Llanto de aurora

Amor, ya no vuelves a mis ojos muertos
que temen y ansían tu llanto de aurora.

César Vallejo

Antes del último suspiro de vida, el último recuerdo de Neal fue aquella chica pecosa, cuyo cabello había sido besado por el sol y de ojos verde tierra. Aquella chica era libre, era tierra, era luz, era serena. Era lo que cualquier hombre hubiera podido desear. Pero todas estas conclusiones las tuvo ya cuando el otoño era una estación permanente en su vida. Y, como hombre enamorado de un amor platónico, un amor que nunca se consumó, se llevó ese recuerdo consigo al más allá.

Morir fue más fácil de lo que toda la vida imaginó. Su alma se desprendió con aparente facilidad del cuerpo y pensó que se iría de un flechazo al cielo. Hubiera preferido esto antes de ver cómo los ingratos sirvientes se alegraban de su muerte. Tampoco fue muy grato escuchar a su hermana Elisa y al marido de ella, conversar sobre la fortuna escondida que habría tenido él.

-¡Qué interesada! ¡Casi ni venías a visitarme! –su grito se perdió en la nada de una dimensión en la que aparentemente estaba él solamente.

Jamás se casó, ni tuvo hijos. Prefirió vivir toda una vida de soltería rampante, en donde gastaba poco y disfrutaba mucho. Candy fue siempre un estándar para el tipo de mujer con la que se podría casar. Lo malo fue que las mujeres, que conoció durante su vida, a duras penas llegaban a la talla de la rubia.

Ni hablar de cuando lo embalsamaron. El horror de verse cortado por un lado, cosido por otro, llenos de algodones en la boca y la cuenca de los ojos.

-Si hubiera estado vivo, me hubiera desmayado… -volvió a hablar y escuchó el eco de sus palabras desvanecerse en la nada.

Lo siguiente lo molestó muy mucho: la selección de ropa, de peinado, el maquillaje (lo que consideró una grave ofensa), el ataúd… En fin, de estar vivo habría mandado a todos a la mierda.

Muy poca gente fue a verlo. Se dio cuenta que no tenía amigos. Todos los que lo rodeaban eran pobres diablos, interesados en poderle sacar algo o participar de sus fiestas o viajes. Pero allí, en medio del silencio, observando su cuerpo dormido y su alma vagando por la sala de la funeraria, vio a una mujer, que a pesar de su edad avanzaba, conservaba el brillo que siempre la distinguió. Traía un ramo de lirios, el cual depositó encima de la caja. Candy se detuvo frente a él, lo observó largo rato en silencio y de sus ojos se desprendieron algunas lágrimas sinceras, que seguramente venían con la melancolía de un pasado lleno de travesuras y peleas. La poca luz que había en el cuarto donde yacía su cuerpo se veía impregnada de un brillo que exhalaba Candy. A Neal se le antojaba que había llegado la aurora impregnada de los rocíos del llanto de ella y al verse feliz por última vez, su alma subió al firmamento.

FIN