Disclaimer: Esta historia ni sus personajes me pertenece, solo la estoy adaptando con algunos de los personajes de Stephenie Meyer, la historia pertenece a Ellen.
Isabella Swan, la más joven de siete hermanas, no es la belleza de la familia. Con su cabello rojo como una llama brillante, su mordaz lengua y el extraño don de la videncia, ningún hombre la quiere; pero El Demonio la tomará.
Entregada como novia al enemigo declarado de su padre, el noble de las Highlands Edward MacCullen de Kintail, no tiene más elección que casarse con el hombre que se rumorea que asesinó a su primera esposa, y de quien se dice que no tiene ni corazón ni alma...
Edward sólo quiere utilizar el don de Isabella para saber si el niño que tuvo con su primera esposa es en realidad hijo suyo. Pero Isabella no está dispuesta a conformarse con unas pocas migajas, sino decidida a desafiar a Edward y tentarle con lo que él más teme en el mundo: el amor.
CAPITULO UNO
Torreón de Dundonnell, Oeste de las Tierras Altas.
Escocia 1325
Se dice que es despiadado, que es el propio engendro del diablo—Sue Beaton, el ama de llaves del Torreón Swan, rodeó con sus brazos su voluminosa cintura y miró encolerizada a su laird, Charles Swan. —¡No puedes enviar a la muchacha con ese hombre sabiendo que asesinó a su primera esposa a sangre fría!
Charles tomó otro trago de ale, aparentemente inconsciente de que la mayor parte de la espumosa bebida goteaba sobre su despeinada barba. Dejó caer de golpe su jarra de estaño sobre la mesa y volvió su enfurecida mirada a su autoproclamado mayordomo.
—Me trae sin cuidado si Edward MacCullen es el propio diablo o si el bastardo ha asesinado a diez esposas. Ha hecho una oferta matrimonial por Isabella, y es una oferta que no puedo rechazar.
—No puedes entregar a tu hija a un hombre de quien se dice que no tiene ni corazón ni alma —la voz de Sue se elevaba con cada palabra—. ¡No lo permitiré!
Charles se reía a carcajadas.
—¿Qué tú no lo permitirás?. Te estás excediendo, mujer. Vigila tu lengua o te enviaré con ella.
Por encima del gran Salón, instalada en la seguridad de la sala que el Laird utilizaba para espiar, una pequeña habitación escondida entre los gruesos muros de Dundonnell, Isabella Swan miraba hacia abajo, observando como su padre y su querida sirvienta discutían sobre su destino.
Un destino ya decidido y sellado.
Hasta ese momento no había creído que su progenitor realmente la enviara lejos, especialmente no con un MacCullen. Aunque ninguna de sus hermanas mayores habían hecho lo que se puede decir un buen matrimonio, ¡al menos su padre no las había comprometido con el enemigo! Agudizando el oído, esperó escuchar más.
—Se rumorea que MacCullen es un hombre de fuertes pasiones —declaró Sue. Isabella sabe poco sobre las necesidades más viles de un hombre. Sus hermanas aprendieron mucho de su madre, pero Isabella es diferente. Está siempre correteando con sus hermanos, aprendiendo sus...
—¡Sí, ella es diferente! —bramó Charles. Nada me ha atormentado más desde el día que mi pobre Renee murió al darla a luz.
—La muchacha tiene muchas habilidades —contradijo Sue. —Quizás carezca de la gracia y el buen aspecto de sus hermanas o su difunta madre, que Dios bendiga su alma, pero sería una buena esposa para un hombre. Seguramente tú puedes concertar un matrimonio más agradable. ¿Uno que no ponga tan dolorosamente en peligro su felicidad?
—Su felicidad no me importa nada. ¡La alianza con MacCullen está sellada! —vociferó Charles— Incluso si yo deseara para ella algo mejor, ¿qué hombre querría una mujer que puede ser mejor que él lanzando dagas? Por no hablar de sus otros tontos talentos.
Charles tomó un largo trago de ale, después se limpió la boca con su manga.
—Un hombre necesita una esposa que se preocupe de atender sus pies doloridos, no de un terreno de malas hierbas.
Sue dejó escapar un balbuceo de sorpresa, mientras se erguía en su completa, aunque poco impresionante, altura.
—Si hace eso, no tendrá que verse obligado a desterrarme de las dudosas comodidades de esta sala. Yo misma me iré de buena gana. Isabella no será enviada sola a la guarida del Ciervo Negro. Necesitará alguien que cuide de ella.
El corazón de Isabella dio un vuelco y se le puso la carne de gallina al oír que se referían al que pronto sería su marido como el Ciervo Negro. Tal criatura no existía. Aunque animales de cierta proeza a menudo adornaban los escudos de armas y estandartes, y algunos jefes de clanes se llamaban a sí mismos por nombres como león u otras nobles fieras, este título sonaba ominoso.
El presagio de un mal augurio.
Pero del que tendría poco tiempo para considerar. Frotándose la carne de gallina de los brazos, dejó de lado su malestar y se concentró en la discusión de abajo.
