CUENTO DE NAVIDAD
Por Cris Snape
Regalo de Reyes para Sorg-esp
PRÓLOGO
—¡Un villancico!
La idea fue de Sara. El primo Dani, que también tenía seis años y era su mejor amigo de todo el mundo, no tardó en secundarla. Los dos pequeños se pusieron a cantar en voz en grito y pronto Santi y Rodri se unieron a la fiesta.
—Navidad, Navidad…
Navidad y una mierda.
Ricardo lo reconocía. No estaba de buen humor. Ciertamente esas fiestas no estaban resultando muy distintas a las de los años anteriores. Una vez más, celebraban Nochebuena en la cabaña de las montañas con la familia de papá. Al día siguiente, comerían en la sierra madrileña con la familia de mamá. Todos juntos, felices y alegres como siempre. Sólo que en esa ocasión no era igual. Aunque todos lo hubieran olvidado, nada volvería a ser como antes.
Miró a Darío. Su hermano gemelo tenía en brazos a la primita Jimena y cantaba mientras ponía caras raras para hacerla reír. Maldito idiota. Todo estaba mal por su culpa. La familia había pasado por un calvario por su estupidez y ahora le recibían como si nada hubiera pasado.
Pues no. La realidad era como era. Darío se había escapado para hacer vete a saber qué cosas y no le parecía ni medio normal que le trataran como si fuera el hijo pródigo que había vuelto a casa. No era más que un sinvergüenza y un traidor y no pensaba olvidarse tan pronto de lo que había hecho.
—Alegra esa cara, hijo.
El abuelo Ricardo acababa de pasarle un brazo por los hombros. Con la mano derecha sostenía una copa de vino y en la cara tenía esa expresión de orgullo que siempre ponía cuando veía a toda la familia junta. El chico bufó y se cruzó de brazos.
—No me digas que no te sabes la letra.
Estaba claro que el abuelo se empeñaba en ignorar su cara de mala leche porque Ricardo se estaba esforzando muchísimo para que resultara lo más evidente posible.
—No me apetece cantar.
—¿Y eso?
Ricardo bufó. El abuelo le apretó el cuello cariñosamente y le dio una palmada en la espalda.
—Anímate, hombre. Es Navidad.
Dicho eso, se unió a la fiesta. Debía ser plenamente consciente de que no podía obligar a nadie a pasárselo bien si no quería. Y Ricardo Vallejo Fernández de Lama no tenía intención de disfrutar de esa celebración, no mientras Darío estuviera allí actuando como todo fuera estupendo.
¿Acaso sus padres no podrían haberle puesto un castigo? Vale que desde su regreso había estado más vigilado de lo normal pero tras su fuga parecía haber recibido más regalos que otra cosa. Para empezar, mamá le había comprado un montón de ropa. Y de la que le gustaba a él, que era hortera hasta decir basta. Le habían hecho volver al instituto como si tal cosa y hasta le habían buscado un profesor particular para que le pusiera al día con los estudios.
Ricardo rechinó los dientes. Ahí estaba mamá, abrazada a Darío y sonriéndole. ¿Qué tenía que hacer uno para que le trataran de esa manera? ¿Comportarse como un delincuente? ¿Sacar canas verdes a sus progenitores y hacerles llorar?
El chico comprendió que estaba a punto de entrar en ebullición. Tenía los puños y los dientes apretados y sentía la cara roja. Aunque no quisiera reconocerlo era lo bastante listo como para saber que estaba muerto de celos. ¿Cómo no estarlo? Él siempre lo había hecho todo bien. Sacaba buenas notas, era educado y responsable, nunca se metía en líos. ¿Y para qué le había servido? Estaba claro que esa noche Darío era el centro de atención y no se lo merecía.
Necesitaba respirar. Aún faltaba un rato para la hora de cenar y seguramente no sería capaz de contenerse durante tanto tiempo. Así pues, abandonó la sala de estar en la que se reunía todo el mundo y optó por ir a la cocina. Toda la comida estaba lista ya, esperando a que alguien usara la magia para aparecerla en la mesa del comedor. La verdad es que todo tenía buena pinta. Cada uno había aportado su granito de arena y él se sentía orgulloso del helado que había hecho. Aunque claro, tal y como estaban las cosas seguramente gustaría más el cóctel de gambas de Darío.
