Disclaimer: -man y todos sus elementos son propiedad de la asombrosa Katsura Hoshino!
Sólo utilizo su trama, personajes y argumentos con el fin de divertirme y compartir lo que escribo, sin intención de lucrar con su magnífica obra. Gracias.
Contiene spoilers, este fanfic se alinea con el manga, no modifica nada de la creación de la autora original.
Samantha despertó y lo primero que vio fue un techo impecable y blanco, como todos los días. Se quedó contemplándolo ya que él era el único cielo que se le permitía ver. No era una situación tan mala, se había acostumbrado a ello ya que desde hacían varios años que permanecía en el mismo lugar. A veces pintaba, con su mente, aquel pulcro techo de celeste, algunas noches lo matizaba de color azul y lo decoraba con algunas estrellas, pero, pese a todo, su cielo nunca estaba gris.
Se incorporó lentamente con la errada certeza de que ese día era tan normal como los demás, tomó entre sus manos el rosario plateado que colgaba de su cuello, dejó que se cerraran sus ojos ambarinos y comenzó a realizar sus oraciones, como todos los días. Al terminar, se alistó para las clases de latín. Peinó su cabello prolijamente, de la misma manera lo recogió y lo cubrió con una toca blanca, el cual era del mismo color de sus hábitos eclesiásticos. Abotonó el cuello de su camisa, sujetó con experiencia los lazos del corsé, enguantó sus manos. Estaba esperando pacientemente en el mismo cuarto cuando Clara apareció.
Clara era una religiosa que se había encargado de cuidar a Samantha desde que había llegado, hace más de diez años. La joven prácticamente la consideraba su madre, era quien le enseñaba y la acompañaba a cada momento del día.
Ese día, Clara parecía nerviosa por algún misterioso motivo. Ese día, Clara colocó una capa negra sobre Samantha que la cubría desde cabeza hasta los pies. Ese día Samantha, por primera vez en muchísimos años vistió un color distinto al blanco... Ese día era totalmente extraño y diferente.
—Clara, ¿a dónde vamos? —preguntó la joven al notar que la mujer la llevaba, tomada de la mano, hasta una puerta que jamás había visto abrirse.
Clara intentó sonreír.
—Debemos irnos, Sam —respondió poniendo la llave en la puerta y haciéndola girar —, es una orden del Santo Padre.
Samantha se quedó estática en su lugar.
— ¿Por qué... él ha pedido una cosa semejante?
—Luego te explicaré el porqué, ahora llevamos prisa —dijo Clara mientras abría la puerta.
Al abrirse la puerta, una cortina espesa de polvo se presentó. Samantha estornudó y vislumbró con desconfianza el largo y abandonado pasillo que había nacido con la abertura de aquel, hasta ése momento, sellado umbral.
—Sígueme a paso ligero, por favor, Samantha —pidió la mujer y comenzaron a caminar por aquel camino casi al punto de estar corriendo.
Los muros eran de piedra, había polvillo y telarañas colgando por doquier, el pasillo daba varios giros y parecía no tener final. Pero lo tenía. El pasillo daba lugar a un canal subterráneo en el cual las esperaba un bote.
— ¿Nos vamos? ¿A dónde vamos, Clara?
Clara miró con todo el amor que pudo a esa joven de diecisiete años que buscaba seguridad en su persona.
—Sam, ya no puedes permanecer en el Vaticano. Te explicaré los detalles luego, pero no tienes nada de qué preocuparte, yo estaré contigo, ¿está bien?
La adolescente asintió, pero en sus ojos se leía un poco de temor, aunque también tenía enormes deseos de salir al exterior y a la vez ese mismo deseo de liberarse la llenaba de incertidumbre.
El canal las llevó varios kilómetros al noreste, descendieron del bote, subieron a la superficie y continuaron caminando por largo rato más hasta que localizaron un carruaje. Samantha se detuvo de golpe al sentir el fresco aire. Fuera de las cuatro paredes blancas de su habitación las aves cantaban, y por sobre todas las cosas, en el mundo exterior había un cielo, un cielo diferente.
—Samantha, no te detengas —le dijo la mujer.
La ojiambarina apresuró el paso, sin dejar de observarlo todo a su alrededor. El mundo no era tan distinto a como lo indicaban sus libros, pero ese detalle no lograba que por menos dejara de resultarle tan maravilloso y sorprendente. Subieron al carruaje y viajaron por varias horas. Las cortinas de la ventana del vehículo estaban cerradas, Samantha quería hacerlas a un lado y observarlo todo, pero no se atrevió a hacerlo.