—Estaré contento de verte marchar —despotricaba su padre—. Tus críticas no se echarán de menos.
—¿No lo reconsiderará, milord? —dijo Sue cambiando de táctica: Si envía a Isabella lejos, ¿quién atenderá el jardín o se encargará de las curas? Y no olvide con cuanta frecuencia su don ha ayudado al clan.
—Maldito sea el jardín y que la peste se lleve su don —bramó Charles. —Mis hijos son fuertes y saludables. No necesitamos a la muchacha ni sus hierbas. Deja que ayude al MacCullen. Es un cambio justo ya que él sólo la quiere por su Visión. ¿Creías que había hecho su oferta por su belleza? ¿o porque los bardos le hayan cantado alabanzas a sus atractivos femeninos?
La risa del laird Swan llenó el salón. En voz alta y con maldad, rebotando contra las paredes donde ella se escondía y mofándose de Isabella con la crueldad existente en sus palabras. Se encogió. Todo el mundo dentro del torreón podría escuchar sus calumnias.
—No, él no busca una esposa atractiva —rugió Charles, parecía que fuese a darle otro ataque de risa—. Al poderoso MacCullen de Kintail no le interesa su aspecto o si le complacerá o no cuando esté con él en la cama. Él quiere saber si su hijo es suyo o del bastardo de su medio hermano, y está dispuesto a pagar muchísimo por averiguarlo.
Sue jadeó.
—Usted sabe que la muchacha no domina su don cuando ella quiere. ¿Qué pasaría si se equivoca en la respuesta?
— ¿Crees que me importa? —el padre de Isabella se puso en pie y golpeó sus rollizos puños contra la mesa. —Estoy contento de haberme deshecho de ella, lo único que me importa son los dos Swan, y el ganado que él va a darme a cambio de la muchacha. Ha tenido retenidos a nuestros hombres durante casi seis meses. ¡Y su única trasgresión fue una simple incursión!
El pecho de Charles Swan se hinchó por la indignación.
—Eres una inútil si no te das cuenta de que sus armas y su fuerza son más útiles para mí que la muchacha. Y el ganado de MacCullen es el mejor de las Highlands. —Se detuvo para mofarse de Sue. — ¿Por qué te crees que estamos siempre robándoselo?
—Vivirás para lamentar este día.
—¿Lamentar este día? ¡Bah! —Charles se inclinó sobre la mesa, echando la barba hacia delante— Espero que el crío sea el mocoso de su hermanastro. Piensa en lo satisfecho que estará si tiene un hijo de Isabella. Quizás este lo bastante agradecido para gratificar a su suegro con un pedazo de tierra.
—Que los santos te castiguen, Charles.
Charles MacDonell se rió.
—Me trae sin cuidado si toda una hueste de Santos viene tras de mí. Este matrimonio va a hacerme rico. ¡Emplearé un ejército para mandar a los lloriqueantes santos por donde vinieron!
—Quizás el arreglo sea bueno para Isabella, dijo Sue, con una voz sorprendentemente serena. —Dudo que el MacCullen beba tanta cerveza cada vez que se sienta a la mesa para acabar despatarrado de bruces sobre los juncos. No si es el excelente guerrero que aclaman los juglares.
Sue clavó una fría mirada en el laird.
—¿Ha oído como los bardos cantan sobre su gran coraje sirviendo a nuestro buen rey Robert Bruce en Bannonburck? Se rumorea que el propio Bruce lo llama su Campeón.
—¡Fuera! ¡Fuera de mi salón! —El rostro de Charles Swan estaba tan rojo como su barba— Isabella se irá en cuanto Sam haya ensillado a los caballos. ¡Si deseas ver el amanecer, reúne tus pertenencias y cabalga con ella!
Entornando los ojos en el agujero del cuarto oculto, Isabella vio a su querida Sue lanzándole una última mirada a su padre antes de salir con paso majestuoso del Salón. En el instante en que su vieja niñera desapareció de la vista, Isabella se recostó contra el muro y dejó escapar una profunda exhalación.
Todo lo que acababa de escuchar recorría salvajemente su mente. El menosprecio de su padre, los intentos de Sue por defenderla, y después el inesperado elogio a Edward MacCullen. Ya tuviera actos heroicos en la guerra o no, él seguía siendo el enemigo.
Pero lo que más turbaba a Isabella fue su propia reacción cuando Sue había llamado al MacCullen un hombre de fuertes pasiones. Incluso ahora, sus mejillas se ruborizaban al pensarlo. Le avergonzaba admitirlo, incluso a sí misma, pero anhelaba conocer la pasión.
Isabella sospechaba que los hormigueos que habían brotado en su interior ante la idea de casarse con un hombre de sangre caliente habían tenido algo que ver con tales cosas. Probablemente había sido la manera en la que su corazón había comenzado a latir violentamente al oír las palabras de Sue.
Las mejillas de Isabella se ruborizaron... como lo hizo el resto de su cuerpo, pero ella luchaba por ignorar las perturbadoras sensaciones. Ella no quería que un MacCullen le provocara esas sensaciones. Imaginar cómo se reiría su padre si supiera que albergaba sueños de que un hombre la deseara ahuyentaba los últimos vestigios de sus perturbadores pensamientos.