En años anteriores, había cocinado con su hermano. Era la tradición pero Ricardo no había tenido ganas de compartir tiempo y espacio con él. Estaba tan rabioso que no quería verlo ni en pintura. Después de todo Darío se había comportado con él como si no existiera, ¿por qué no pagarle con la misma moneda? Era lo mínimo que podía hacer.
El chico se sentó junto a la ventana. Estaba nevando. Lo mejor de pasar Nochebuena en la casa de la montaña es que siempre había nieve. De hecho, ese año había mucho más que el anterior. Seguramente no habrían podido llegar a la cabaña usando los caminos muggles, así que era una suerte ser un brujo.
—Hola Ricardo.
La voz de su gemelo le hizo sobresaltarse. Darío estaba bajo el umbral de la puerta, con su traje oscuro y su corbata. ¡Dios! ¿Por qué tenían que parecerse tanto? Si no fuera porque le gustaba llevar el pelo hecho un desastre, resultaría muy difícil distinguirlos. Eso sí, que quedara claro que sólo tenían en común el físico porque en lo demás eran como el agua y el aceite.
Ricardo le dirigió una mirada fea y se aflojó un poco el nudo de su propia corbata. Una que era azul y perfecta para ocasiones especiales, no como la estampada de Darío que era una horterada de lo peor.
—¿Qué quieres?
—Un poco de agua.
Dicho eso, fue hasta la nevera y la abrió. Menuda escusa más patética que se había buscado. Como si no hubiera sido capaz de conjurar un vaso desde el salón. Si estaba allí para tocarle las narices, la llevaba clara.
—Pues bebe y pírate, anda.
Darío entornó los ojos pero no le contestó. Cogió un vaso, lo llenó de agua y bebió. Y todo con una parsimonia la mar de provocadora.
—¿No te puedes dar prisa? Quiero estar solo.
Sus palabras no sirvieron de nada. El muy cretino siguió a su ritmo y Ricardo empezó a golpetear el suelo con el talón. Le estaba poniendo muy nervioso. Tanto que la corbata empezaba a molestarle de verdad.
—Deberías venirte, Ricardo.
—Y tú deberías dejarme en paz. No me apetece hablar contigo.
El hecho de que no le hubiera llamado Richi quizá significara que no había ido allí con ganas de pelea después de todo, pero le dio igual. No quería verle, ni hablarle, ni nada de nada.
—No tienes que hablar conmigo pero los demás…
—Que me dejes. Iré cuando yo quiera.
Pensó que Darío seguiría dándole la lata pero lo que hizo fue poner los ojos en blanco y largarse por donde había venido. Mejor así. A ver si tenía un momento de tranquilidad antes de la cena. Pero tranquilidad de la de verdad, con silencio y soledad incluidos.
Lamentablemente no fue así. Su madre no tardó ni dos minutos en aparecer por la cocina. Seguro que Darío se había chivado. Todo el cuerpo de Ricardo entró en tensión mientras se controlaba para no darle una mala respuesta.
—¿Qué haces aquí, Ricardo? ¿Te pasa algo?
—No.
Podría haberse inventado alguna tontería como que le dolía la cabeza o algo parecido pero posiblemente no funcionaría. Ninguno de los hermanos Vallejo había conseguido jamás engañar a su madre. Los conocía a todos como a la palma de su mano. Además, cuando estaba enfermo se le notaba enseguida porque la cara se le ponía pálida y le salían ojeras.
Por suerte ella no intentó sonsacarle. Estaba claro que todos podían suponer lo que le ocurría. Después de todo no era muy distinto de lo que le pasaba desde que Darío había vuelto. Mamá le tendió una mano y le sonrió.
—Vamos, cielo. Es la hora de cenar.