Se podía oír claramente la lluvia golpeando contra el cristal de la pequeña ventana, el cielo estaba gris, pero no importaba, era placentero viajar de esa manera, sentir el vaivén del recorrido, percibir el sonido de la lluvia tan próximo a ella.
—Samantha, tengo que darte una mala noticia —dijo Clara al fin, luego de tanto silencio.
—No existen las malas noticias, Clara —añadió la joven, con una cálida sonrisa —. Puedes decírmelo.
La mujer apretó la mandíbula, lo que tenía que comunicar le dolía en el alma.
—Samantha, el Santo Padre... ha fallecido.
Atónita, la joven bajó la mirada. La noticia la había dejado sin habla. Anteriormente había afirmado a ciega fe que las malas noticias no existían, pero si esa no era una mala noticia, no sabía qué lo sería.
—Iremos a Inglaterra —agregó luego.
—¿A... Inglaterra? ¿Qué hay allá?
Clara estaba a punto de responder cuando el carruaje entero se sacudió con violencia para detenerse en seco. Samantha, al caer sobre la superficie del vehículo, se golpeó la frente contra el filo del asiento contrario al que ella misma ocupaba. Un hilo de sangre comenzó a brotar del corte reciente, el golpe casi había logrado adormecerla.
Continuaba lloviendo, pero la lluvia se había convertido en una tormenta tempestuosa en cuestión de pocos segundos. Podía oír la lluvia golpeando contra el suelo, podía oler el aroma de la tierra mojada, el agua que caía podía tocarla, ya no había techos que la resguardaran, y eso la hizo inconscientemente feliz.
Sus párpados pesaban, trató de incorporarse pero una punzada en su frente no se lo permitió del todo. Se llevó una de las manos hacia la herida y miró su extremidad enguantada. Tardó varios segundos en que su vista perdiera el toque nubloso que el golpe le había regalado, y apenas pudo ver, vio sangre en su guante. La herida volvió a punzar, la sangre volvía a brotar. Miró a su alrededor, no entendía qué había pasado, lo último que recordaba era estar en el carruaje y en ese momento estaba en la vía pública, sentada en el suelo.
— ¿Clara? —la llamó.
Volvió a ver a su alrededor con más detalle, agudizando la vista, a lo lejos, divisó a esa mujer tan especial para ella desparramada a mitad de la calle, el carruaje en el que viajaban estaba hecho trizas, y había restos de "algo" extraño regado por el piso. Se puso de pie, sentía el cuerpo entumecido, pero eso no le impidió correr hacia Clara.
— ¡Clara! —exclamó, hincándose a su lado y sujetándola por los hombros para voltear el cuerpo de la mujer que yacía boca abajo.
Había pentáculos en toda su piel, el cadáver de Clara se hizo polvo en sus brazos. Aturdida, se quedó mirando los atuendos religiosos. No entendía. Incomprensible. Imposible.
—Pero, ¿qué...?
Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, las mismas se mezclaban con la sangre que salía de su herida y con la lluvia que caía.
— ¡Clara, Clara! —abrazó con fuerza las ropas de la religiosa.
Sintió risas burlonas a su espalda, giró el rostro y vio a dos máquinas monstruosas en el aire, acercarse a ella a gran velocidad. Se cubrió los ojos, esperando el mismo destino de Clara, cuando escuchó un ruido que le paralizó el corazón. Sus ojos ambarinos se dirigieron hacia el lugar donde escuchó el estruendo y vio una altísima figura delante de ella, como protegiéndola.
Aquel hombre giró el rostro y le clavó la mirada. Samantha se asustó, tuvo miedo, muchísimo miedo. Él llevaba un sombrero de ala ancha color negro, en el lado derecho de su rostro había una máscara, la larga cabellera rojiza cubría gran parte de su cara. También vestía un largo sobretodo negro con adornos dorados. Al terminar de voltear, la joven vio, en el lado izquierdo superior del pecho, una cruz. Pero no era cualquier cruz, reconocía aquel símbolo de algún lugar... De su cuello también colgaba un extenso rosario.
—Hiciste que se estropeara mi uniforme —fue lo que escuchó por parte de los labios de Marian Cross antes de desmayarse.