La resignación, con un matiz de ira, se apoderó de ella. Si tan solo hubiera nacido tan hermosa como sus hermanas. Alzando la mano, recorrió la curva de sus mejillas con la punta de los dedos. Aunque fría al tacto, la piel era suave, sin imperfecciones. Pero mientras sus hermanas habían sido agraciadas por una tez de un blanco inmaculado, un puñado de pecas estropeaba el suyo.
Su pelo era distinto al de sus hermanas, que siempre lo tenían suave y bien peinado, mientras ella tenía que cargar con una melena salvaje que no podía mantener trenzada. Aunque le gustaba su color. De un tono más llamativo que el rubio rojizo de sus hermanas, el suyo tenía un profundo toque cobrizo, casi del color del bronce. Su hermano favorito, Seth, juraba que su pelo podría embrujar a un ciego.
Una pequeña sonrisa asomó a sus labios. Sí, le gustaba su pelo. Y adoraba a cada uno de sus ocho hermanos. Y ahora podía oírles moviéndose por el Salón de abajo. Aunque los ronquidos de borracho de su padre llegaban hasta ella, también podía oír los ruidos que hacían sus hermanos, listos para una rápida salida.
Su partida del castillo Dundonnell, la oscura y húmeda casa de un jefe de clan de escasa importancia y casi sin tierras, de su padre amante de la cerveza, pero el único hogar que había conocido.
Y ahora tenía que partir hacia un futuro incierto, su sitio en Dundonnell le había sido arrebatado por la avaricia de su padre. Las lágrimas le escocían en los ojos, pero parpadeó para alejarlas, no quería que su padre las viera si se volvía y se dignaba a mirarla mientras salía.
Cuadrando los hombros, Isabella alzó su bolsa de cuero con sus hierbas, su única posesión de valor, y escapó del dominio de su padre. Se apresuró escaleras abajo de la torre tan rápidamente como se atrevió, después corrió a través del Salón sin más que una mirada a su dormido padre.
Por el espacio de un latido, casi dudó, casi se rindió a la ridícula idea de despertarle y decirle adiós. Pero el impulso se desvaneció tan rápido como apareció.
¿Por qué debería molestarse? Él sólo se quejaría de que hubiera interrumpido su sueño. ¿Y no estaba satisfecho de haberse deshecho de ella? Peor, su padre la había vendido al laird de los MacCullen, enemigos jurados de los Swan desde antes de su nacimiento.
Y el hombre, favorito del rey y apasionado o no, sólo la quería para utilizar su don, y porque le habían asegurado que ella era bonita. La perspectiva ni la halagaba ni prometía un matrimonio soportable.
Isabella tomó una última bocanada del aire lleno de humo de Dundonnell mientras permanecía ante la maciza puerta de roble que la llevaría al patio del castillo. Quizás en su nuevo hogar no sufriría por llenarse los pulmones con el viciado aire de la cerveza fermentada.
—Oh, por los sepultados huesos sagrados de San Columba —murmuró, tomando prestado el epíteto preferido de Seth mientras se limpiaba una lágrima rebelde de la mejilla.
Antes de que pudieran caer más, Isabella abrió la puerta revestida de acero y salió.
Aunque ya había pasado la hora del amanecer, una fría niebla azul grisáceo caía sobre el pequeño patio de Dundonnell... justo como un paño mortuorio que cayera sobre su corazón.
Sus hermanos, los ocho, esperaban junto a los caballos, cada uno con un aspecto tan miserable como el que ella sentía. Sue, en cambio, parecía extrañamente complacida y ya lista sentada a horcajadas de su pony. Otros miembros del clan y sus familias, junto a los pocos sirvientes de su padre, se apiñaban junto a las puertas abiertas del castillo. Como sus hermanos, todos tenían expresiones tristes y permanecían en silencio, pero el revelador brillo de sus ojos valía por mil palabras.
Isabella mantuvo el mentón alto mientras avanzaba a zancadas hacia ellos, pero bajo los dobleces de su capa de lana, sus rodillas temblaban. Ante su acercamiento, el cocinero se adelantó con un fardo de tela oscura agarrada fuertemente entre sus manos enrojecidas por el trabajo.
—Esto es de todos nosotros —dijo con voz brusca mientras empujaba la lana con olor a viejo hacia las manos de Isabella—. Ha estado guardado bajo llave en un cofre en la recamara de su padre todos estos años, pero nunca sabrá que lo cogimos.
Con dedos temblorosos, Isabella desplegó el arisaid(1) y permitió que el cocinero se lo ajustara suavemente sobre los hombros. Mientras ceñía con cuidado el plaid(2) a su cintura, le dijo:
—Mi mujer lo hizo para Lady Renee, su madre. Ella lo vistió bien y es nuestro deseo que usted lo haga también. Es una pieza bonita aunque sea pequeña.