Ricardo se dejó llevar. No tenía ninguna gana pero difícilmente podría esconderse mientras los demás disfrutaban del banquete de Nochebuena. Permitió que mamá le cogiera del brazo y una vez en el salón se encontró con que prácticamente todos estaban colocados. Por suerte, tuvieron el buen tino de no guardarle un sitio al lado de Darío. Así pues, se encontró sentado entre el abuelo Doc y Mónica.
A veces miraba a su hermana y se acordaba de su lamentable comportamiento cuando sufrió el ataque de apendicitis. La pobre comenzó a retorcerse de dolor cuando en casa no estaban más que Darío, Sara y él, y su reacción fue la de quedarse bloqueado. A saber lo que le hubiera pasado si su gemelo no se hubiera aparecido con ella en San Mateo. Y sí, por supuesto que se alegraba de que ella estuviera bien pero, ¿por qué Darío tuvo que ser el salvador?
Maldita fuera su suerte.
Algo dentro de su cabeza le dijo que debía relajarse. Justo enfrente estaba el tío Castro, con su barba perfectamente recortada y su chaqueta de pana. Tenía en brazos a Jimena, quien chupeteaba un trozo de pan. Jimena era una niña guapa. Tenía el pelo rubio y los ojos negros y se parecía un montón a la tía Amelia.
—… Después de Reyes tengo que viajar a Alemania. El proyecto para construir el hotel en el barrio mágico de Munich ya está en marcha y podremos empezar a construir en primavera. Habéis visto ya los planos, ¿no? Conseguir la forma ovalada será todo un reto. Y no es que me queje pero no entiendo cómo han aprobado hacer un edificio con ese diseño. No pega ni con cola. Dicen que quieren empezar a renovar toda la arquitectura y…
Tía Amelia hablaba sin parar. Mónica la escuchaba con interés, aunque seguramente la tía no tardaría en cambiar de interlocutor y de tema de conversación. A veces Ricardo pensaba que el tío Castro era mudo porque cuando se veían era la tía la que hablaba, hablaba y hablaba.
Ricardo le echó un vistazo a su pelo. A la tía le gustaba experimentar aunque según papá se había vuelto más discreta con el paso del tiempo. Durante años había pasado del rosa al amarillo sin ningún pudor. Ahora llevaba un corte muy moderno, con los mechones rizados repartidos sin ton ni son y con algunas mechas anaranjadas que resultaban alegres y juveniles.
—… Y ahora que lo pienso, ¿cuándo fue la última vez que Darío se puso corbata?
Un momento. ¿Qué se había perdido? No era posible que la tía hubiera pasado de hablar sobre su trabajo en Alemania a interesarse por su hermano. Y encima Mónica se reía. Genial. Estaba claro que aunque lo intentara, no podría ignorar la presencia de Darío. Nadie lo hacía.
Giró la cabeza, dispuesto a escuchar a los abuelos, quienes charlaban con Santi y Rodri. A veces también dolía un poco mirarlos a ellos. Siempre se habían llevado tan bien que casi parecían la misma persona. ¿Por qué no había podido tener una relación así con Darío? Era verdad que de pequeños se compenetraron bastante bien pero esa cercanía se fue perdiendo con el paso del tiempo hasta la situación actual. Era como si no fueran gemelos. Como si no fueran nada.
—Estamos listos para la San Silvestre —Ese era Santi—. Al final la vamos a correr en Toledo.
—Esperamos que salgáis a saludarnos —Espetó Rodri con una sonrisa.
—Aunque lo verdaderamente guay sería que os apuntarais.
—¡Quita, niño! —La abuela Clara agitó la cabeza—. No estamos nosotros para esos trotes.
—¡Anda! ¿Por qué no? Si sois muy jóvenes.
—Lo único que os hace falta es entrenamiento.
—Y por eso hemos pensado que nos vamos a encargar personalmente de poneros en forma.
—Para el año que viene, ya sabéis.
—Un momento, chicos —El abuelo Doc alzó una mano y habló con ese tono de voz calmado que siempre usaba—. ¿Cuándo hemos dicho que queremos participar en una carrera?
