-INFINITAMENTE-

Capítulo uno: El principio de la improbabilidad

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¿Por qué todos los días suceden coincidencias, milagros y eventos extraordinarios?

En una gran ciudad con casi diez mil habitantes donde la mitad son betas, el treinta por ciento alfas y el veinte por ciento omegas, las probabilidades de que una pareja predestinada se encontrara resultaba imposible.

Y Levi Ackerman no creía en los milagros.

Habiendo crecido con un estricto tío alfa, que bebía y opinaba que la disciplina era la mejor manera de educar a un niño, aprendió que emparejar con alguien inferior a él solo traería debilidad a la familia.

Debilidad y problemas, porque los omega eran criaturas caprichosas y volubles que chillaban si los tocabas de mala manera, parían hijos sin descanso debido a su nulo control de natalidad y cuando se casaban preferían quedarse en casa para representar la figura de una devota esposa cuando en realidad ver televisión, ser hermosas –y hermosos- hasta el punto de la vanidad extrema y entrar en un estado de hiperactividad sexual una vez al año era lo único para lo que servían.

Tal vez exageraba un poco, algunos omegas eran capaces de trabajar sin tener que pedir permisos especiales en sus días especiales o perfumar el espacio personal de todos con sus extrañas feromonas que ocasionaban dolores de cabeza a más de uno.

Kenny le había dicho que algunas personas tenían compañeros predestinados, omegas altamente compatibles con algunos alfas, que al verse no podían evitar estar juntos, revolcarse juntos y ser felices juntos.

La epítome de una historia de amor adolescente que nadie, absolutamente nadie que estuviera cuerdo, querría vivir.

"Esas son cosas de omegas" solía decirle, con los pies sobre la mesa ratona frente al televisor, una fría lata en la mano derecha y un cigarrillo mentolado en la otra "ellos no tienen otra cosa mejor que hacer. Ya limaron sus uñas, comieron su cena y se fueron a la cama como los buenos chicos que quieren que creas que son. Entonces se entretienen pensando que algún alfa, guapo y con dinero, venga a su ventana para decirles: Hey, hola, en verdad siento que eres mi pareja destinada y no puedo vivir sin ti ¿Quieres casarte conmigo?"

Kenny continuaría mascullando cosas en contra de los omegas, y él, que en ese entonces solo era un niño, se entretendría admirando como la barba de su tío subía y bajaba junto al ala de su sombrero.

Sin embargo, un día conocieron a Uri Reiss y el mundo que Kenny le había enseñado cambió por completo.

Hacía calor, Kenny y él salieron a comprar algunas paletas de helado –porque no solo los vanidosos omega pueden disfrutar de las cosas dulces-, tomaron todos los paquetes de fresa que encontraron y el empleado de medio tiempo solo tuvo que darles las gracias, decirles que tengan un buen día y enseñar esa sonrisa antes de desarmar y arrancarle el corazón al viejo Kenny, o al menos eso supuso Levi porque en aquel tiempo era muy pequeño para comprender ese tipo de situaciones.

Uri era agradable, bonito y olía dulce cuando venía a cenar a casa. Tenía treinta y cinco años, dos años menos que su tío, el cabello rubio y lacio, los ojos claros y la nariz respingada y cocinaba los mejores pastelitos de miel que alguna vez hubiesen probado.

Sin saberlo, Kenny y él comenzaron a esperar sus visitas de fin de semana con callada ansia. Los cigarrillos mentolados desaparecieron y las cervezas de la nevera disminuyeron considerablemente.

"Creo que no todos los omegas son malos, niño" le había dicho su tío la primera vez que formaron muñecos de nieve con narices de zanahoria y largas manos de ramas en el patio, con Uri dirigiendo aquella descabellada empresa.

Y él, ingenuamente, le creyó.

La nieve llegaría a su fin, los muñecos se convertirían en agua y un par de gruesas maletas serían desempacas en el dormitorio principal, las mismas volverían a empacarse alguna noche de tormenta cuando la acalorada voz de su tío traspasara las paredes e hiciera llorar a Uri.

Kenny mascullaría por días acerca de lo equivocado que estaba y se negaría a firmar su boleta de calificaciones, entonces él buscaría a Uri en el hotel más cercano, porque en verdad necesitaba esa firma si quería pasar de grado, y Uri firmaría de buena gana, alimentándolo con galletas caseras y preguntándole como estaba su tío.