El diluvio seguía cayendo bajo el cielo de Italia, en una habitación se encontraba el General Marian Cross, sentado frente a una hoguera, con sus extensas piernas cruzadas. Mientras se llevaba un cigarrillo a la boca, evocaba los instantes vividos minutos atrás...
Estaba en Italia escabulléndose de sus asuntos, cuando notó la presencia de Akumas en la zona. No quería que su uniforme se empapara, pero la lluvia parecía no dar tregua, por lo que decidió apresurarse a donde había oído aquellos disparos. No estaba para nada en sus planes encontrarse con aquella escena en la vía pública, a plena luz del día. Vio el momento exacto en el que la bala de sangre de un Akuma impactaba en el abdomen de una monja. Esta cayó al suelo, desplomada, muerta al instante. Había otra monja en el suelo, el primer pensamiento de Marian fue que ya estaba muerta también, así que no se preocupó demasiado por ello. Sacó su Judgment para darle fin a aquellas trágicas criaturas del Conde del Milenio cuando percibió que uno de los cuerpos se levantaba.
Supo, por la manera en la que se movía el cuerpo, que la monja no estaba muerta y que, además, estaba siendo dominada por la Inocencia. Bajó su arma anti-Akuma para observar la peculiar situación. El rosario que colgaba del cuello de la religiosa brilló, y éste tomó la forma de un arco. Alrededor suyo comenzaron a aparecer pequeños puntos luminosos que a cada segundo incrementaban su tamaño, una de sus manos se extendió, tomando una de esas esferas, la cual se transformó en una flecha.
Marian levantó la ceja.
—Interesante —murmuró para sí.
La flecha luminosa impactó en el centro de los Akumas, haciéndolos explotar en múltiples pedazos.
Las esferas desaparecieron, el arco se esfumó y acto seguido, la monja cayó al suelo. Certeramente como había pensado Marian, la joven salió del trance y comenzó a mirar todo a su alrededor.
¿En serio no lo veía? ¿Había sido la lluvia? ¿Había sido el shock? No, tal vez el que no permitió aquel primer contacto visual había sido su corazón.
— ¡Clara!
Su voz era dulce, demasiado dulce. La vio correr hacia el cadáver de la otra monja, luego otros Akumas aparecieron. Debía actuar, la chica no podría volver a poder sincronizarse con la Inocencia luego de semejante episodio.
De un disparo destruyó a los Akumas, Marian volteó lentamente y vio un par de ojos color ámbar que no dejaban de observarlo. Ella era joven, apenas una niña.
—Hiciste que se estropeara mi uniforme —le dijo.
Entonces se había desvanecido y Marian la salvó de que no cayera el suelo. Miró a su alrededor, no había otras monjas cerca, no había iglesias, pero... La cargó en sus brazos.
Pidió una habitación en una posada, como si nada, pero la recepcionista le miró como si fuese un criminal. No era para menos, estaban empapados de pies a cabeza, él era un hombre maduro y estaba cargando a una adolescente con hábitos religiosos.
—Necesito ropa seca para ella —deslizó una importante suma de dinero en la mesa de recepción.
—Claro, Señor, de inmediato enviaré las prendas a su habitación, ¿necesita algo más?
Marian apenas sonrió.
—No quiero que me molesten.
—Oh, sí... Tenga la llave.
Le quitó la capa, y depositó a Samantha en la cama, se inclinó para observar la herida en su frente. Le quitó uno de sus guantes y limpió la sangre, cuando hubo terminado se quedó admirando el juvenil rostro. Era hermosa, lo supo aún sin ver su cabello, el cual estaba cubierto por la toca.
Estaba algo desorientado, por primera vez, no tenía idea de quién era la chica, pero si la Inocencia había reaccionado...
Se quitó el sobretodo y el sombrero para dejarlos secar frente al fuego.
Samantha abrió los ojos, el techo no era blanco sino de madera brillante. Sintió un escalofrío en el cuerpo, su ropa estaba húmeda. Se sentó y miró a su alrededor, en ese momento comenzó a recordar...
—Ah. Ya despertaste —dijo Marian.
Samantha se paralizó.
— ¿Quién es usted...? ¿En dónde estoy? —preguntó en lengua italiana.
El General la quedó mirando con la ceja levantada. Samantha repreguntó en inglés.
