Disclaimer: Saint Seiya es propiedad de Masami Kurumada y este fic fué escrito desde lo más profundo de mi corazón de fangirl sin percibir ninguna clase de beneficio económico, solo emocional, por ello. Me inspiraron las historias de las fickers Zelha y Argesh Marek, Lux Aeterna, an Amazon´s Diary y The Killer in Me, respectivamente. Me tomé la libertad de incluir a sus personajes originales en esta historia en un par de ocasiones, sin embargo, The Lion´s Roar y Crossroads, de mi querida amiga del alma The Ninja Sheep, no hacen en ningún momento parte de sus tramas argumentales. Son excelentes fanfictions que todos los fans de Saint Seiya deberían leer. Y espero que sus autoras no me asesinen por mi atrevimiento.

Disfruten, por favor. Sin más preámbulos,

I

BAD BEGINNING

Desierto Rub Al Jali. 12 de enero de 1994.

Arena. Arena y arena por todos lados. Una inacabable extensión de arena rojiza ante mí, detrás de mí, debajo de mí y en algunas ocasiones de simún, también encima mío. Dentro de mi ropa, del trapo que usaba para esconder mi cabello. Al final del día, cuando me quitaba el asqueroso pedazo de metal del rostro, que tenía que usar cuando mis captores venían a comprobar que siguiera viva, dentro había arena rojiza mojada por el sudor de mi cara. Eso había sido mi vida durante los últimos dos años. El sol que me achicharraba de calor si me atrevía a salir de la cueva durante el día, el fogaje como el de un horno ascendiendo en calimas casi palpables del suelo. Porque en el desierto Rub al Jali la temperatura podía llegar a los 55° centígrados durante el mediodía: en la noche, sin embargo, tenía las montañas y las cuevas del desierto Ad-Dahna para refugiarme del frío, que como toda persona algo instruída sabe, se apodera de las zonas desérticas. Durante los dos últimos años, mi existencia se había desarrollado penosamente en algún lugar olvidado por todos los dioses entre dos de los más grandes areneros de toda Arabia Saudita. Me arrepentía sin duda del momento en que decidí blasfemar contra la diosa cuyos esbirros habían puesto mi maravillosa vida de cabeza, en su templo, hacía ya dos años, en Grecia. Al parecer decidieron que para moldear mejor mi carácter a sus oscuros propósitos, debían torturarme en todas las maneras en que se puede torturar a un ser humano, hasta reducirlo a poca cosa más que un guiñapo sin voluntad.

Pero yo no soy un ser humano cualquiera. Mi nombre es Marah Goldsmith, y para acabar conmigo se requiere más que un desierto asesino, sus leones, sus escorpiones, arañas y serpientes; se requiere más que el maltrato físico y sicológico de dos sicópatas que se hacen llamar "santos", "caballeros". Me refiero, por supuesto, a mi tutor principal, Aioria de Leo, un griego apuesto con muy, muy mal carácter, unos poderes asombrosos y tolerancia cero, que se había dado por vencido al intentar entrenarme, me ignoraba completamente, y sólo venía cada dos o tres meses a verme y comprobar que su vasallo-aliado-lo que fuera (y oh, amaba que Aioria fuera de un rango superior a él) me mantuviera con vida y relativamente a salvo. Dicho vasallo, que se hace llamar Algol de Perseus, es un árabe cuyo nombre, Algol, la estrella demonio, le viene de perlas: es Al-Shaitán hecho carne. Aioria le había prohibido golpearme "más de lo necesario" y le había ordenado mantenerme con vida, pero su pasatiempo favorito era correr detrás de mí, con su armadura puesta, y amenazarme con convertirme en piedra; porque sí, porque le daba la gana, riéndose como un maniático y lanzándome ataques que yo no lograba comprender cómo llegaban hasta mí, por el mero conducto del aire y la volición de su mente transformada en una energía que tanto Aioria como Algol llamaban Cosmo, bolas de luz que me dejaban quemadura y moretón al mismo tiempo si lograban impactarme.

Y lo lograban. Todo el tiempo. No importaba qué tan rápido corriera yo. No importaba qué tantas sentadillas, abdominales, lagartijas, saltos, patadas, puñetazos diera, al aire. Nunca nada era suficiente. Como Sísifo, mi rutina consistía en levantarme todos los días casi al anochecer, cuando ninguno de los dos estaba –porque podía pasar hasta un mes sin que yo viera a otra persona, o escuchara otra voz que no fuera la mía- , "entrenar", vagabundear por ahí hasta encontrar cualquier cosa para comer (y cuando digo cualquier cosa es cualquier cosa. En mi menú, ratas, serpientes, arañas, escorpiones, langostas y demás bichos eran susceptibles de terminar en mi plato); buscar agua adentrándome con una navaja en la mano, una antorcha en la otra y un pellejo de camello vacío colgado de mi cintura en las profundas cavernas de Ad-Dahna, que se retorcían por kilómetros y en las cuales me había perdido en más de una ocasión (qué bellos recuerdos), y volver a mi cuevita particular a dormir y lavarme el cuerpo con un trapo empapado en agua, si tenía suerte. Y estudiar. Debía aprender griego. Moderno y antiguo.

Pero lo peor era cuando cualquiera de los dos decidía en su omnisapiente omnipotencia venir a verme y a entrenarme como era debido. Mi rutina cambiaba y durante todo el día era presa del calor desgarrador, el dolor de los ejercicios, los puñetazos, las patadas, las bolas de cosmo de Algol, los ataques eléctricos de Aioria; la tarde la pasaba buscando comida para mí, y para ellos, y la noche, llorando de dolor en mi rincón y tratando de no ser vista ni oída, totalmente cubierta tanto por la máscara –que la diosa a la que servía y la que me había metido en este lío, Athena, obligaba a vestir a las mujeres que se entrenaban como guerreras a su servicio-como por el velo que la religión musulmana mandaba a vestir a las mujeres ante hombres que no fueran mahram, relacionados por la sangre con ellas, familia.

Habían sido días duros y gracias a ellos había aprendido a sobrevivir. Podía venir contra mí quien fuera, enviarme al rincón más atroz y peligroso del mundo y dudaba siquiera que pudiera hacerme cualquier mínima mella, pues ya estaba en uno de esos rincones atroces.