La emoción formó un cálido y sofocante nudo en la garganta de Isabella, mientras alisaba con las manos los pliegues del arisaid. Unos pocos agujeros de polillas y los bordes deshilachados no restaban valor al plaid. Para Isabella, era hermoso... un tesoro que apreciaría siempre.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y se lanzó a los fornidos brazos del cocinero, abrazándole con fuerza.
—Gracias —lloró contra la áspera lana de su propio plaid—. ¡Gracias a todos! Dios, voy a echaros de menos.
—Entonces no diga adiós, muchacha —dijo, apartándola de él—. Nos veremos de nuevo, no se preocupe.
Como si fueran uno solo, sus parientes y amigos se adelantaron, cada uno dándole un fuerte abrazo. Ninguno habló y Isabella estaba agradecida, si lo hubieran hecho, habría perdido el poco control que le quedaba. Entonces una voz, la del herrero, gritó mientras su hermano Sam la subía sobre su montura.
-Espere, muchacha, yo también tengo algo para usted -llamó Ian, adelantándose entre la multitud.
Cuando les alcanzó, el herrero sacó su propio puñal finamente afilado de su vaina y se lo tendió a Isabella.
—Es mejor protección que esa fina hoja de muchachita que lleva usted —dijo, cabeceando de satisfacción mientras Isabella retiraba su propio puñal y lo cambiaba por el suyo.
Los ojos de Ian, también, tenían un brillo especial.
—Quizás nunca tenga que usarla —dijo, alejándose del pony.
—Que el MacCullen comience a rezar si lo hace —juró Sam, después le entregó las riendas a Isabella—. Nos vamos -le gritó a los demás, entonces se encaramó a su silla.
Antes de que Isabella pudiera tomar aliento o dar las gracias al herrero, Sam le dio una fuerte palmada a su montura en la grupa y la peluda bestia atravesó las puertas abiertas, dejando el castillo Dundonnell tras de ella para siempre.
Isabella ahogó un sollozo, no dejando que saliera, y mirando fijamente hacia delante. Se negaba... no podía... mirar hacia atrás.
Bajo otras circunstancias, hubiera estado encantada de irse. Agradecida, incluso. Pero tenía el sentimiento de que simplemente estaba cambiando un infierno por otro. Y, que el cielo la ayudara, no sabía cuál prefería.
Muchas horas e incontables kilómetros más tarde, Sam Swan hizo una seña de parar al pequeño grupo que iba tras él. El pony de Isabella bufó en protesta y se movió inquieto mientras ella tiraba de las riendas. Isabella compartía su nerviosismo, habían alcanzado su destino.
Después de un arduo viaje aparentemente interminable a través del territorio MacCullen, habían llegado al punto medio donde Sam decía que su futuro marido se reuniría con ellos.
Inesperadamente atormentada por una marea de timidez, Isabella tocó el velo de lino que cubría su cabello y ajusto la caída del antiguo aunque precioso arisaid alrededor de sus hombros. Si tan solo no se hubiera enrollado las largas trenzas alrededor de las orejas, escondidas de la vista bajo el tocado. Su prometido pensaría que era poco atractiva pero sus trenzas eran bonitas.
Sus hermanos afirmaban que el color de su cabello rivalizaba con los rojos y dorados de la llama más brillante.
Tendría que haber llevado el pelo suelto. Era embarazoso conocer a su futuro marido, enemigo o no, vestida con poco más que harapos. Al menos el bonito plaid de su madre le daba un aire de elegancia. Aún así, ella podría haber tenido una apariencia un poco más señorial, en lugar de esconder su rasgo más atractivo.
Pero lamentarse no servía de nada ahora, el suelo del bosque se estremecía por el golpeteo de los caballos acercándose rápidamente.
— ¡Cuidich´N´Righ(3)! —El grito de batalla de los MacCullen quebró el aire— ¡Larga vida al rey!
El pony de Isabella sacudió la cabeza, después dio varios saltos de costado por el pánico. Mientras ella luchaba por calmarlo, una fila doble de guerreros a caballo irrumpió a la vista. Se dirigieron directamente hacia su grupo, formando dos columnas en el último momento posible, y pasando al galope a Isabella y su pequeña escolta, encerrándolos en un círculo intacto de MacCullens con cota de malla y armados.
—No te preocupes, muchacha —le dijo Sam por encima del hombro—. No dejaremos que te pase nada.
Girándose en su silla gritó algo a sus hermanos, pero los fuertes gritos de los MacCullen se tragaron las palabras de Sam.
-¡Cuidich´N´Righ!
Sus enérgicos gritos repetían el lema de los MacCullen. Las orgullosas palabras estaban dibujadas bajo las astas de un ciervo en los estandartes que sostenían los adalides. A diferencia de los guerreros que habían cargado hacia delante, los jóvenes mantenían sus monturas a una corta distancia. En fila de a cuatro, con los estandartes en alto, componían una vista impresionante.
Pero ninguno era tan imponente como el oscuro guerrero que rompió con tanta seguridad las hileras.