Santi y Rodri se miraron, se sonrieron y se encogieron de hombros al mismo tiempo.
—No hace falta. Se os nota en la cara.
El abuelo se rió. La abuela soltó un bufido y le dio un trago a su copa de vino. Ricardo no pudo contener una risita.
—¿Tú qué dices, Richi? ¿Te apuntas también?
¡Vaya por Dios! Al final alguien tenía que usar ese horrible diminutivo. Puso los ojos en blanco.
—Que no me llames Richi, Santiago.
—Ya, como quieras. Pero qué dices, ¿te apuntas?
—Darío ya ha dicho que se va a venir a correr con nosotros todos los días.
—Sí. Lo vamos a reventar.
—Hasta que deje de estar tan fondón, al menos.
Los gemelos se rieron. Estaba claro que no lo habían dicho con mala intención pero otra vez le habían cortado el rollo. Ricardo apretó los dientes y no contestó. Santi y Rodri parecieron haberse dado cuenta de lo molesto que se encontraba y cambiaron de tema, pero ya no pudo volver a relajarse.
Darío era un aguafiestas. Ahí estaba, escuchando a Dani y Sara. Había que reconocer que tenía paciencia para aguantar a los críos. Ricardo notó cómo le miraban sus padres y otra vez se sintió rabioso. Era una lástima porque había empezado a disfrutar de verdad de la compañía, la comida y lo demás pero…
Fue una tontería. La abuela Julia estaba comentado con mamá las notas de Sarita y Dani cuando el abuelo miró a Darío.
—Tú no has salido mal del todo.
—Bueno —Su hermano se encogió de hombros—. Me han quedado tres en la schola y cuatro en el insti.
—Después de lo que ha pasado podría decirse que has tenido un éxito más que notable.
El abuelo dijo aquello con una sonrisa de complacencia, la que dedicaba a los nietos cuando hacían algo realmente bueno. ¿Acaso suspender siete asignaturas era un éxito? Ricardo no tendría que haber dicho nada pero no pudo soportarlo más. Aunque en la mesa se sucedían otras conversaciones, todos se callaron cuando habló.
—¿Un éxito? ¿Hablas en serio?
Le estaban mirando. Todos le miraban mientras se ponía rojo y la furia se hacía más y más indomable en su interior. Vio como Sara y Dani dejaban de reírse, sintió la mano de Mónica en su brazo y notó como los gemelos se quedaban mudos por primera vez en su vida. Pero nada le importó. Sólo veía la cara de advertencia de su padre, la expresión insondable del abuelo. Y a Darío, quien había clavado los ojos en su plato y tenía los dientes tan apretados como él.
—¿Suspende siete y le felicitáis? De puta madre.
—Ricardo.
Fue su madre quien habló. Por su tono estaba claro que no admitiría réplica alguna. Tal vez el Ricardo del pasado se hubiera quedado callado pero esa noche le importó un carajo ser un insolente. No podía aguantar más.
—No entiendo nada. Ese idiota se pira de casa, se pasa meses haciendo el tonto por ahí, ¿y le reís las gracias?
—Ricardo. Siéntate y cállate.
Esa vez fue su padre, que se había puesto de pie. ¡Demonios! El propio Ricardo estaba levantado aunque no recordaba cuándo lo había hecho.
—¿Por qué tengo que callarme? Darío no se ha callado nunca y mira qué tranquilo está. A lo mejor yo debería hacer lo mismo, ¿no? A lo mejor así me castigaríais comprándome una escoba nueva, ¿no?
—Suficiente.
Su madre también se levantó. Darío seguía con la vista fija en el plato y estaba aún más rojo que Ricardo. Quería seguir hablando pero sabía que si lo hacía las consecuencias serían muy graves. Además nadie parecía dispuesto a apoyarle aunque tuviera más razón que un santo.
Pues vale. No diría nada más. Dejaría que todos siguieran viviendo en su mundo perfecto pero no compartiría su tiempo con ellos. Ni un minuto más. Con bastante brusquedad, echó la silla hacia atrás y tiró su servilleta contra la mesa.
—No tengo hambre.