Los últimos dos años de mi vida había estado en el infierno. Sufrimiento sin sentido y sin propósito que había endurecido mi carácter y convertido en alguien muy distinto de quien era. En eso habían tenido éxito. Porque, en una vida anterior, que a veces dudaba incluso que fuera real, yo había sido la consentida de una familia rica de Meddinah, la hija adoptiva de un magnate. Me llamaban Hafsa bint Malouf. Y mucho, mucho, mucho antes de que por azares del destino, la familia Malouf me acogiera y me amara como si de verdad fuera de su sangre, yo, Marah Goldsmith, había sido la nieta de un renombrado arqueólogo, Alexander Harker, quien me había cuidado y amado hasta que la vejez lo venció en el Cairo, cuando yo tenía nueve años. Pero hoy me encontraba haciendo mi equipaje, recogiendo la poca ropa que me quedaba. En la noche partiría, por fin, junto con Algol de Perseus, a Grecia. Allí, el líder del Santuario de Athena evaluaría si ya me encontraba en posición y era merecedora de iniciar un entrenamiento en serio en sus instalaciones.

Pffft. En serio. ¿Acaso qué había sido todo esto, entonces? ¿Una broma?, pensé mientras recogía de dentro de un odre varios trapos que usaba para cubrirme la cabeza y el cabello, y seleccionar uno que estuviera en un estado decente, sin roturas muy evidentes, para el viaje. Un escorpión negro y grande se deslizó de las telas y cayó entre mis pies calzados con botas de cuero suavizado por la intemperie y el uso. Lo observé parpadeando. Los negros e inmensos, no eran peligrosos. Su picadura dolía terriblemente, pero era un veneno mínimo del que tras unos días de fiebre habría mejoría. Lo aparté con mi pie derecho suavemente para evitar que me picara y proseguí en mi tarea. Encontré un trapo, negro, de algodón burdo. Miré a mi alrededor. En una mochila estaba condensada toda mi vida. En otra, una pila de libros que me había rehusado a abandonar y una cajita de metal con ripios de té picado que usaba para adicionar al agua y beber todas las tardes, sin falta, antes de que el sol se hundiera en el mar rojizo de arena. Tenía que concederle a Aioria que siempre cuando venía, me traía té y otras cosas que le pedía, aunque escasamente me hablara. Las paredes de la cueva se veían desnudas sin los trapos que usaba para hacerla menos árida, la alfombra dura en que dormía se quedaría allí para siempre, era demasiado pesada, como los odres en que guardaba el agua y la poca comida que lograba almacenar, también la hornilla de barro que Algol había construido para mantenerme caliente durante las noches. La cosa se ponía interesante, sin embargo, al considerar que hay que caminar mucho, mucho, en el desierto, para conseguir leña. Mi supervivencia era mi única y más importante ocupación y he llegado a grandes (y a veces detestables) extremos por lograr abrir los ojos un día más. No iban a vencerme. No lograrían vencerme, me repetí, mientras me lavaba el cuerpo consumido por el hambre y las penurias con un paño empapado de agua, el rostro y el interior de la máscara para conservarla limpia, y me peinaba el pelo, que ya me caía casi hasta las rodillas, y lo trenzaba. Me quedé desnuda un rato, evitando tener que vestirme para huír del calor, tumbada en el piso frío de piedra de la cueva. Tomé la máscara, una pieza de acero pulida hasta reflejar que un herrero había hecho para mí el día que llegué al Santuario de Athena tras tomar una impresión de mi rostro con yeso: aunque por dentro se amoldaba perfectamente a mi cara, por fuera estaba tallada para ser un rostro genérico, sin rasgos que identificaran a la persona que la portaba. Era casi blanca de lo brillante que era, reflectante, alrededor de los ojos tenía arabescos pintados en azul claro, que curiosamente estaban cubiertos por una fina laminilla metálica: se podía ver a través de ellos, pero los ojos de quien la usara no serían visibles para ninguna otra persona. La máscara era inexpresiva y fría, hierática. Me gustaba y la odiaba. Me di media vuelta y eché una cabezada. Necesitaría todo el sueño que pudiera acumular, pues en la presencia de Algol dormir profundamente nunca era una opción.

Con un suspiro de resignación al notar la luz solar desvanecerse con el paso del tiempo, me puse en pie. Me calcé los pantalones y las botas, la camisa de manga larga, el cinturón de tela que usaba amarrado en la cintura, la máscara, y finalmente el velo que me cubriría el cabello, el cuello y parte del pecho y esperaría a Algol de Perseus. Mi vida iba a cambiar, para bien, esperaba. Y si era para mal, no podría ser mucho peor que lo que ya había vivido. Esa noche partiría a Athenas, atravesando el desierto, primero a pie, luego a caballo, hasta llegar a alguno de los puertos sobre el Mar Rojo. De ahí, en barco hasta Egipto, y allí, nuevamente tomaríamos un barco hasta Athenas y posteriormente, otros medios de transporte hasta el Santuario. Un viaje de al menos tres semanas si teníamos suerte.

Y esperaba que la tuviéramos. Deseaba abandonar el desierto con todo mi ser.

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-Sabaa alKair, Hafsa.- la voz de Algol de Perseus peligrosamente cerca de mi cara me hizo levantarme intempestivamente, y de un golpe quité al Santo de mi campo visual. Me puse la máscara apresuradamente, parpadeando intentando quitarme de encima el pesadísimo sueño que aún me tenía en su poder. Afortunadamente había conservado el velo puesto, y echado sobre el rostro. Me senté en la cama y me calcé las botas. Primera medida de protección. Nunca estar descalza ni descubierta en territorio enemigo.

-Buenos días para ti también, Algol.- contesté con ironía, bostezando, algo impedida para gesticular por la máscara.-Y por cierto, mi nombre no es Hafsa, ¿Recuerdas?

-Así te llamaban cuando te encontramos en aquella casa en Medina.-me dijo el muchacho, dolorido por el puñetazo directo a su rostro, sobándose la mandíbula con los dedos de la mano izquierda, mientras con la derecha se sostenía. Estaba sentado algo despatarrado en el suelo. Mi paciencia con Algol era inexistente.

-Pero yo no nací ahí. Nací en Londres, y te he repetido mil veces cual es mi nombre verdadero. No lo haré una vez más.