Vestido con una cota de malla negra, una ancha espada al costado, dos dagas bajo el fino cinturón de cuero que caía bajo sobre sus caderas, montaba un enorme caballo de guerra tan negro como su armadura.
Isabella tragó con dificultad, este intimidante gigante sólo podía ser Edward MacCullen, el MacCullen de Kintail, su prometido.
No necesitaba ver el plaid verde y azul prendido sobre su cota de malla para conocer su identidad.
Ni importaba que el yelmo que llevaba dejara su rostro en sombras, casi ocultándolo de la vista. Su arrogancia venía hacia ella en oleadas mientras su mirada evaluadora la abrasaba en su camino desde lo alto de su cabeza hasta sus pies calzados con bastos zapatos.
Sí, sabía que era él.
También sabía que al fiero guerrero le desagradaba lo que veía.
Más que disgustado... parecía ultrajado. La cólera manaba bajo su armadura, su mirada la recorría críticamente. No necesitaba su don para saber de qué color tenía los ojos. Un hombre como él sólo podía tener los ojos tan negros como su alma.
Sus agudos sentidos le dijeron todo. Él le había echado una buena mirada... y la había encontrado insatisfactoria.
Dulce Virgen, si tan solo hubiera hecho caso del consejo de Sue y le hubiera permitido a la anciana que la vistiera y la peinara. Habría sido mucho más fácil alzar la barbilla ante su audaz examen si el velo no escondiera sus trenzas.
Cuando él cabalgó hacia delante, directamente hacia ella, Isabella luchó contra el impulso de huir. No es que hubiera tenido una oportunidad de romper el rígido cerco de los guardias de rostro pétreo de MacCullen. Ni podría haber pasado por delante de sus hermanos... ante la aproximación del negro caballero, habían urgido a sus caballos a acercarse a ella. Sus expresiones crueles, las manos cerca de la empuñadura de sus espadas, habían permitido el avance de su prometido con cautela.
No, escapar no era una opción.
Pero el orgullo sí. Esperando que él no notara la salvaje palpitación de su corazón, Isabella se sentó erguida en su silla y se forzó a sí misma a devolver la mirada que le dirigía bajo el yelmo.
Le serviría para saber que ella encontraba desagradable la situación. E indudablemente era juicioso demostrarle que no se encogería ante él.
Edward alzó una ceja ante el inesperado despliegue de coraje de su novia. La rabia lo consumió cuando vio su capa raída y los zapatos que llevaba. Incluso el arisaid de aspecto fino que llevaba estaba lleno de agujeros. Todas las Highlands sabían que su padre era un gusano borracho, pero nunca imaginó que el patán avergonzaría a su hija mandándola a conocer a su nuevo laird y marido vestida tan harapienta como el más pobre de los aldeanos.
Inclinándose hacia delante en su silla, Edward la miró, cómodamente oculto entre las sombras que proyectaba el borde del yelmo, agradecido de que ella no pudiera ver del todo su rostro. Sin duda ella había pensado que él encontraba defectos en ella en lugar de suponer que era la patente indiferencia de su padre lo que provocaba su ira.
Sí, el mentón alzado y la mirada desafiante le complacieron. La muchacha no era dócil.
La mayoría de las muchachas de noble cuna hubieran agachado la cabeza de vergüenza y desconcierto si hubieran sido atrapadas vestidas con harapos. Pero ella se había enfrentado a su examen con una muestra de valor y espíritu.
Lentamente, el ceño de Edward se suavizó y para su asombro, las comisuras de su boca comenzaron a esbozar una rara sonrisa. Se detuvo, sin embargo, apretando los labios antes de que la sonrisa pudiera formarse. Él no tomaría a la muchacha como esposa para darle afecto.
Sólo la quería para que pusiera fin a sus dudas sobre Anthony, para cuidar del muchacho y apartarlo de su vista si sus sospechas resultaban ser ciertas. Su carácter poco importaba más allá de su aptitud para ser la nueva madre de Anthony. Pero le complacía ver el temple en su sangre.
Lo necesitaría para ser su mujer.
Ignorando las miradas de la escolta de ella, Edward urgió a su corcel hacia delante. Se detuvo a pocos centímetros de su flaco y huesudo pony.
Isabella cuadró los hombros ante su proximidad, negándose a demostrar la admiración que sentía por su magnífico caballo de guerra. Nunca había visto un animal como ese. La bestia realmente se alzaba por encima de su pony de las Highlands.
Ella esperaba que su admiración por el hombre estuviera bien oculta también.
—¿Puedes continuar cabalgando? —la voz profunda del caballero negro salió de debajo de su yelmo de acero.
—¿No deberías besarle la mano y preguntarle si no está fatigada de cabalgar para pedirle que vaya contigo? —Seth, el hermano favorito de Isabella, desafió al MacCullen.
Los otros hermanos se hicieron eco del sentimiento de Seth, pero el propio coraje de Isabella vaciló cuando en lugar de contestar a Seth, su prometido les barrió con una oscura mirada.
¿No pensaba lo suficiente en ella como para saludarla apropiadamente? ¿La tenía en tan baja estima que se había olvidado de las reglas de la caballerosidad?