Y se fue.
Agradeció que no le siguieran.
Se había encerrado en su cuarto y no quería saber nada de nadie. Hasta había puesto unos hechizos para evitar visitas indeseadas. Sospechaba que el abuelo Ricardo podría echarlos abajo con facilidad pero al menos servirían para enviar un mensaje.
Al menos tenía el dormitorio para él solo. Su gemelo había demostrado tener un poco de seso en su cabezota y se había instalado en el cuarto que compartían Santi y Rodri. Sin duda, podría pasar unas cuantas horas en absoluta soledad. Y ciertamente tenía hambre pero suponía que si conseguía dormirse podría engañar al estómago.
Se quitó la corbata, la chaqueta y los zapatos y se sentó sobre la cama. Una vocecita en la cabeza le decía que se había pasado un montón. Era Nochebuena. Se suponía que en días como aquel había que olvidar las diferencias y compartir la velada con los seres queridos pero había perdido los nervios. Él también tenía derecho a comportarse de forma inadecuada de vez en cuando, ¿no? Además… ¡Qué carajo! Tenía motivos de sobra para estar como estaba.
Con decisión, terminó de desvestirse y se puso el pijama. Conjuró un lumus, apagó las luces y se acercó a la ventana. Seguía nevando como si no hubiera mañana. Fuera debía hacer un frío del copón. De niño le había gustado mucho que nevara en Navidad. Siempre terminaba batallando con sus hermanos en el jardín, haciendo muñecos de nieve y revolcándose por todos sitios. A veces se resfriaba y a veces no. Se imaginó que por la mañana Santi y Rodri se llevarían a los pequeños al exterior y…
Agitó la cabeza. Vale. Tenía pinta de ser divertido sumirse en una nueva guerra de bolas de nieve pero tenía su orgullo y estaba Darío y…
¡Bah! No quería seguir pensando. Las tripas le rugían y se dijo que era la hora de meterse en la cama. Procuraría dejar la mente en blanco, relajarse y quedarse dormido. Y eso fue lo que hizo, colocando la cabeza bajo la almohada para estar más cómodo.
Curiosamente se adormeció enseguida. Sentía que su cuerpo pesaba una tonelada sobre el colchón y casi podía escuchar el suave murmullo de la nieve cayendo sobre más nieve. Prácticamente no sentía el hambre cuando un fortísimo ruido le hizo sentarse de un brinco. ¿Acaso venían a molestarle? Porque estaba dispuesto a hechizar a quien hiciera falta.
—¡Demonios! Maldita… Cosa.
Ricardo entornó los ojos. Aquella voz no le resultaba familiar en absoluto. ¿Tenían intrusos en casa? Pero si eso era imposible, con todos los hechizos de protección que había por todos los lados. Se suponía que la cabaña era un lugar seguro, una especie de fortín mágico en la que podrían refugiarse durante una larga temporada en caso de que ocurriera cualquier tragedia. ¿Y se colaba alguien así, sin más?
Bueno. Pues si tenían ladrones se iban a enterar de quién era él. Puede que la gente se pensara que era un niño pijo torpe e inútil (que no lo sabía seguro pero era bastante posible) pero aquello estaba muy lejos de ser verdad. Con agilidad, echó mano de la varita, se levantó y volvió a conjurar una luz para iluminar la estancia.
—¿Quién anda ahí? Si no quieres que te fría el cerebro, déjate ver.
Vale. No tenía ni idea de cómo freír el cerebro de nadie pero como amenaza había quedado bastante bien. Sin embargo, el intruso no pareció en absoluto intimidado.
—Baja eso, niño. Aunque supieras, no podrías freírme ningún cerebro.
—¿Por qué no?
—Porque resulta que estoy muerto.
Un instante después, el invasor apareció en su campo visual. Era un hombre anciano, de aspecto bastante robusto, pelo blanco y cara de malas pulgas. Llevaba puesto un traje negro y a Ricardo le resultó muy familiar.
Y efectivamente, estaba muerto.
