Merlin aún no ha aprendido a ser un sirviente como corresponde

Aunque se había prometido que jamás volvería a hacerlo, desde hace una semana Merlin había vuelto a ser un sirviente. Por más que hubiese tratado de convencer a Arthur que las cosas habían cambiado, no había forma de hacerle cambiar de opinión.

—Esté donde esté, Merlin, tú eres el que hace la cama. No yo. —Eso había dicho Arthur.

Merlin había accedido solo para facilitar un poco la nueva vida a la que el otro debía acostumbrarse. Después de todo, podía entender que salir de un lago a un mundo totalmente diferente al que recordaba debía ser difícil. Se dijo que actuar una vez más como el sirviente ayudaría a Arthur a tener algo que le anclara a su antigua vida, que le hiciera sentirse cómodo. Había una cierta naturalidad cuando el rubio mandoneaba al otro, como si a pesar de todo aún pudiesen tener aquello que tenían antes.

Por supuesto, se dijo Merlin mientras acomodaba las almohadas, no duraría mucho. Ahora Merlin estaba a cargo —Arthur jamás lo aceptaría, así que Merlin trataba este hecho como un secreto—, era él el que sabía el funcionamiento de todo en este mundo, era él el que tenía el dinero para mantenerlos cómodamente a los dos, era él el encargado de enseñarle todo a Arthur.

De lejos escuchaba el sonido del televisor. Aunque no era un comportamiento que debiera fomentar, Arthur se pasaba cantidades insanas frente a la pantalla, usualmente con algo que comer y beber (Y jamás limpiaba su propio desorden). Pero Merlin no lo detenía; después de todo, la televisión era una manera excelente para que Arthur conociera más del mundo —o siglo— en el que estaba. En ocasiones vería algo que quisiera comentar o de lo que quisiera saber más y levantaría su real trasero del sillón y correría a decirle a Merlin. Ahora era una de esas ocasiones; Merlin acababa de terminar de ordenar la habitación real (Arthur insistía llamarle así, aunque considerando el tamaño del apartamento, difícilmente lo era) y se había sentado sobre la cama sólo un segundo.

Sólo un segundo.

—¡Aja! —exclamó Arthur, apuntado acusadoramente al moreno.

Merlin rodó los ojos.

—Sólo estaba...

—No, no. ¡Siempre lo supe! ¡Te sentabas en mi cama todo el tiempo!

—Oh, Dios. ¿Te das cuenta lo ridículo que estás siendo? Está bien, me senté en tu cama. No es tan...

—Sabes que no me gustan las arrugas —Arthur parecía un niño con rabieta, mientras estiraba torpemente la ropa de cama para dejarla perfecta. —Siempre encontraba mi cama arrugada. Y tú... "No, Alteza, juro que no sé por qué está arrugada en ese lugar" —Arthur decía con voz chillona, que no se parecía en nada a la de Merlin.

Todo era tan ridículo, y le recordaba tanto a las rabietas que Arthur tenía cuando era un rey en Camelot, que Merlin se puso a reír. Reía incontrolablemente y se sentía extrañamente feliz.

—Está bien, lo siento —dijo entre risas—. Lo arreglaré, lo siento.

Casi siempre Arthur, después que su primera ráfaga de enojo se disipara, se daba cuenta de lo ridículo que se había comportado. Ahora, como tantas veces antes, su rostro enrojeció ligeramente por vergüenza, y como tantas otras veces, escondió su vergüenza con exagerado enojo.

—¡Sal de mi habitación! ¡SAL!

Merlin se fue arrastrando los pies por el piso alfombrado.

—¡Y NO ARRASTRES LOS PIES EN MI ALFOMBRA!

Merlin aún reía. Es que no podía tomarse en serio las rabietas de Arthur, ya no más. Había pasado muchos siglos añorando hasta esos pequeños detalles como para que ahora le molestaran. Se quedó unos segundos tras la puerta para escuchar. Arthur hablaría solo por un rato hasta que su rabieta cediera por completo.

—¿Cuántos años tiene ya? ¿Mil quinientos? ¡Y todavía no aprende jodidos modales! —Una pequeña pausa. Era más difícil escuchar lo que Arthur decía pero Merlin aún podía entender...— Yo no debería tolerarlo. No, no lo aguantaré. ¡Y ESTÁS ESCUCHANDO DETRÁS DE LA PUERTA! ¡¿VERDAD, MERLIN?!

La puerta se abrió de un tirón y Arthur salió. Parecía enojado, pero Merlin le conocía. Sabía que ya no lo estaba.

—Verás, ahora las paredes no son hechas de piedra, uno puede escuchar aunque no quiera —dijo para defenderse, con una sonrisa burlona.

—Antes decías que tan sólo revisabas si mi puerta tenía termitas, ¿recuerdas? Como si los guardias no me contaran que tenías la oreja pegada a la madera sólo cuando podías escuchar algo que te interesara.

Arthur sonrió. Merlin sintió que su pecho se estrechaba, como si sus pulmones y las demás tripas —no el corazón, por supuesto que el corazón no— se hincharan de felicidad.

Merlin se acercó un paso en dirección del otro. Tocó tentativamente el brazo del otro.

—¿Qué ibas a decirme antes?

Arthur se acercó otro paso más cerca, sus pies se tocaban. Sus alientos se mezclaban.

—Ya lo olvidé —dijo Arthur antes de tocar sus labios con los de Merlin.