Aún mantenía los hombros echados hacia atrás y la barbilla alzada, enojada por su falta de cortesía.
—Soy Isabella de Dundonnell -elevó un poco más la barbilla—. ¿Quién es usted milord?
—Ahora no es momento de galanterías. Deberíamos irnos de aquí si no estás demasiado fatigada.
Estaba rígida de cansancio, pero antes preferiría morir que admitir su debilidad.
Isabella miró a su caballo. Su pelaje estaba cubierto de sudor y su pesada respiración indicaba el esfuerzo que el duro viaje le había costado al animal.
—Yo no estoy cansada, Sir Edward, pero mi montura no puede continuar. ¿No podemos acampar aquí y proseguir el viaje mañana?
—¡Emmett! —MacCullen gritó antes de contestarle— ¡Ven aquí, deprisa!
Toda la determinación de orgullo que había reunido se esfumó cuando el objeto de su bramido cabalgó hacia delante. El caballero de nombre inofensivo era el hombre más feo y formidable que había visto nunca. Emmett llevaba el plaid MacCullen sobre su cota de malla, y como el resto de los hombres de la guardia real, lo único que le cubría la cabeza era la cofia. Pero en su caso, Isabella deseó que se hubiera puesto un yelmo completo como su prometido.
Su cara desfigurada presentaba un semblante tan aterrorizante que se le encogieron los dedos dentro de los zapatos. Una fea cicatriz cruzaba su cara, desde la sien izquierda hasta la comisura derecha de la boca, tirando de sus labios en un permanente gesto burlón. Peor, ¡dónde debiera estar su ojo había arrugas de carne rosada!
Isabella sabía que debería sentir nada más que compasión por el musculoso guerrero, pero la expresión en su ojo bueno, el cual estaba desconcertantemente fijo en ella, la aterrorizaba.
El temor hizo que la sangre le bombeara con tanta fuerza en la cabeza que no oyó lo que Sir Edward le dijo al hombre, pero sabía que era referente a ella, porque Emmett mantuvo su fiera mirada fija en ella, asintiendo una vez, antes de girar su caballo y alejarse galopando hacia el bosque.
Su alivio por su brusca partida escapó en un rápido aliento. Si los santos la protegían, no volvería.
Desgraciadamente su alivio fue efímero, puesto que Edward MacCullen alargó un brazo, la desmontó de su pony y la dejó caer pesadamente delante de él en su gran corcel. Con su mano libre, le arrebató las riendas de su caballo. Apenas podía respirar porque su brazo la mantenía firmemente sujeta.
Un gran rugido de protesta surgió entre sus hermanos, la voz de Sam sonaba un poco más alta que la de los demás.
—Toca a mi hermana tan bruscamente otra vez, MacCullen, y estarás muerto antes de que puedas desenvainar tu daga.
En un latido, su prometido dirigió su caballo hacia su hermano mayor.
—Refrena tu temperamento, Swan, para que no me olvide que esta es una reunión amistosa.
—No permitiré que nadie maltrate a mi hermana —advirtió Sam—. Especialmente tú.
—¿Tú eres Sam? —preguntó MacCullen, ignorando descaradamente la ira de Sam. Ante el breve asentimiento de su hermano, continuó— Los parientes que buscas están en el bosque, más allá de los porteadores de mi estandarte. Les hemos asegurado que más incursiones en mis tierras serán castigadas con un destino peor que ser retenidos como rehenes. El ganado que tu padre espera está al cuidado de tus hombres. He cumplido mi palabra. Nosotros nos vamos ahora.
Sam Swan se encrespó visiblemente.
—Pretendemos ver a mi hermana a salvo en el Castillo de Eilean Creag.
— ¿Crees que no puedo proteger a tu hermana durante el viaje hasta mi propio torreón?
—Lo que propones es un insulto a mi hermana —protestó Seth—. Tenemos intención de quedarnos unas pocas noches para discutir los preparativos de la boda. Nuestro padre espera noticias cuando regresemos.
Edward modificó la forma en que la sostenía, tirando de Isabella hacia atrás para apoyarla contra su pecho.
—Informa a tu padre de que todo ha sido arreglado, las amonestaciones leídas. Nos casaremos al amanecer después de que hayamos llegado a Eilean Creag. No hace falta que Charles Swan se moleste con el viaje.
— ¡Seguro que bromea! —La cara de Seth se puso roja— Isabella no puede casarse sin sus parientes. No...
-Sería inteligente que recuerdes que no bromeo —Edward se volvió hacia el hermano mayor de Isabella, pasándole las riendas de su pony—. Ocúpate del pony de tu hermana y márchate de mis tierras.
Sam cogió las riendas con una mano mientras llevaba la otra hasta la empuñadura de su espada.
—No sé quién es más bastardo, si mi padre o tú. Desmonta y desenvaina tu puñal. No puedo...
—Complaced a una anciana y dejad de discutir, todos vosotros -con el canoso pelo desaliñado por el viaje y las rellenitas mejillas enrojecidas por el esfuerzo, Sue Beaton espoleó a su pony hacia el círculo de hombres. Con una mirada sagaz, se giró primero hacia la guardia del MacCullen y después hacia los hermanos Swan.