Las maletas volverían a fin de mes, la cama continua a su habitación chirriaría dándole la bienvenida a una acalorada reconciliación y Kenny cocinaría pastelitos quemados porque Uri estaba indispuesto esa mañana.

Todo marcharía viento en popa sobre un barco construido con tablones de esperanzas, hasta el invierno siguiente cuando Uri enfermara con un resfriado que lo obligaría a estar en cama durante meses. La receta del abuelo no funcionaría ni tampoco la medicina que el doctor prescribiera. Los cigarros volverían a dominar la mesa ratona cuando la respiración ronca de Uri le impidiera pronunciar bien y su tío se convertiría en una bola de auto odio a medida que la enfermedad echaba profundas raíces amargas en su omega.

Su omega. Suyo.

Kenny fue el primero en percatarse que el final estaba cerca.

Las latas de cerveza se amontonaron en el cesto de basura y Kenny volvió a gritarle a Uri diciendo que lo había embrujado, que todos los omegas eran rameras de mierda y solo buscaban un alfa para destruirle la vida y que tenía prohibido morir en la casa, porque esa no era su casa.

Uri esperó pacientemente, con los hombros caídos como un pequeño perro pateado, tosió un poco cuando el dedo acusador dejó de señalarlo y el cuerpo de Kenny cayó desplomado en el sofá.

Juntos lograron arrastrarlo hasta la cama y Uri le agradeció con una voz ronca y débil, diciéndole que tenía ya era muy tarde y seguramente su tío tendría una fuerte resaca al día siguiente.

Las disculpas vinieron después, sorprendiendo a todos, pero Uri no logró estar ahí para escucharlas.

Kenny y él se mudaron a la gran ciudad luego de eso, rentaron un departamento y mal vinieron los siguientes años hasta que él decidió tomar las riendas de su destino cuando quedó solo, sin familia con la cual vivir hasta que cumpliera los dieciocho años y cuando los atestados orfanatos no quisieron recibirle.

Se inscribió en el ejército, escaló los puestos más altos e hizo valer su condición alfa para demostrar que era apto para el puesto de segundo al mando en el cuerpo de la policía militar de la gran ciudad de Sina.

Rentó un departamento más grande que el anterior y lo bautizó como su nuevo territorio.

Nunca se casó ni se le conoció pareja omega.

Entonces su buena vida de alfa soltero de veinticinco años, cambió radicalmente cuando un grupo armado de omegas –en su mayoría adolescentes con mentes radicales y aspiraciones vanas- irrumpió en el museo de historia de Sina ocasionando destrozos. Dos meses después incendiaron la iglesia del Pastor Nick y pintaron las estatuas de algunos importantes alfas en la plaza.

Él no tuvo el tiempo de preguntarse qué carajo estaba pasando en el mundo, su escuadrón fue desplegado y se vio sumergido en un mini campo de batalla durante semana y media cuando el grupo omega cercó la prestigiosa universidad Paradis, tomando como rehenes a media docena de docentes alfa y cuatro estudiantes alfa.

Su escuadrón era fuerte, todos alfas bien entrenados que soportaron la comida fría y los baños portátiles con presteza. Acamparon fuera del campus, comunicándose mediante transmisores de alta frecuencia y evitando las cámaras de reporteros que desplegaron sus propias carpas de excursión junto a las suyas.

A veces los familiares de los omegas radicales y de los rehenes se quejarían por su nulo intento de negociación, pero Levi se aseguraba de cerrar bien su tienda y encender la cocina portátil para calentar su té por las noches, todas las noches.

Conocía muy bien a los omegas, las clases de psicología y biología de jerarquía que tomó en la brigada no habían sido en vano. Un alfa era fuerte por naturaleza, mucho más resistente tanto física como mentalmente -a no ser que su pareja estuviese involucrada, pero eso no venía al caso-, incluso los reporteros beta resistieron el frio de las noches y prepararon sus propios alimentos bajo una fogata bien armada, así que los rehenes estarían bien, pero los omegas radicales no, y eso es lo que Levi estaba esperando.

Ordenó que cortaran las luces del edificio y la empresa encargada de proveer agua dejara de hacerlo, vigilaron el fuerte día y noche, esperando que la comida de los omegas radicales se acabase o que luego de unos días consideraran indigno el tener que alimentarse de comida envasada y beber agua sucia de los grifos.

