Canción de cuna
-.-.-.-.-.-.-.-
Prólogo
Camina a lo largo del pasillo, y lo único que acompaña a sus temblorosos pasos es el eco que producen. Es un eco que demuestra su inseguridad, su temor. Incesantes a la par que inconstantes, sus pasos suponen un reflejo de cómo ha sido su vida desde hace unos años: tras sobrevivir a la amenaza del virus, no ha vuelto a encontrar seguridad. No ha sabido dirigir conscientemente el rumbo de los acontecimientos que rodean su existencia hacia donde quería. Siente que es el juguete del destino que alguien controla. Y es triste que todo lo que ha vivido desde entonces sea consecuencia de ciertas decisiones que tomó su difunto padre.
Cree que ha oído algo. Se detiene en seco y mira en diferentes direcciones con sus ojos azules extremadamente abiertos.
Nada.
El corazón le late fuertemente, y por un momento piensa que sólo ha escuchado sus propios latidos. Que eso es lo único que perturba el silencio.
No. Hay algo que sigue sus pasos, lenta pero firmemente.
Se gira, mas no puede ver. Está tan oscuro que ni siquiera distingue dónde pisa. No sabe si seguir caminando o echar a correr, porque tampoco sabe qué o quién sigue su rastro, y quizá no sea conveniente aligerar el paso.
No puede evitarlo. Su cuerpo se estremece de puro miedo. Su cabeza le pide que corra, por favor. Teme a lo desconocido, pero teme todavía más a lo que ya conoce. Por eso debe dirigirse a toda velocidad a la salida. Si tan sólo supiera dónde se encuentra, lo haría sin pensar. Así que corre, sin rumbo alguno, del mismo modo en que ha estado caminando durante aproximadamente una hora. Su único pensamiento sigue siendo un por favor que se repite constantemente. Comienza en un susurro, pero termina siendo a gritos, retumbando contra las paredes de su mente. El corazón aumenta la velocidad del latido hasta tal punto que no sabe qué le estallará antes: el pecho o la cabeza.
Ahoga un gemido cuando trastabilla, y por un momento siente un enorme alivio al conseguir mantenerse en pie. No puede evitar un suspiro.
Y justo detrás, un desgraciadamente familiar gruñido. Inmediatamente detrás.
-¡No! –exclama, y se deja caer al suelo mientras levanta los brazos, intentando protegerse del peligro.
Un par de disparos se suceden a pocos metros, y la sangre del monstruo que le había atacado –un hunter, probablemente– salpica su ropa. No tiene más remedio que ponerse en pie después de que unos pasos firmes se acerquen y alguien tire de su brazo.
-Es la última vez que lo intentas –sentencia una voz grave, masculina, que reconoce en el acto como la de la persona que se ha ocupado de su cautiverio durante dos largos años.
Albert Wesker.