Miré alrededor mío. Estaba en una de las habitaciones de la cabaña de Algol. Piso de tierra apisonada, techo de madera y paja, paredes de barro y piedra blanqueadas con cal, ventanas pintadas de azul turquesa. Entonces comprendí que el viaje desde Arabia Saudita hasta Atenas no había sido un sueño.

-Oh, vamos, Leoncita… ¿Has amanecido de mal genio?-preguntó, acomodándose la mandíbula en el lugar correcto con gesto impertérrito y sentándose en la cama a mi lado. Odiaba las confianzas que se tomaba Algol conmigo. Jamás había respetado mi espacio personal y yo consideraba eso una ofensa gravísima. Siempre estaba tratando de toquetearme, verme sin la máscara y sin el velo. Era asqueroso. Sospeché que había estado observándome un largo rato antes de decidirse a despertarme.

-Cualquiera que tenga que viajar y vivir contigo tendría mi humor.- le contesté con sorna. Con acidez, con la voz cargada de amenaza- ¿Pero sabes que te has ganado la lotería? Me despertaste, me has visto sin máscara…son dos poderosas razones para volverte pedacitos

El "Santo" desechó la posibilidad de una muerte inminente como si apartara de sí a una molesta nube de moscas. Luego sonrió.

-Pero, habiba, ¿No lo sabías? La Ley de la Máscara fue abolida ya.

Aquella simple frase me sentó como un balde de agua helada. Riéndose con cinismo mal disimulado, Algol de Perseus dejó la habitación. Me levanté y cerré la "puerta", una cortina de tela burda, y abrí una de las ventanas. Aún no había amanecido. Perfecto. Así podía ir a las termas sin encontrarme con nadie ni tener que contestar preguntas incómodas. El problema era que no recordaba dónde diablos quedaban las termas. Tendría que buscarlas bajo mi cuenta y riesgo. Y no se lo preguntaría a Algol, por nada del mundo. Salí rápidamente de la cabaña, orientándome lo mejor que podía en la oscuridad. Después de un buen rato de caminata, me topé con madrugadores guardias del Santuario que me miraron como bicho raro y a los que ignoré por completo cuando me preguntaron si era verdad que yo era la nueva alumna de Aioria de Leo. Y si los chismosos estaban cerca, quería decir que las termas también lo estaban.

Efectivamente, llegué a las termas, pero me olvidé de un dato fundamental. Las termas para las amazonas estaban EN la Villa de las Amazonas. Y a menos de que me dispusiera a ser devorada con la mirada, debía deshacer mis cansados pasitos hasta mi punto de partida, y luego, más allá, a territorio desconocido. Empecé a correr, tenía entendido que a primera hora de la mañana debía presentarme ante el Gran Patriarca del Santuario en el templo que quedaba en lo más alto de la inmensa montaña que constituía el corazón del Santuario de Atenea: los doce templos de la Calzada Zodiacal que rodeaban la montaña. Se me hacía tarde. Llevaba en las manos una bolsa de algodón que contenía una toalla para secarme y la ropa que habría de ponerme. Llegué a la Villa Amazona, que identifiqué porque estaba separada del resto del Santuario por una valla de gruesos y altos tablones de madera. Entré sin pedir permiso y tras caminar un poco, sin saludar a ninguna de las mujeres que madrugadoras como yo, se habían levantado e iniciaban su rutina de ejercicios en los alrededores de sus cabañas, me encontré con el edificio que supuse, debía ser la terma, parecido a un templo, construido en mármol, y me escabullí rápidamente dentro de él.

Estaba vacío. Una serie de piscinas profundas de mosaicos azules llenas de agua caliente que al parecer tenía origen subterráneo se sucedían entre las columnas de mármol blanco y bajo un techo que en algunos lugares tenía aberturas cuadradas que dejaban salir el vapor. Sobre una larga mesa de piedra en el fondo encontré aceites que suponía debían servir para limpiarse el cabello y la piel, y tomé una de las botellitas, deseando poder quedarme un buen rato allí, relajándome, desengarrotándome los músculos, limpiándome a consciencia tras dos años de ver sólo pequeñas cantidades de agua. Se me llenaron los ojos de lágrimas de alivio cuando me desnudé y me hundí en el agua caliente. Salí y me froté el cuerpo y el pelo con los aceites, que hacían espuma y olían muy bien, a cítrico y verde, y me aclare bajo una pila que surtía un grueso chorro de agua caliente. Procedí a secarme, peinarme y vestirme, ponerme la máscara y el velo.

Al darme la vuelta, me dí cuenta que alguien, tal vez hacía un rato largo, me había estado observando. Me sonrojé de rabia bajo la máscara, pues yo reconocía a esa mujer. En mi primera visita al Santuario se había presentado a sí misma y me había hecho comentarios amenazantes. La reconocí por las marcas moradas alrededor de los ojos en su máscara, el color verdoso de su cabello y su aura pesada. Nada más y nada menos que la mejor amiga en el mundo de Algol de Perseus: Shaina de Ophiucus.

-Vaya, vaya… ¿Qué tenemos por aquí?-me dijo despectivamente, volviendo el rostro hacia mí- La nueva rival de Marin…

Di un respingo. ¿Marin? ¿Cuál Marin? ¿Aioria tendría otra aprendiz? Luego recordé ante quién estaba y otra de las reglas de supervivencia. En la presencia de un enemigo, muéstrate cauto, pero capaz de defenderte.

-Aprende algo de modales, Ofiuco. Primero se saluda. Y con respecto a lo que dices, no te entiendo. ¿Quién es Marin? ¿Otra aprendiz de Aioria?

-No me refiero a eso, estúpida.-me cortó con grosería. Ardí de ira bajo la máscara. Si algo me exasperaba, era la grosería y los malos modales gratuitos.