Tomó tiempo y los omegas radicales se mostraron sorprendentemente valientes ante la adversidad, hasta que uno de los rehenes se les escapó –criaturas tontas- y toda la entereza mostrada hasta ahora comenzó a derrumbarse.

Las cámaras grabaron todo el desenlace, Levi se aseguró de sacar a cada uno de los rehenes y enviarlos a las ambulancias ya preparadas fuera del edificio. Su escuadrón capturo a los omegas rebeldes, los esposaron y cubrieron sus cabezas para que ningún lente pudiera capturar sus rostros.

El trabajo bien hecho siempre le satisfacía.

También la mujer beta, reportera del canal siete, que compartió su nudo y cama toda la noche.

Dijo que se llamaba Hitch cuando desplegó todo su arsenal de maquillaje sobre su tocador, colocándose los pendientes de perlas genuinas y sacando un par de medias nuevas de su bolso –él se había encargado de rasgar las anteriores-, tenía veinticinco años y compartía habitación con su novio, Marlo, el camarógrafo, aunque de vez en cuando se acostaba con el jefe del canal para derrocar a alguna contrincante fastidiosa.

Levi preguntó que ganaba ella al dormir con él.

—Eres un alfa —respondió ella, cerrando el tubo de pintalabios rojo con una de sus acrílicas uñas del mismo color— lograr que alguno se interese en una simple beta puede ser algo memorable.

Desayunaron juntos.

Marlo vino a buscarla un par de horas después e intercambiaron números de teléfono para volver a encontrarse alguna vez y hablar de negocios.

No esperaba recibir una respuesta pronto.

Un nuevo juicio contra omegas rebeldes, que apedrearon la librería, llegó a sus manos y como había prometido Hitch fue la primera en saberlo y cubrir el caso.

Acordaron encontrarse en un restaurante, Hitch llevaba las mismas perlas que a decir por su aspecto pertenecieron a su abuela y eran las únicas prendas de valor que poseía. Un novio camarógrafo no ganaría lo suficiente para mantener a alguien como ella y aunque se acostara con el jefe no podría impedir que cada vez más y más omegas acapararan la pantalla plana.

Ella ganaría un buen dinero con la primicia que planeaba entregarle. Eso la dejó satisfecha.

—¿Viste las noticias? —sonrió la beta, sarcástica y tentadora, sus labios se curvaron junto con sus bonitos ojos, al igual que el gato de Cheshire.

Levi no veía las noticias, nunca tuvo tiempo libre para hacerlo, pero dada las circunstancias sabía a donde pretendía llegar.

—No.

Ella tosió ofuscada, frunciendo el ceño como su madre solía hacer a veces.

—No puedo creerlo —ella murmura— estas completamente desactualizado del mundo.

—Realmente, no es asunto tuyo.

—¿Entonces vas a casarte? —suelta junto a una sonrisa aguda, la sonrisa ocultando un atisbo de decepción.

A Levi no le gusta lo franca que es ella, ni el aroma a dolor que parece emanar de su piel, descifrar los sentimientos beta es difícil. Se acostó con ella, pero eso no significa que hayan existido promesas implícitas aquella noche, joder, ella tiene novio.

—¿A qué te refieres exactamente? —logra preguntar, esquivando la bala.

Hitch carga un par de cubos de azúcar dentro de su taza de café antes de contestarle.

—La ley que obliga a los trabajadores del gobierno a emparejar antes de fin de año, salió en las noticias, Marlo y yo hicimos un reportaje especial.

Levi no miraba las noticias ni estaba al tanto de su ya abandonado muro de Facebook, pero había recibido la notificación en su correo electrónico esa misma mañana.

Al parecer la policía militar era un símbolo del honor y deber que todo ciudadano respetable estaba obligado a mostrar. Día a día trataban con jóvenes rebeldes y omegas que querían escalar sus limitaciones y meter a todos en problemas, estos últimos eran los peores y estaban proliferando sin control alguno.

Los omegas debían ser controlados y un alfa sin pareja de casi treinta, que además tenía que enfrentarse y dar el ejemplo de lo que era una familia sana y normal, no ayudaba mucho que digamos.