—Todavía estamos en Italia —respondió Marian ignorando su primera pregunta —, ¿puedes ponerte de pie? Debes cambiarte esa ropa mojada, sobre la mesa hay ropa seca.
Samantha asintió, todavía algo confundida. Se quitó el guante de la mano derecha, luego la toca. Una larguísima cabellera castaña dorada cayó libre hasta llegar casi a la altura de sus rodillas. Se quitó el corsé y comenzó a desabotonar el cuello de la camisa, Marian no estaba seguro de saber qué le pasaba a esa chica.
— ¿Qué haces? —le preguntó.
—Dijo que me vistiera —respondió ella con naturalidad.
— ¿Vas a hacerlo frente a mí? ¿Es en serio...?
La joven parpadeó muchas veces, sin entender qué quería ese hombre.
—Por ahí está el baño —señaló.
—Ah, está bien.
La chica entró en el baño y Marian suspiró, ¿qué clase de chica era? Cada vez tenía más dudas.
Al cabo de unos momentos, Samantha salió del baño. Llevaba la ropa eclesiástica en sus manos.
—Deberías ponerla junto al fuego para que se seque —indicó Marian y la contempló hacerlo.
Ella se había quedado de pie, contemplando el fuego de la hoguera.
—Siéntate. Quiero hacerte unas preguntas.
Samantha obedeció, ocupando un pequeño sillón.
— ¿Cómo te llamas?
—Ah, mi nombre es Samantha.
— ¿A qué iglesia perteneces? Debo emprender un viaje y no puedo demorarme mucho aquí, lo mejor es que encuentres tu hogar pronto.
—No puedo volver a mi hogar, Señor.
— ¿Ah, no? ¿Y por qué?
—Pues... El Santo Padre ha muerto.
— ¿Y eso qué tiene que ver? Por más que esos viejos mueran, siempre tienen sucesor, la iglesia continúa.
—Es que... él era como mi padre. Me enteré esta misma mañana de su muerte —las lágrimas aparecieron —, Clara dijo que ya no podía estar en el Vaticano y que debíamos ir a Inglaterra, cuando...
—Aparecieron los Akuma —terminó de completar la frase —. ¿Tienes familia?
Samantha negó.
—Clara una vez me contó que... cuando era apenas una niña mis padres tuvieron que dejarme en un convento porque no podían criarme debido a la pobreza que sufrían. Luego me mudaron a otra iglesia en donde conocí al Padre, que aún no tenía aquel cargo, y cuando mi padre fue elegido como Papa, me trajo al Vaticano con él. Nunca conocí los nombres de mis padres, sólo tenía a Clara y ahora...
Rompió en llanto. Estaba sola. Sola en un mundo que desconocía totalmente. ¿Por qué habían pasado esas cosas tan horribles...?
Marian la dejó llorar hasta que se calmó.
—Así que no tienes a dónde ir —dijo Marian y Samantha negó.
—Señor... ¿Qué eran esas cosas?
— ¿Te refieres a los Akumas?
—Sí.
—Son herramientas del Conde del Milenio, surgen de las tinieblas y evolucionan asesinando a las personas, como le sucedió a la monja que te acompañaba, pero, tú te salvaste gracias a la Inocencia.
— ¿Inocencia...?
—Así es. Yo soy un exorcista, los exorcistas somos clérigos guiados por Dios, exterminamos a los Akumas con ayuda de la Inocencia, como por ejemplo, mi arma, o como la tuya —señaló su rosario.
Samantha tomó el rosario en sus manos.
—No sabía que mi rosario podía hacer cosas como esa, nunca había sucedido.
—Es porque la Inocencia reaccionó cuando sintió que su portadora estaba en peligro de muerte —explicó el General, mientras pensaba qué pasaría con el destino de la adolescente.
Comenzó a analizarlo seriamente, si ella no tenía a nadie en el mundo, ¿qué había de malo en que...?
—Señor...
—Basta de "Señor", mi nombre es Marian Cross. Mi posición como General de la Orden Negra me permite elegir discípulos, candidatos a convertirse en exorcistas —comentó Marian —. Niña, ¿quieres convertirte en exorcista?
Y Samantha parpadeó muchas veces.
OvO como verán, la historia comienza luego de que Cross envía a Allen al Cuartel General, pero en los próximos capítulos se llegará hasta el capítulo 205 del manga.
Espero les haya gustado :)