-No soportaré que me trates de ese modo, Ofiuco. Podrás ser la reina de las lombrices, mientras que yo soy sólo una aprendiz-empecé, tan indignada que la voz me temblaba y me faltaba el aliento-….eso no te da derecho…

Lo que sucedió después, pasó tan rápido que no lo ví. En un segundo estaba a cinco metros de mí, al siguiente, estaba a cincuenta centímetros. Y me arreó un puñetazo en el rostro tan terrible que me lanzó a varios metros de mi posición inicial, el metal de la máscara convirtiendo el golpe directo a mi pómulo en un dolor sordo que se extendió por el resto de mi cara, y por mi espalda y costado derecho, que era contra lo que había caído en el suelo. Me levanté hecha una furia, y me lancé contra ella en lo que a muchos les parecería un suicidio, considerando el hecho de que no estoy muy bien entrenada, no tengo armadura de ninguna clase, nisiquiera protectores de hombros, pecho o brazos, y acabo de llegar al Santuario. Desconcertada por mi atrevimiento, o tal vez divertida por mi falta de seso, no lo sabía porque no podía ver la expresión de su rostro, tuve tiempo de patearla varias veces, y le di un puñetazo en el estómago que me supo a gloria…Hasta que llegó el desastre.

Sólo oí su alarido, algo que sonó como a "Thunder Claw!", y vi una ENORME bola de luz magenta dirigirse directo a mí; el impacto me recorrió el cuerpo como si me estuvieran electrocutando, haciéndome gritar y contorsionarme de dolor en el aire. Curiosamente percibí aquel dolor y aquella caída como si duraran una eternidad. La potencia del ataque me lanzó a las termas, y me hizo golpearme en la parte posterior de la cabeza contra una roca tan fuerte que creí que me había roto el cráneo. Pero la cosa no terminó allí. No contenta con derrotarme, sentí un par de manos aferradas a mi cuello, que me apretaban, me hundían en el agua sin dejarme respirar. Me retorcí para que me dejara libre, sintiéndome ahogar bajo la múltiple presión de sus manos alrededor de mi cuello, el agua, el velo y la máscara que me cubrían. Pensé antes de perder la consciencia que era sumamente irónico que después de todo lo que había hecho y pasado para sobrevivir, fuera a morir así, en mi primer día en el Santuario de Athena. Sí, aquí el entrenamiento sería en serio. Entonces todo se puso color negro.

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Desperté en una cabaña que nunca había visto. Tenía el techo más alto que la de Perseus y las paredes estaban pintadas de un bonito color beige, más cálido. La luz de varias velas la iluminaban. Una mujer joven de grandes y hermosos ojos verdes y largo cabello rubio me ponía paños de agua fría sobre la frente. Sentía el cabello empapado bajo la almohada. Había otra persona en la habitación, una niñita de pelo azul que no debía tener más de siete u ocho años sentada en un banquito de madera al otro extremo de la habitación. Volví a mirar a la mujer rubia, parpadeando.

-¿Ti kánis?-me preguntó con dulzura. Parpadeé de nuevo, confundida, en un principio no entendí de qué idioma se trataba. Luego recordé que era griego. Como que mi mente nada más funciona en árabe o en inglés. Entonces entendí qué me preguntaba. Y le contesté en inglés.

-Pues…más o menos…me duele todo.-le respondí.- ¿Cómo te llamas?

-Mi nombre es June. Soy la amazona de bronce del Camaleón.-me contestó la mujer, también en inglés. Señaló a la niña que estaba sentada en el banquito.-Ella es Sura, una de mis aprendices. ¿Quién eres tú?

-Mi nombre es Marah, Aioria de Leo es mi…maestro.-respondí, tomándome la cabeza con las manos, porque me dolía horrores.-Llegué hoy al Santuario.

-Sí, se nota que acabas de llegar. Shaina hace eso con las nuevas.-me dijo June con una nota de molestia en la voz al decir la palabra "Shaina".-Sin embargo, no llegaste hoy. Llevas dos días inconsciente. No había quién me diera información sobre ti, así que no le he dicho nada a nadie. Enviaré a Kiki a informar al Patriarca sobre tu estado y lo que te sucedió.

¿Dos días?, pensé. ¡Maldición!- ¡Maldita lombriz de arena!-farfullé, muerta de ira, e intenté levantarme. June, mi nueva amiga, me obligó a acostarme de nuevo.

-Quédate así. Tienes mucha fiebre, aunque no parece que tengas nada roto, afortunadamente. Shaina se ensañó contigo como no he visto en mucho tiempo. No sé qué le habrás hecho para despertar su furia.- comentó June quitando el trapo mojado de mi frente, evitando deliberadamente mirarme, mientras escurría el agua en un bowl de cerámica.-Te encontré flotando boca abajo en las termas cuando me fui a bañar.

-¿Será porque le dije "Reina de las Lombrices?-me pregunté yo, aparentando inocencia. June se empezó a reír a carcajadas, seguida de su alumna, y yo también me reí, pero de inmediato mi cabeza me obligó silencio.

-Ah, pero se lo merece. Me caes bien, Marah.-suspiró June, limpiándose una lágrima de risa de las pestañas. Tomé la mano de la amazona y la apreté brevemente como gesto de agradecimiento

-Te agradezco por sacarme de ese aprieto, June. Si no hubieras llegado, quizá habría muerto. Y por hacerte cargo de mí estos dos días- le dije. Ella soltó mi mano negando con la cabeza.

-No tienes nada qué agradecerme, mujer. Este es el Santuario de la Diosa de la Justicia y es nuestro deber honrarla haciendo siempre lo correcto.- empezó a decir June. Recordé que estaba en un lugar estancado en el tiempo, y en el que las leyes griegas de hospitalidad, o xenia, tenían muchísimo peso aún.-Me decías que eres la aprendiz de Aioria, ¿no? ¿Por qué llegaste apenas ahora? La mayoría de los aprendices, incluso yo, llegamos cuando éramos muy niños.

-Vine aquí por primera vez hace dos años.-expliqué.-El Patriarca mismo me hizo saber que empezaba muy tarde mi entrenamiento debido a toda una serie de sucesos de los que el Santuario apenas estaba recuperándose, y no habían tenido mucho tiempo de buscar a aquellos aprendices que debían haber traído hacía años. Estuve en el desierto de Arabia entrenando hasta hace poco. Me trajeron aquí para que el Patriarca juzgara si me encontraba en condiciones de empezar el entrenamiento "real"

-Entiendo. Es curioso, porque hace tiempo que no veo al Santo de Leo. Quizá está en una misión y si te permiten quedarte, es posible que debas entrenar bajo la tutela de otro santo.

Al parecer palidecí con las palabras de June. Si debía quedarme, y estar aún bajo la tutela de Algol, o de Shaina, o de cualquier otro peor, haría cualquier cosa, me escaparía, y volvería de alguna manera a Arabia Saudita, a mi hogar.