El chico se llevó un buen susto. Había visto algunos fantasmas a lo largo de su vida pero nunca había hablado con ninguno de ellos. Y definitivamente no se habían colado en su habitación mientras dormían. Pese a ser consciente de que la varita no le serviría de nada, la mantuvo alzada y agarrada con firmeza.
—No deberías estar aquí.
—Y tú qué sabrás —El fantasma se cruzó de brazos y le dirigió una mirada desdeñosa—. Además, no tengo pensado quedarme a este lado del velo. Estoy de visita.
—Pues te has equivocado de casa.
—Para nada —El fantasma se acercó a él y le miró con los ojos entornados—. Tú eres Ricardo Vallejo, ¿no? —El chico asintió—. Entonces no me he equivocado.
—Pero…
—Cierra la boca y escucha, niño. Esta noche recibirás la visita de tres fantasmas.
—¿Qué?
—No me interrumpas, hombre —El fantasma pareció realmente molesto—. Te mostrarán algunas cosas que igual ayudan a que dejes de portarte como un tonto.
—¿Perdona?
Ricardo reaccionó a esas palabras como un resorte, muy ofendido por la acusación, pero al fantasma no pudo importarle menos.
—Sí, hijo. Lo que has hecho antes ha sido una tontería.
—¿Cómo sabes tú qué he hecho?
—Al otro lado lo sabemos todo. Y por eso hemos venido. Para ayudarte.
—¿Ayudarme? No creo necesitar la ayuda de nadie.
—¿No? —El fantasma le miró con expresión compresiva—. ¿Acaso te parece normal lo que ha ocurrido?
Durante un rato maravilloso se había olvidado de todos los problemas que tenía con Darío y ahora aparecía un ser de otro mundo a recordárselo. Lo que le faltaba. Pues iba listo si pensaba que se iba a amedrentar. El fantasma podía estar muy muerto, pero él estaba muy seguro de tener la razón de su lado.
—¿Y a ti te parece normal que traten a Darío como si fuera un santo?
El fantasma entornó sus espectrales ojos y se quedó mirándolo en silencio tanto tiempo que le hizo sentir incómodo. Finalmente habló. Parecía triste.
—No me he presentado, chico. Soy Pedro Muñoz, el padre de tu abuela.
Ricardo abrió mucho los ojos y retrocedió un paso casi por instinto. Por eso le resultaba tan familiar, porque la abuela le había mostrado fotografías de sus padres. Unos padres que la habían tratado fatal. Porque la abuela podía suavizar las cosas todo lo que quisiera pero la realidad era como era.
—Entiendo que no te alegre mucho verme —El fantasma agachó la cabeza con pesar—. Sé que no traté bien a mi Clarita. Era una niña muy buena y cariñosa, ¿sabes? Pero descubrir que tenía magia me desquició y cuando me di cuenta de mi error era demasiado tarde para subsanarlo. No quiero que cometas el mismo error.
Ricardo pensó que él no se parecía en nada a ese hombre y no abrió la boca.
—Me encantaría poder volver atrás en el tiempo. Hay muchas cosas que me gustaría cambiar pero ya no puedo. Me morí sin tener tiempo para recuperar a mi niña pero al menos pude acercarme a ella, compartir algunos años de nuestras vidas.
—No sé qué tiene que ver eso conmigo —Espetó el chico, un poco incómodo ante esas confidencias—. Yo no he hecho nada parecido a lo que le hiciste a la abuela.
—¿No? —El fantasma le miró con una media sonrisa en su rostro transparente—. ¿Seguro que no?
—Seguro.
Ricardo alzó la barbilla con petulancia. El fantasma le miró y sin venir a cuento dio un respingo.
—Es hora de que me vaya. No olvides que recibirás varias visitas. Espero que puedas aprender algo de ellas.
Antes de que el chico pudiera decir esta boca es mía, su bisabuelo desapareció. Ricardo se quedó quieto en mitad de la habitación, preguntándose si lo ocurrido era real o no. Al cabo de unos segundos se dijo que posiblemente se trataba de una alucinación producto del hambre y volvió a la cama. Debía retomar el plan original de quedarse dormido.
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