Levi era una mancha en el blanco e impoluto cuadro de la institución y lo seguiría siendo hasta el día que consiguiera un omega para sentar cabeza, y no era una sugerencia, era una orden.

Suspiró y miró los ojos acaramelados de Hitch que sonreía sin sonreír de verdad mientras el novio la esperaba afuera, con una gruesa bufanda en el cuello y la nariz roja de tanto estar parado en el frio.

—¿Tienes a alguien en mente? —peguntó entonces.

Hitch arregló sus rizos, mirando la hora que marcaba su pulsera reloj, guardando la carpeta con los informes de Levi en su bolso de marca.

—Una de mis primas estaría contenta con un alfa como tú, es omega y le enseñaron a obedecer.

Levi estuvo colocando sus opciones en la fría balanza de su conciencia durante los siguientes días.

Le gustaba su trabajo y no era la clase de alfa que rompía las reglas a su antojo, incluso alguien como él tenía sus limitaciones.

Por supuesto, algún día tendría que casarse, era consciente de ese miserable hecho y por eso había decidido hacerlo pronto, la nota del gobierno solo fue un incentivo más para buscar pareja. Siempre y cuando nunca encontrara a su pareja destinada estaría satisfecho con cualquier caprichoso omega con el que lidiar, conocía los métodos necesarios para doblegarlos y no tenía miedo, después de todo ellos no eran las criaturas frágiles que proclamaban ser.

No desde la muerte de Kenny, no desde que aquel alfa que casi había sido un padre se encerró en el pequeño cuarto alquilado y se dejó morir mientras la cicatriz de su cuello se podría lentamente.

Levi nunca aceptaría tener el mismo destino que su tío. El sería el dueño de su vida y nadie más que él decidiría cuando morir. Y cuando el momento llegara, pondría su marca sobre alguien por amor.

Fue cauteloso en todo momento, alejándose de los omegas jóvenes y camuflando su olor con potentes jabones químicos.

Precavido y receloso hasta el día cuando tuvo una cita a ciegas con la prima de Hitch, una omega que pidió todos los platillos del menú y a quien tuvo que llevar al hospital más cercano por culpa de una terrible indigestión.

Se liberó de la apestosa omega y huyó del lugar, necesitaba un cigarrillo y un buen baño que lo librara del potente olor a vómito y a omega angustiado.

Hasta entonces Levi nunca creyó en los milagros, ni las profecías o supersticiones.

Ni en la maldita ley de la improbabilidad.

No hasta que se plantó frente al estacionamiento cuando el dulce olor de la cafeína le heló la sangre y su dormido alfa se desperezó, inquieto, al encontrarse con aquellos ojos del color del carbón que le miraban fijamente.

Abandonó a su cita y se fue a casa, conduciendo a toda velocidad a través de la despejada vía de colores naranjas.

Esa tarde la lógica y casualidad no estuvieron de su lado y al final de la noche, cuando la fiebre y los supresores amenazaban con atormentarle toda una vida, tuvo que tomar una decisión.

Solo entonces supo que estaba completa e irremediablemente perdido.

Levantó el rostro y maldijo al cielo.

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Eren cumpliría doce años en dos meses, pero los juguetes nuevos llegaron prematuramente cuando tuvo que volver a su antiguo cuarto de hospital luego de una recaída en el aniversario de sus padres.

Examinaron su sangre y le inyectaron muestras de los supresores más recientes del mercado.

Papá dijo que le harían bien, que los supresores ayudarían a controlar el exceso de feromonas que liberaba cada semestre.

Papá mintió porque ninguna pastilla ni suplemento pudo disminuir el olor que brotaba de su cuello y que molestaba a las personas cercanas a él.

Apretó los puños y protestó, esperando ser consolado y mimado como el omega que era, pero para entonces Grisha y Carla estaban frenéticos, arreglando la casa y colocando cortinas nuevas para recibir al pretendiente de Mikasa, su media hermana de dieciséis años que también era omega y no tenía ningún problema con sus feromonas.

Sana y bonita, era una chica omega y todos los chicos alfa siempre trataron de cortejar con ella, pero papá no permitió que ninguno llegara a ponerle una mano encima. Sin embargo ahora era diferente, su alfa destinado vendría a conocer la casa y hablar de cosas que solo involucraban a los adultos, por eso mamá lo apartó a un lado diciéndole que sus feromonas serían molestas para la visita y que fuera a jugar al patio trasero hasta que el alfa de Mikasa se fuera y si se comportaba bien ella prepararía galletas.