-No te preocupes, Marah.-me tranquilizó June, interpretando correctamente mi cara de desazón.-Si tu maestro es Aioria, es posible que el Viejo Maestro de Libra o el Santo Aldebarán, se hagan cargo de ti mientras él llega, aunque creo que él también tiene alumna nueva.

-¿Cuánto demorará Aioria?-pregunté, desesperada. Aunque sabía que quizá June no tendría idea. De lo poco que me habían explicado Algol y Aioria sobre el Santuario, era que la élite, los de armadura dorada, eran doce. Que los de plata, eran veinticuatro, y los de bronce, cincuentaidós. Si June era de la categoría baja, sería raro que tuviera información de los asuntos de los caballeros de las categorías altas.

-No lo sé.-me respondió June con una sonrisa. -Pero si te sientes mejor más tarde, podemos dar un paseo, averiguar por el santo de Leo, y quizá intentar ver al Patriarca.

Quitó la compresa de mi frente, la remojó y la volvió a poner. El sueño volvía a atenazarme, cosa curiosa, porque desde hacía tiempo no podía dormir muy bien, siempre estaba alerta. Quizá era porque percibía que al fin estaba a salvo. Entonces cerré los ojos y me dormí.

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-Tienes que comer algo.-me dijo June exasperada, con el pelo algo salido de la coleta, las manos enfundadas en guantes de cocina y una olla que humeaba siniestramente en ellas. Había estado moviendo y echando cosas en dicha olla durante la última media hora, sin orden ni concierto aparente.-no has probado bocado en tres o más días. ¿Es que no sientes hambre?

-No, June. La verdad es que no. Me basta con tomar un poco de agua y una fruta, así estoy bien.- le contesté sonriendo, interpretando acertadamente la expresión de Sura, que había apretado los labios y los ojos y negado con la cabeza, a espaldas de June, cuando me sirvió el contenido de la olla en un plato. Por los dioses que no tomaría ni una mísera cucharada de ese menjurje raro de color verde oscuro y olor extraño. Prefería morirme de inanición a morir envenenada.

-Ok. Tú ganas.-cedió, descargando la olla sobre el poyo de la cocina y poniendo delante de mí un durazno, un cuchillo pequeño y un vaso con agua.-Tú si debes comer la sopa, Sura. Estás en etapa de crecimiento y debes alimentarte bien.-le dijo, acariciándole la cabeza. Los labios de Sura se curvaron en un gesto de intenso desagrado. June bufó con impaciencia, tomó la cuchara del plato de Sura y la obligó a tomar el primer trago. La niña se estremeció de asco, pero como una mini espartana, recibió la cuchara de manos de su maestra y siguió tomándose la sopa con un estoicismo admirable.

-Me pregunto por qué todos le huyen a lo que cocino.-refunfuñó June, sentándose a la mesa con nosotros y comiendo sin mostrar ningún signo de que su sopa era una recreación del caldo primigenio de bacterias del que se formó la vida en la Tierra.

-Oh, vamos, June. No te enojes. Es sólo que no estoy acostumbrada a comer mucho-alegué yo, dedicándole una sonrisa casi sarcástica. Tomé el cuchillo para pelar el durazno y cortarlo en rodajas excluyendo la semilla. Me asombraba la disponibilidad de alimento que tenían en el Santuario, después de las privaciones a las que había estado sometida.

-O más bien a comer aire, Marah.- me espetó June señalándome con la cuchara, con sus codos sobre la mesa. Miré a Sura. Tenía los ojos aguados de horror pero ya estaba a punto de terminar su sopa.-De ahora en adelante deberás comer bien o no lo aguantarás.

Después de que terminamos de cenar, Sura se quedó en la cabaña a lavar los platos, y June y yo nos encaminamos fuera de la Villa de las Amazonas. La amazona de bronce me miró con extrañeza cuando me ajusté el velo sobre el cabello y la máscara en el rostro. Ella no se la puso. Ya estaba anocheciendo. En algunos lugares se veían hogueras y gente alrededor, conversando o cocinando al terminar un largo día de trabajo. Noté que muchas amazonas no llevaban la máscara, otras sí. Me pregunté qué pasaría si decidía dejar tanto el velo como la máscara. Con ellos era prácticamente invisible, pero estaba muy limitada.

-Mira, por allá queda la Villa de Los Santos.-me dijo June, señalando.-Por este lado, el inicio de la Calzada Zodiacal, y por este otro, se va a Rodorio, Kamalákion y más allá, el acantilado de Cabo Sounión. Cerca de la Villa de los Santos y del Río están los comedores, y bastante lejos al oeste está el cementerio de los Santos. Y si sigues recto por aquí, siempre teniendo de frente el Reloj de Meridia, llegarás a la Fuente de Athena. Beber o lavarse con el agua de esa fuente restablece la salud del cuerpo. Es un regalo de Nuestra Señora.

-Ok. Bastante claro-pensé.- Espero no perderme dentro de la Casa de quien sea que me vaya a entrenar.

- ¡June¡

Un grito infantil me hizo voltearme a donde estaba la amazona. Un niño de cabellos naranja apretaba con sus bracitos el abdomen de June. La muchacha hizo un gesto de dolor, pero al notar que yo la estaba mirando, sonrió y disimuló.

-Hola, Kiki.-saludó.-Yo también me alegro de verte.

El niño me recordó de inmediato a los mocosos de Medina, y sonreí tras la máscara. Los hijos de mis padrinos, que cada vez que yo llegaba del mercado con Lala Samira, se me tiraban encima y me abrazaban hasta sacarme el aire.

-¿Y tú, quién eres?-me interpeló el muchachito, mirándome con sus ojitos picarones. Entonces me fijé en los puntos que tenía en lugar de cejas. Como los del Patriarca, como los del Santo de Aries. Lemurianos. Mi abuelo había estudiado su civilización, sus costumbres; mi abuelo se pasó sus últimos años explorando entre ruinas egipcias, almacenes de tablillas con inscripciones, las viejas calles de Alejandría y el Cairo, buscando conexiones entre el antiguo Egipto, el continente perdido de Lemuria, y un antiguo Santuario de una Diosa, que albergaba a los últimos herreros de Mu (que ahora sabía que era el lugar donde me encontraba)…y presentó sus investigaciones en las universidades renombradas de Londres, que lo tacharon de loco. Si los estúpidos de la Comisión de Investigaciones vieran lo estaba viendo…De hecho, a centímetros de mi cara. El chico levitaba muy cerca de mi, sobre mis hombros. Cuando retrocedí, volvió a posarse sobre el suelo y extendió su mano hacia mí. Mi voz salió algo distorsionada por la máscara.