—Suelta tu daga, Sam. No es un secreto que tu hermana disfrutaría más de su boda sin la posibilidad de que tu padre se presente. Sería un estupidez derramar sangre por algo que todos sabemos que sería lo mejor para la muchacha.
Esperó hasta que Sam soltara su espada y después miró fijamente a Edward.
— ¿No permitirá que la muchacha cuente con la presencia de sus hermanos en su boda?
— ¿Y quién eres tú?
—Sue Beaton, he cuidado de Isabella desde que su madre murió al traerla al mundo, y no tengo intención de dejar de hacerlo ahora —su voz tenía la confianza y la autoridad de una bienamada y fiel sirviente—. Sus hombros anchos demuestran que está bien entrenado, milord, pero no le temo. No voy a permitir que nadie maltrate a mi dama, ni siquiera usted.
Girándose para mirarle, Isabella vio que las comisuras de la boca de su prometido se alzaban ante las palabras de Sue. Pero la débil sonrisa desapareció en un instante, rápidamente remplazada por... nada.
De repente supo que era lo que más le había molestado desde que la hubiera subido a su caballo.
Los rumores eran ciertos.
Edward MacCullen no tenía corazón ni alma. Nada, excepto el vacío llenaba al enorme hombre que la sujetaba.
—Soy yo quien decide quién duerme bajo mi techo. Los familiares de Isabella pueden descansar aquí esta noche y dirigirse a las tierras MacCullen al amanecer. Tu, señora, continuarás con nosotros hacia Eilean Creag.
Edward hizo un gesto a un joven que guió hacia delante a una yegua gris sin jinete. Volviendo su atención a Sue dijo:
—La yegua era para tu Señora, pero ella cabalgará conmigo — Hizo un breve asentimiento hacia su escudero—. Jaspern, ayuda a la señora a montar. Ya nos hemos demorado bastante.
El escudero, joven pero musculoso, saltó de su propio caballo y arrebató a Sue de su pony como si no pesara más que una pluma. Con un rápido movimiento, la alzó hacia la silla del caballo gris. Tan pronto como estuvo sentada, le hizo una reverencia, después subió a su propio corcel.
Sue se sonrojo... nadie más se dio cuenta puesto que sus mejillas ya estaban rojas por el largo viaje y la cólera.
Pero Isabella lo sabía.
Su querida Sue estaba encantada por la galantería del escudero.
Después Edward dio la orden de partir. Con un movimiento audaz, sus hermanos espolearon sus caballos para bloquear el camino.
— ¡Alto MacCullen! Quiero tener unas palabras contigo primero—Gritó Sam, y el prometido de Isabella se detuvo de inmediato, no teniendo otra elección a menos que quisiera atravesar el muro formado con los caballos de sus hermanos.
—Di lo que sea y rápido —dijo MacCullen bruscamente—. No creas que dudaré en cabalgar directamente entre vosotros si tratas de sobrepasar mi paciencia.
—Una advertencia, nada más —dijo Sam-. Nuestro padre ya no es el hombre que era y no se ha preocupado por Isabella como debería, pero mis hermanos y yo lo hacemos. Las Highlands no serán suficientemente grandes para esconderte si dañas un solo pelo de la cabeza de mi hermana.
—Tu hermana será bien tratada en Eilean Creag —fue la brusca contestación de Edward.
Sam hizo un sutil asentimiento, después, uno a uno, sus hermanos dejaron libre el camino y los guerreros MacCullen aguijonearon a sus caballos. La mayoría se echaron hacia delante como si fueran uno solo. Isabella apenas consiguió decir adiós a sus hermanos. Sus propios gritos de despedida se perdieron entre el retumbar de los cascos, el tintineo de los hombres armados, y el crujir de las sillas de cuero.
Su prometido la sostenía fuertemente, y ella se alegraba de que su abrazo fuera tan fuerte. Nunca había montado en un caballo tan grande y la distancia que había hasta el duro suelo que pasaba rápidamente bajo ellos era intimidante.
Pero mientras Edward MacCullen la mantenía firmemente segura y su poderosa presencia mantenía su cuerpo caliente, él exudaba un perverso frío que iba directamente a su corazón. Era un frío profundo, más cortante que el más sombrío viento invernal.
Un estremecimiento la sacudió, e inmediatamente, su brazo la apretó más fuerte, acercándola hacia él. Para su sorpresa, el gesto, ya fuera para protegerla o hecho por puro instinto, la hizo sentirse segura. La caldeó también, haciendo que su vientre se ablandara y temblara.
Calor.
A pesar del frío del hombre.
Isabella suspiró y se permitió descansar contra él… sólo por un momento, después se sentaría derecha. Él era un MacCullen después de todo. Pero ella nunca había estado entre los brazos de un hombre. Nadie podría culparla si se relajaba solo un ratito y trataba de entender las extrañas sensaciones que se agitaban en su interior.
