N/A: No sé qué corno pasa en mi cabeza, (quizá estaba demasiado embobada viéndolos; pero fue mi hermano pequeño el que dijo "Wan y Raava hacen una linda pareja". Y fue como... WOW. ¡Si no fuera por él yo me quedaba amándolos sin saber que eso que me hacía amarlos era que ellos SE AMABAN! Gracias, Elías.
Primera publicación en Legend of Korra. Primera en el mundo de Avatar. Se agradecen los intercambios de opiniones mediante PM's y reviews. Oh, y siempre me olvido de ponerlo pero, no importa si en el summary ves que publiqué esto hace 10.000 años, tú deja un review igual.
Cariños para todos que tengan una bellísima semana.
Ella no lo había convertido en el puente. Él era el puente. Él era la risa, él era la libertad, él era el desafío, él era el poder. Su poder.
El poder. Todo suyo. Dentro, tanto, que era parte de su alma.
Agua, tierra, fuego, aire.
Raava, Vaatu.
Interesante como duele ser la sombra que oscurece, que intenta ocultar a sus propios –doloridos- ojos, la guerra entre sus dos partes. Espíritus y humanos uniéndose, las olas del mar contra la roca, implacable, de la tierra. Chocando, siempre chocando, y él, inútilmente, cerrando los ojos, escuchando. Sintiendo. Muriendo un poco con cada pérdida.
Muriendo un poco con cada pequeña victoria. Bandos, grupos, siempre la distinción que causaba el caos, siempre el odio, allí en los ojos, allí en la mirada, allí en la imposibilidad de perdonar al otro, de escucharlo, de respetar la pureza del suelo.
No: sangre, más, a montones.
Ella, queriendo, sin poder.
Él, llorando sin mojarla a ella.
Sombra.
Pero lo que dolía era lo que había debajo del negro.
Que era, siempre y sin excepción, más negro.
.
Ellos eran dos. Se unían. No en una bola de gritos rojos. Se unían de verdad. Torpe, brusca y rápidamente, como los diferentes bandos de las guerras sobre la tierra. Pero buscaban seguir unidos, no desplazar al otro para formar el todo.
Era una linda forma de abrazarse.
Era un buen engaño para no quererse.
.
Él y la voz de ella se hacían felices.
Él y la voz de ella no habían vencido.
Él escuchaba, preguntaba, rogaba, gritaba, ella respondía.
Calmaba.
Como el agua, uniéndose en su aroma al viento lejano, transformándolo en la brisa que se acerca al puerto y acaricia piernas desnudas.
Como la tierra, salvando al agua del abismo, reteniendo con egoísmo su movimiento grácil, transparente, llenándose de ella con la excusa de sostenerla.
Como el fuego, burlándose con sus curvas del hambre de la tierra; incapaz de ocultarse, con ansias de quemar, de arder un poco más; fuego susurrando, suspirando, ese viceversa que comparte con la bestia que es la tierra, anclada a su propio centro, jugando a ir de la mano con el fuego, siendo él salvaje, veloz, incontrolable.
El puente podía gritar. El puente podía crujir. Pero el puente nunca iba a romperse. Le faltaba cobardía para romperse.
Ella lo calmaba, siempre. Estaría allí, en sus puños y en su risa. Agua, tierra, fuego y aire; y el valor para decir basta, y el corazón para quererlo más que a nada en el mundo.
Siempre dentro, siempre la voz no en la cabeza sino en sus manos, en sus oídos, en su boca.
Como el aire. Necesaria.
Incorpórea. Invisible. Pero quieta. Presente.
Hasta en su último suspiro. Hasta en su primera bocanada de oxígeno. Y en el medio, en el resto de su abrazo.