Eren sabía mucho de lo que hablaban, no era tonto aunque Jean –su archienemigo de la primaria- insistiera en decírselo, pero le gustaba mucho el patio de la casa y las galletas de avena de su madre.

Recogió algunos juguetes dejando que Carla cerrara la puerta corrediza con llave.

El patio trasero de la casa había sido diseñado por un alfa, amigo de papá, con una gigante cerca de setos que le impedían salir a la calle, pero a Eren le gustaba tirarse en el pasto y buscar insectos o dejar que sus coches de juguete rodaran por la hilera de madera que daba a una fuente con luces que no debía tocar.

A su hermana le gustaba la fuente y le complacía sentarse en la mecedora columpio por las tardes, tomando una limonada y leyendo uno de esos libros difíciles de psicología.

¿El alfa de Mikasa también tendría jardín? De no ser así, él hubiera estado gustoso de sugerírselo, pero mamá ya había cerrado la única puerta que daba a la sala de estar.

Eren dejó caer la pelota y los dos muñecos que pudo traer consigo, quitándose los zapatos y calcetines para sentir el picor de la yerba bajo sus pies.

Antes hacían mucho de eso, mamá, papá, Mikasa y él, armaban la carpa grande y mamá traía la cesta de picnic al patio, y Mikasa no tenía problema en meterse a la piscina hinchable con él. Antes hacían mucho de lo uno y de lo otro, antes de que sus surcos de feromonas se descontrolaran y antes de que Mikasa decidiera encerrarse en su habitación con Annie para hablar de cosas de omegas, omegas chicas no chicos así que él nunca estuvo invitado.

La vida de los adultos era complicada, tenían reglas y siempre estaban gritando, prohibiéndole cosas y zumbando frenéticamente durante todo el día.

Eren prefería quedarse viendo televisión o cantando con los otros niños, pero luego creció y mamá decidió enviarlo a una escuela mixta, entonces hizo amigos y miraban programas policiacos y las noticias. ¡Las noticias eran importantes! Mamá se reía de él por eso, decía que era un erudito omega, pero Eren solo quería ver al capitán Ackerman y su escuadrón peleando contra los malos, a la bonita conductora del noticiero que siseaba como una serpiente cuando hablaba y la sección de la policía militar donde salía un hombre alto y rubio, parecido al capitán américa, que hablaba de cuán importante era servir al país y demás mierda, como solía interrumpir el capitán Ackerman antes de que entraran abruptamente a comerciales.

Entonces Eren y sus amigos citarían la palabra "mierda" en cada oración, porque todo el mundo amaba a los héroes de la policía militar y el capitán Ackerman era casi una estrella. Hasta que varios padres, incluyendo el suyo, enviaran cartas a la policía militar y apareciera el hombre rubio disculpándose públicamente y diciéndoles a los chicos que estaba mal decir malas palabras, pero absolutamente nadie le creería hasta que el capitán leyera una disculpa pre escrita en el siguiente programa.

Eren hurtaba las revistas del hospital de su padre, las revistas que tuvieran la cara del capitán, y las ponía junto a su almohada para que le dieran suerte.

Admiraba a ese alfa desde que sacó a toda la gente del hospital cuando un omega malvado y su gente comenzaron a tirar piedras por las ventanas, habían herido a papá en la cara y mamá lloró mucho, Eren no pudo dormir en toda la noche. Al día siguiente las noticias mostraron al escuadrón de la policía militar salvando a todos y deteniendo a los omegas rebeldes, su padre volvió a casa y juntos miraron la larga conferencia de prensa que dio el capitán, prometiendo encerrar en una correccional a esos mocosos –aunque días más tarde los liberaran por ser omegas- y que la ciudad estaría segura.

Eren quería ser como él cuando fuera grande.

Eren quería montar el caballo negro que el capitán montaba en los desfiles.

Eren quería un alfa como el capitán.

Eren quería ser su amigo.

Eren dijo que no le importaría que él sea su alfa y Mikasa había gritado y tirado su cubierto, diciendo que estaba harta de todo y ya no tenía hambre.

Se disculpó con todos y abrazó a su pequeño hermano, pero desde entonces Eren ya no quería hablar del capitán frente a ella.