Varias horas después se despertó, tendida sobre una cama de suave hierba, su saco de hierbas bajo su cabeza. Alguien la había envuelto en un plaid de tibia lana. Se encontraba en medio de un campo repleto de MacCullens.
Todos en diversas fases de desnudez.
Sue dormía cerca, junto a un crepitante fuego, y Isabella advirtió que los ronquidos de la anciana sonaban alegres.
Demasiado alegre.
Aparentemente su querida sirvienta había aceptado su difícil situación. Alzándose sobre los codos, Isabella observó a la mujer que dormía. Sue podría estar persuadida por los corteses galanteos de un escudero MacCullen, pero ella no lo estaba.
A ella no le importaba cuantos hombres MacCullen fueran galantes. Ni que el estar entre los fuertes brazos de su futuro marido la hubiera hecho ponerse sensible. El grato sentimiento había sido causado seguramente por saber que él no permitiría que se cayera al suelo.
Jamás un MacCullen despertaría indicios de pasión en ella. No, era impensable.
Y, al contrario que Sue, ella no encontraba nada atractivo en ser rodeada por el enemigo.
¡Especialmente si estaban casi desnudos!
—Jasper, ayúdame a quitarme la cota de malla —la voz de su prometido, profunda y masculina, le llegó desde el otro lado del fuego.
—Como desee, milord —el escudero gateó, levantándose ante la orden de su señor.
Isabella observó cómo su futuro marido se quitaba el yelmo de la cabeza, revelando una desgreñada melena de un brillante cabello oscuro.
Gracias a los Santos que estaba de espaldas a ella, porque había comenzado a temblar.
Mientras ella miraba, él dejo caer el casco de acero al suelo con un fuerte golpe, después se quitó los guanteletes. Con ambas manos, se pasó los dedos por el pelo negro que caía en gruesas y brillantes ondas por el sudor, hasta sus hombros.
Isabella tragó con dificultad, incómodamente consciente de que su vientre se caldeaba de nuevo. ¿Podría el hombre ser un hechicero? ¿La habría embrujado? Con el pelo tan oscuro como el pecado, y brillante como el ala de un cuervo, Isabella creía que los rumores sobre que había sido engendrado por el diablo podrían ser verdad.
Era de conocimiento popular que la belleza y la maldad a menudo andaban de la mano.
Cuando el escudero sacó la cota de malla negra por encima de su cabeza, su respiración salió en un audible jadeo, y temió que su corazón dejara de latir. La visión de la ancha espalda de Sir Edward la cautivó tan completamente como si en verdad un brujo hubiera lanzado un hechizo sobre ella.
La parpadeante luz del fuego jugaba sobre sus músculos bien definidos que se ondulaban con cada movimiento que él hacia mientras se doblaba para ayudar a su escudero a quitarse el resto de su atuendo. Ni siquiera la temible constitución de Sam podía compararse con la de Edward MacCullen.
El corazón volvió a la vida, subiéndosele a la garganta mientras el enrollaba un par de calzas de ajustada lana hacia abajo de sus musculosas piernas. ¡Cielos, incluso sus nalgas parecían implacables y orgullosas! Isabella se mojó los labios y tragó, esperando aliviar la repentina sequedad de su boca.
Había visto a cada uno de sus ocho hermanos y a un buen número de primos sin ropa. Pero ninguno de ellos había parecido tan intimidante como el gigante que permanecía al otro lado del fuego frente a ella.
Ni tan atractivo.
Mientras ella se quedaba boquiabierta, incapaz de apartar la mirada, él estiró los brazos por encima de la cabeza. Los poderosos músculos del hombre se contraían bajo la piel bruñida de oro profundo por la luz del fuego. ¡Fe y misericordia, nada en toda su vida la había preparado para semejante visión! Él podría pasar por un dios pagano, con esa magnífica figura.
¡La idea de acostarse con semejante hombre la llenó de más inquietud que si le hubieran ordenado domesticar a uno de los monstruos marinos que moraban en los lagos de las Highlands!
Pero incluso ese temor menguó ante el terror que la atenazó cuando él se dio la vuelta.
No le dio nada más que una rápida mirada a la impresionante virilidad que se desplegaba orgullosamente a la vista desde su oscura ingle.
No, fue el primer vistazo a su cara lo que la aterrorizó enfriándola hasta la medula y devolviéndole un recuerdo largo tiempo olvidado.
Con horrible claridad, se dio cuenta de por qué se le había puesto la carne de gallina al oír que llamaban a su prometido el Ciervo Negro.
Que San Columba y todos los santos preservaran su alma condenada: Había sido vendida al hombre que aparecía en las visiones más espantosas que había tenido en su infancia.
El hombre sin corazón.
1 Arisaid: prenda femenina escocesa, similar a un abrigo o larga capa hecha de lana o de seda. Se ata a la altura del pecho con un broche, y suele llevar un cinturón.
2 Plaid: Tela a cuadros; tela escocesa; manta escocesa; tartán.
3 Gaélico:-Larga vida al rey
¿Qué les parece? ¿Les gusto? ¿La sigo?
