el vestido cerrando los puños con fuerza.

-Dios, esto es increíble. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has...? ¿Estás...bien?

Vuelve a asentir con la cabeza, alejándose un poco más de él.

-¿Wirt? -escucha gritar a la mujer- ¿Se puede saber con quién hablas? Estás asustando a Bert de nuevo.

-¡Con Beatrice! ¡Sara! ¡Beatrice está aquí! ¿No es maravilloso? -exclama emocionado mientras dos gruesas lágrimas caen por sus mejillas y se gira señalando el hueco entre los setos.

-Wirt... ahí no hay nada-suspira Sara con el pequeño en brazos, negando- Ya estás otra vez con esa historia...

-¿Qué historia? ¡Mírala, Sara! -observa a la jovencita pelirroja y asustada- ¡Es real!

-Igual de real que las últimas setenta y ocho veces, Wirt.

-N-no lo entiendes.

-No entiendo que veas a una chica pájaro. Exacto.

-No es un pájaro. E-es... ¡estoy seguro de que es ella! ¡Sólo puede ser ella!

-Se acabó, voy a llamar al Doctor Hamilton para que te revise esas pastillas.

-P-pero Sara... -musita devastado.

-Vamos, Bertie, dejemos a papá con sus chicas pájaro imaginarias, es hora de dormir.

-Sara te estoy diciendo la verdad...

La sigue con la mirada y se palmea la cara girándose.

-Lo siento por esto, Beatrice -se ríe triste y al abrir los ojos se encuentra con la acera vacía- ¿Beatrice?