-Soy Marah, aprendiz de Leo.-me presenté yo, estrechando la mano del niño. Entonces el muchachito puso cara de pánico.

-¡Por Athena! ¡Se me olvidó! El Patriarca me mandó a buscarte desde esta mañana. Quiere verte hoy mismo.

El pánico de Kiki se me contagió, aunque no supe por qué. No entendía por qué. Si el Patriarca no me veía tal vez podría escapar y de alguna forma, volver a Meddinah, aunque no sabía cómo. Pero tras esos dos años en el desierto me había convertido en alguien que no huía de un reto, ni se daba por vencida. Me quedé sin sangre en el cerebro. Lo agarré del brazo y comencé a correr.

-¡Oye, Marah! ¡Espera!-gritó June, corriendo tras nosotros. Al fin nos alcanzó. Pero entonces el mundo se desdibujó en líneas fugaces. Y se detuvo. Nos encontrábamos en el frente de un templo magnífico. El templo de Aries. No importaba que tantas veces lo viera, siempre la sorpresa me inundaba. Todos los templos del Santuario eran enormes, hermosos. Iluminados por antorchas y velones en la noche, se veían aún más preciosos, casi místicos.

-Hasta aquí me puedo teletransportar.-dijo Kiki.-pero te acompañaré hasta el Salón del Patriarca, Marah.

Empezamos a correr. Entonces, justo antes de entrar en el templo, una barrera invisible nos cortó el paso. Rebotamos contra ella con un sonido seco.

-Santo de Aries, ¿Nos permite pasar por su Casa? Debo ver al Patriarca urgentemente.-dije, al aire. Al fondo del templo se materializó una luz dorada que luego se convirtió en una figura masculina.

El hombre caminó lentamente hasta nosotros. Mu de Aries era una de las criaturas más hermosas que jamás había visto. Pareció tratar de recordar quién era yo durante unos segundos, incómodos segundos, en los que prácticamente se me aguaron los ojos sólo de verlo. Los lemurianos me hacían pensar dolorosamente en mi abuelo. Al final, antes de que lograra abrir la boca, Kiki y el Santo de Aries se miraron fijamente a los ojos. La expresión de Mu se relajó. Ya Kiki al parecer le había recordado mi nombre y la razón de mi presencia allí.

-Pasa, Marah aprendiz de Leo.-dijo, con esa voz suave pero autoritaria que le había oído la primera vez que vine al santuario.-Bienvenida de nuevo.

Seguimos corriendo. Entonces recordé a mis adorables y entrañables amigas: los millones de escaleras hasta el Salón del Patriarca. Aldebarán pulía el casco de su armadura sentado en los escalones cercanos a su casa. Nos saludó efusivamente. Casi me parte la mano de un apretón.

-Has crecido, garotinha.Me alegro mucho de verte.-exclamó cuando ya dejábamos su Casa. Noté esa sensación extraña en la nuca, como si alguien me mirara.

La Casa de Géminis parecía vacía, hasta que el guardián de Géminis salió para averiguar de quién era el nuevo Cosmo que pasaba por ahí, lo que me dio un indicio de su poder: podía sentir mi cosmo aunque yo no hubiera logrado manifestarlo aún. Se presentó como Kanon. Si había babeado al ver a Mu, cuando mis ojos se posaron en uno de los guardianes de Géminis (June me explicó luego que el titular de la armadura era el gemelo mayor de Kanon, Saga), sentí que iba a desmayarme. A diferencia de los otros Santos que había visto en el Santuario, este ya se veía un poco mayor, aunque no sabría decir exactamente cuántos años tendría. Su largo cabello, que a la luz de las antorchas se veía negro, se extendía más allá de sus caderas. Era alto, esbelto, los músculos de sus brazos, visibles, y el color bronceado de su piel, llamaron poderosamente mi atención. Y sus ojos. Verdes y duros, fríos, calculadores: se posaron en mí con tal intensidad que sentí que podía verme, tras el velo y la máscara. Definitivamente era un hombre hermoso, pero ya que había aprendido a detectar cosmoenergías, sabía que era alguien muy poderoso y que probablemente no le gustaría que una mocosa como yo le molestara a menudo. Apunté mentalmente importunarle lo menos que pudiera y mantener una distancia prudente. Algo en la expresión de su rostro me asustó. Como si cargara con el peso de una gran culpa. Cáncer estaba vacía. Me alegré de veras al enterarme de que el psicópata que la guardaba ya había sido reemplazado por Chloe, una amazona cínica y pelirroja. Ese asesino en serie casi hizo que me enloqueciera con menos de un minuto de conversación y con mi maestro presente. Si, admiro sinceramente a Mademoiselle Noir. Y, aleluya, el carnaval de máscaras venecianas macabronas se había ido.

Leo también estaba vacía, y suspiré. Virgo nos recibió con una nube de incienso casi impenetrable, en la que en el fondo, sentado sobre una flor de loto de metal dorado bajo las estrellas, estaba el Santo de Virgo, Shaka, vestido con un sari y pantalones blancos, sosteniendo un larguísimo rosario de cuentas oscuras entre sus dedos. Era más delgado que los demás Santos, menos musculoso, casi como un asceta, porque eso parecía, un sadhu. Tras inclinarnos ante él tuvimos paso por su Casa. Pensar en el poder de Shaka me hacía estremecer de pavor. En Libra, el Anciano Maestro se unió a nuestra comitiva. Pero yo a él no le veo nada de anciano, excepto en sus ojos. Noté la sabiduría y la fuerza de los años en su mirada verde, y me dio escalofrío. No sé si por que tenía fiebre y me estaba subiendo, o por la intensidad de la mirada del Maestro de Libra. Milo de Escorpión miró a June de una forma que me dejó de piedra. Pero ni siquiera preguntó mi nombre. Bien. Así no tendré que lidiar con él. Sagitario, estaba vacía. Más vacía que las otras Casas. Capricornio también estaba sola, igual que Acuario. Pero lo que no pasó en Escorpio pasó en Piscis. Afrodita me miró con ojo crítico de arriba abajo y aquello definitivamente no me gustó. Que yo supiera, él no era para nada amigable, y su única compañía eran los millares de rosas que inundaban su templo.