La brecha de su hermandad se agrietó un poco más cuando volvieron del hospital y Mikasa deambuló como un zombi por una semana hasta que mamá fue a hablar con ella para saber que pasaba.

Sus revistas desaparecieron a la mañana siguiente y Eren gritó y lloró cuando las encontró destruidas en el bote de basura.

"Deja de obsesionarte con un extraño y mira los dibujos como un niño normal" había retado su madre, pero los héroes de los comic estaban hechos con papel y tinta.

La regadera automática se activó y Eren saltó sobre ella para recibir la lluvia de agua sobre el rostro cuando un auto se estacionó frente a la casa. Los setos le impedían ver al recién llegado y mamá había cerrado la puerta con llave, Eren sabía que sus feromonas estaban un poco más descontroladas que de costumbre y hasta que llegara la nueva medicina tenía que permanecer lejos de los alfa y no quería molestar al nuevo novio de su hermana.

Sus orbes verdes buscaron al interior de la sala donde las alegres y extrañas risas de Mikasa eran el centro de exhibición, a ella no le gustaban los alfas, y Eren se preguntó si alguien había cambiado la dura personalidad de la omega mientras todos dormían.

Deslizó el juguete nuevo por el vidrio que hacía de puerta, siempre mirando al interior y fantaseando con los zapatos de mamá. Esos altos tacones que solo se ponía en ocasiones especiales y que crujían en la parte inferior del talón de Aquiles.

Eren solo podía distinguir la silueta del alfa sentado junto a su padre, observó el traje negro y la tensión de la blanca mano que se posaba sobre una rodilla, contraída y mustia por el esfuerzo. Nadie parecía dar cuenta de ello, mamá servía chocolate caliente en las tazas especiales y Mikasa repasaba el álbum de fotos de su regazo.

Eren deseó que el extraño volteara y por unos segundos alguna divinidad se apiado de su ferviente deseo y le dejó ver los ojos azules del extraño, no plateados como siempre creyó que serían, sino azules cual océano sin fondo.

Su corazón latió y sus labios se secaron al mismo tiempo que surcos de angustia se elevaban desde su cuello.

Eren conocía al extraño, lo había visto cientos de veces en televisión y en el desfile del año pasado.

—¡Capitán Ackerman! —exhaló emocionado, girando el pomo de la puerta con premura, pero este no cedió y Eren supo que su madre había puesto el seguro por dentro.

La comprensión aterrizó violentamente frente a él y una ola de ira invadió sus entrañas, suprimiendo algunas lágrimas que amenazaban con desbordarse por sus párpados.

Ellos lo sabían, por ese motivo Mikasa actuó de manera cruel y fría con él. Y ahora le habían sacado de la casa, como un perro, para que su olor no molestara al alfa de Mikasa, para no incomodar a su hermana y quitarle cada pedacito del alfa que tanto admiraba.

El capitán iba a marcharse pronto y nunca tendría otra oportunidad para conseguir su autógrafo ni estrechar su mano y probablemente Mikasa no dejara que eso sucediera jamás.

Nubes oscuras ensombrecieron su mente y su sencillo instinto gritó alertado por la mar de emociones que ahondaron su pecho, la tristeza de saber que mamá también era parte de ese feo complot.

Y no, definitivamente no dejaría que se salieran con la suya.

Algo primitivo estalló en su interior, burbujeante.

Necesitaba llamar su atención de alguna manera, de cualquier manera.

Su instinto le susurró al oído y Eren cedió sin pensarlo dos veces, concentrando toda su energía en frotar la glándula de su nuca para que el aroma de su enfermedad traspasara las rendijas de la puerta y alertara al alfa.

Los alfas reaccionaban a fuertes estímulos y era la única forma para que esos ojos azules se fijaran en él, no estaba haciendo nada malo.

Las feromonas lucharon con la medicación de su cuerpo y entrecerró los ojos, de repente cansado y aturdido cuando sus labios se abrieron dejando escapar un extraño sonido que nunca antes había escuchado, pero que ahora le parecía tan natural y tan propio de él, relajándole y apartándole del mundo a su alrededor.

Para cuando volvió en sí, había dientes clavados en la parte posterior de su cuello y la carne de sus brazos era apretada por fuertes manos que no podían pertenecer a nadie más que a un alfa.

A nadie más que a ese alfa.

Continuará...