Al fin alcanzamos el Salón del Patriarca, en un tiempo récord de tres horas y media. Sentía que iba a darme un infarto. No era sólo la agitación por subir toda la montaña corriendo, era el miedo a lo que iba a enfrentarme. Recordé la primera vez que vine al Santuario y me estremecí. Esta vez procuraría comportarme, no me enviarían de nuevo a ningún lado, no harían nada conmigo que yo no deseara.

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June y yo nos hallábamos arrodilladas en una sola pierna, detrás de Dohko, y a nuestro lado, el pequeño Kiki retorcía sus manos con preocupación. Estaba más que mareada, tenía la temperatura corporal por los cielos, sentía que ardía en fiebre. Y además estaba abrumada. No recordaba la hermosura de este Santuario, con sus paredes de roca y mármol, sus columnas y estatuas, sobre todo las columnas…Ahora que estaba quieta en un mismo templo que no estaba en semipenumbra, las veía, ominosas, sentía que iban a caer sobre mí y aplastarme. Tuve que cerrar los ojos para evitar pensar en mis padres. Curiosamente, mi mente eligió la imagen de Kanon de Géminis para distraerse.

Al fin el Patriarca salió de detrás de una cortina, vestido con una sencilla túnica blanca, y se sentó en su trono con toda la elegancia que le caracteriza. Nos saludó con una pequeña reverencia de cabeza. Pero su rostro no se veía muy contento. Sus ojos se posaron en mí un momento, luego en Kiki, un tic en la ceja izquierda del Patriarca me confirmó lo que sospechaba. Igual no es mi culpa. Culpa de Kiki, por ser tan olvidadizo. Y de Shaina. Luego los ojos de Shion se posaron en June.

-June de Camaleón, Marah aprendiz de Leo, Kiki, pónganse en pie.-dijo con voz autoritaria. Empecé a atudirme. Me quedé alelada mirando el brillo nacarado de la blanquísima piel de Shion, su pelo verde y sus ojos rosados. Intenté pararme sin tambalearme; lo logré acudiendo a todo mi autocontrol. Sudaba copiosamente y deseé con todas mis fuerzas retirarme el velo y la máscara, sentía las gotas bajándome por el pecho, el cuello, las sienes y la frente.

-June, puedes retirarte. Estoy seguro que Marah no olvidará lo que hiciste por ella.- El tono de Shion llevaba un reproche directo. June asintió con la cabeza, avergonzada. Entonces me dí cuenta. June no me había encontrado flotando en las termas: me había sacado de las garras de Shaina y se había peleado con ella para conservarme la vida. Miré a Camaleón con una gratitud inmensa.

La joven hizo una reverencia, dio tres pasos hacia atrás, luego se volteó y se fue caminando rápido. Y yo me quedé ahí temblando.

-Maestro.-comenzó a decir Kiki, medio nervioso, medio risueño.-Marah no tiene la culpa. Fui yo quien olvidó buscarla. Por favor no la castigue.

-No te preocupes, Kiki. Creo que alguien ya lo hizo por él.-dijo Dohko. Me sonrojé tanto que creí que me iba a desmayar. Tenía unas ganas terribles de destrozar a Shaina: mi sangre y mi cerebro me lo reclamaban. ¿Cómo era posible que hasta el Santo de Libra lo supiera?

-Has crecido mucho, muchacha.-me interpeló el Patriarca, casi sonriente. - Hace dos años eras sólo una niña bastante malcriada. En la última visita que Aioria te hizo notó una mejoría en tu actitud, tu disposición y tus habilidades. Pensamos que es mejor que entrenes con tu maestro de ahora en adelante, sino tu potencial se desperdiciaría. Es tiempo suficiente y ahora es necesario que te quedes con nosotros, así lo dispuso Nuestra Señora.

Suspiré de alivio. Creo que fue tan evidente que todo mi cuerpo se relajó, y Shion sonrió abiertamente.

-Me alegra que mi esfuerzo sea notado, Su Excelencia.-me aventuré, tal vez con más veneno en la voz del que debía, pero quien había dado la orden de enviarme al desierto, había sido él, y le guardaba rencor. Como a Aioria, a Algol, a mi abuelo, a mis padres. A todos los que me habían traicionado y abandonado. Shion dejó de sonreír.

-¿Aún dudas?-preguntó.- ¿Aún sientes que éste no es tu lugar?

Quise explotar, como la primera vez que había estado en su presencia, desgañitarme gritando y pataleando, exigir que me enviaran con mi familia, que mi abuelo estaba muerto y no se enteraría si cumplían su última voluntad o no. Yo misma había llegado a odiarlo debido a esa disposición testamentaria absurda, que había destruido mi vida. Pero me contuve. Esta vez debía ser inteligente. Sobrevivir.

-Prefiero evitar hacer comentarios que puedan entorpecer el desarrollo de mi formación, y simplemente acatar las disposiciones de mi abuelo.-contesté con firmeza. Shion hizo un gesto con la cabeza, como asintiendo quedamente, que me indicó que entendía el verdadero mensaje. No quería decir lo que en realidad pensaba porque temía que me enviaran de nuevo al desierto. Me apresuré a añadir algo, antes de que aquella reunión se fuera a pique.-Si me lo permite, Su Excelencia, quiero también añadir que para mí sería grato iniciar mi entrenamiento en el Santuario y que deseo agradecer a la Señora Athena el haberme dado la oportunidad de regresar.

Dohko volteó la cabeza para mirarme, y me guiñó un ojo en aprobación. Me sorprendió ese gesto, viniendo de él. Shion volvió a sonreír, algo más aliviado.

-Deploramos todo lo que te sucedió, Marah, pero consideramos que era necesario. Espero que con el tiempo aprendas a apreciar la misión que los Santos de Athena tenemos, y a apreciarla a Ella. Ya que en este momento Aioria está ausente, hasta su regreso, entrenarás en la Casa de Libra bajo la tutela de Dohko.- dijo el Patriarca, más amable. Una emanación de energía, que se sentía casi como un abrazo, como una caricia al alma, como viento cálido y dulce, se sintió en el salón y me reconfortó. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Athena. Una de las razones que me impulsaba a sobrevivir era volver a sentir tal amor envolvente, que sentí la primera vez que vine al Santuario. En el desierto, cuando más desesperada y dolorida estaba, fogonazos de esa sensación me alentaban. Era Ella y yo lo sabía. En ese mundo no tenía a nadie más que Athena, una diosa que no había visto nunca. La extensión de mi soledad me abrumó y me aferré aún más a Su presencia. Cuando abandonó el salón, mis hombros volvieron a decaer. El Patriarca me habló. –Debo informarte que la Ley de la Máscara ha sido abolida y si lo deseas, puedes descartarla. Recoge tus pertenencias. Esta misma noche te instalarás en Libra.

Hice una profunda reverencia ante el Patriarca, confundida, aliviada, entristecida, temblando aún. Dohko se volteó esta vez para mirarme y me puso una mano en el hombro respetuosamente.

-Parece que pasaremos una temporada juntos, pequeña Leona. Espero que me entregues sólo lo mejor. Así, cuando tu maestro llegue, estarás preparada.

Asentí, con un nudo en la garganta. Di tres pasos hacia atrás y luego les dí la espalda y abandoné el Salón con paso rápido. Debía encontrar un lugar solitario en el cual poder llorar a gusto.

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Ya era bastante entrada la noche cuando regresé a la Villa de los Santos. El Santo de Perseus estaba afuera de su cabaña con una expresión inescrutable en la cara. Ni siquiera lo saludé y entré a la habitación en la que estaban mis cosas. El entró tras de mí y se quedó de pie, recostado contra el dintel de la puerta

-Adiós, Algol. Gracias por todo.- Dije con sarcasmo brutal, mientras recogía mis maletas. Escuché a mis espaldas un ruido de furia. Me tomó por la muñeca de la mano derecha y me atrajo hacia él de modo que mi cara, cubierta por la máscara, quedara a escasos centímetros de la suya. Gruñí, amenazante, y lo empujé con mi otra mano libre. Algol me soltó.

-Te hubiera dejado en Meddinah. Así podría tenerte para mí y visitarte cuando quisiera.-murmuró, con veneno en la voz. Siempre me hacía ese tipo de comentarios, que denotaban que la naturaleza de sus sentimientos hacia mí era de una crueldad bastante perversa. No sólo le gustaba herirme y lo disfrutaba, sino que sentía la necesidad de adueñarse de mí de alguna forma.

-Déjame en paz, Algol. ¿Por qué dices tantas tonterías?-le espeté, furiosa, en árabe.-No serás nunca mi dueño, ni absolutamente nada mío, idiota patético. Por alguna razón que no entenderé jamás, estas personas te permitieron estar a cargo de mí, pero créeme cuando te digo que nunca he sentido ni la más mínima pizca de necesidad de tu presencia.

-¿Por qué?-preguntó, tan indignado que hasta los labios se le habían puesto pálidos y las manos le temblaban.

-Porque, Algol, -comencé y apelé directamente a su fatalismo.-Maktub. Ya estaba escrito que yo no sería jamás una mujer común. Seré una amazona de Athena. Y si no te molesta, me voy . Ma'a ElSalama.

Empecé a caminar hacia la salida, pero no lo aguanté. Debía hacerlo. Solté mis morrales, me volteé, y sin duda sorprendiéndolo, pues jamás le había levantado la mano por iniciativa propia, sólo en defensa, estampé mi puño en la cara de Algol, ocasionándole una inmediata hemorragia nasal. Creí haberme roto los nudillos por la fuerza con la que lo golpeé, pero se sintió de maravilla.

-Eso fue por no decirme lo de la Ley de la Máscara. La usé durante casi un año sin saber que ya no era necesaria.-casi le grité, mientras él intentaba parar el sangrado de su nariz con ambas manos, mirándome con furia asesina. Tomé de nuevo mis maletas y me evaporé lo más rápidamente que pude de la Villa de los Santos. Me dirigí de nuevo a la Escalinata Zodiacal. Si había sido un suplicio subir sin carga, ahora sería peor. Y hasta Libra.

Cuando llegué, dos horas después, Dohko me esperaba con una sonrisa. Le hice una reverencia y le agradecí por recibirme en su Casa. Me señaló mi cuarto, y me instalé. Era muy bonito y muy cómodo. Sencillo. Una cama, una mesita de noche, un armario, un escritorio. Empecé a desempacar y a meter mi ropa en el armario. Terminé de organizar mis efectos personales en unos veinte minutos. Al fin, la fotografía de un anciano de ojos aguamarina que tenía a una risueña niña de cabello castaño con el Partenón como fondo reposó sobre mi mesita de noche.

Salí. Dohko meditaba. Lo miré un rato, y luego me volví a mi cuarto, a tratar de dormir. Largos y difíciles días me esperaban.

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Glosario

Saba´a AlKair: buenos días.(árabe)

Habiba: querida (árabe)

Hafsa: Leona Joven/pequeña (Árabe Saudí. En el árabe egipcio, su connotación alude a "prostituta, mujer de la calle". Por eso a Marah le fastidia tanto que Algol la llame así).

Ti Kanis: ¿Cómo estás? (Griego)

Maktub: predestinado; ya estaba escrito. (Árabe)

Ma´a ElSalama: Adiós. (Árabe)

Lala: precediendo el nombre de una mujer, significa "señora". (Árabe)

Xenia: Leyes griegas antiguas de hospitalidad que seguían con connotaciones religiosas, pues un visitante desconocido que pidiera posada o ayuda podría tratarse de un dios o criatura espiritual. Básicamente se trataba de ciertas reglas y rituales, una familia debía admitir siempre a quien pidiera posada y no hacerle daño de ninguna clase a su huesped y ayudarle en la medida de sus posibilidades. A cambio, el visitante debía comportarse con decoro, ayudar a su anfitrión en la medida de sus posibilidades, no hacerle daño ni a él ni a su familia, y dejar la casa lo más rapidamente posible. El seguir las leyes de la Xenia era un indicativo del honor de un hombre y su linaje familiar. Todo el problema de la Guerra de Troya fué causado básicamente porque Paris, al raptar a Helena de Esparta, infringió las leyes de hospitalidad y atrajo una maldición sobre su familia y su país.