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La
eligió a ella entre todas las demás por su mirada. Ni por su cuerpo
ni por su actitud, tán sólo por su mirada.
Era joven. Menuda,
además, de complexión delicada y ágil. Vestía del color de la
sangre y las llamas, con unos pantalones de vinilo que ceñían a la
perfección sus torneados muslos, y un amplio pañuelo hábilmente
atado como efímero refugio para sus pechos. Permanecía apoyada en
la barra, bebiendo sola, fumando a ratos, formando con su chicle
globos que estallaban en su rostro, en una sucesión continua,
marcada por el aburrimiento. Parecía proyectar un aura confusa,
atrayente, con su actitud a ratos aniñada, a ratos sensual. Todos
los ojos estaban fijos en ella, y ella lo sabía. Todos los varones a
su alrededor la codiciaban.
Y sin embargo, nadie se
acercaba. Nadie la molestaba, nadie osaba enfrentarse a su mirada.
Su
mirada. Era esa mirada lo que había despertado el interés de
Norman. La dureza de aquellos ojos rasgados contrastaba con el resto
de su ser: Era una mirada hueca, indiferente, fría. Era casi
maligna.
Norman deseaba conocer el secreto de aquellos ojos;
deseaba enfrentarse a su escrutinio y borrar su intimidante
expresión a base de besos y golpes. Deseaba ver aquellos ojos llorar
más de lo que deseaba sentir el calor de aquel menudo cuerpo contra
su piel. De modo que se lanzó.
Norman Pickman, sospechoso de
nueve violaciones, esbozó su mejor sonrisa, aquella que siempre le
daba excelentes resultados, y se acercó a su nueva víctima.
Fue
fácil engatusarla, incluso más que de costumbre. La verdad es que
después nunca era capaz de recordar qué les decía, o qué veían
en él. No tenía un "truco", ni ningún plan establecido,
pero siempre lograba despertar su confianza, y aquella vez no fué
una excepción. Ella correspondió a sus halagos con sonrisas, sin
importarle al parecer la diferencia de edad de casi veinte años, y
aceptó acompañarlo a un rincón más tranquilo e intimo. Salieron
del bar cogidos del brazo, y caminaron juntos bajo la luz titilante
de las farolas. En un portal logró robarle un beso, largo y dulce,
apretados sus cuerpos entre sí, y Norman tuvo que hacer uso de
toda su voluntad para no arrancarle la ropa y poseerla allí
mismo.
Llegaron a su apartamento, el lugar donde Norman terminaba
siempre sus citas, su santuario, su taller y su coto de caza. Adoraba
aquel lugar: los vecinos eran discretos, las paredes estaban bien
aisladas, y en la cocina los cuchillos estaban siempre afilados, a la
espera de nuevas compañeras de juegos. Ahora que estaban allí,
sintió que la impaciencia le invadía, al igual que las otras veces,
el ansia hacía temblar su cuerpo, enviando placenteras descargas a
lo largo de su columna vertebral. Tardó en acertar con las llaves a
causa del temblor de sus manos, y ella hizo un comentario jocoso que
él ni siquiera llegó a escuchar. Se forzó a sonreír, a contener
la bestia en su interior, a aguardar un poco más. Ya faltaba poco.
Ya casi era suya. ¡Ya estaba! Estaban ya dentro, en su reino
particular, aislados del exterior. Era el momento de arrancarse la
máscara y gozar.
La atrajo hacia sí y la mordió salvajemente en
la cara, ansioso de probar el hierro de su sangre y la sal de sus
lágrimas. Le arrancó el pañuelo para recrearse con la visión de
sus nubiles senos y la tendió de un empellón sobre el camastro
mientras él se despojaba de su ropa. La tomó por los cabellos,
aplastándola bajo su peso, y...
Sonreía.
Sonreía, la muy
perra.
Sonreía como si disfrutase con todo aquello, no con el
placer sumiso del masoquista, sino con el tranquilo regocijo de quien
se sabe dueño
y señor
de la situación. Y aquella era la sonrisa más malévola que Norman
había visto jamás en su vida.
Alzó el puño para golpearla,
para someterla, para reafirmar su poderío, y una mano se cerró
sobre su muñeca, frenando el golpe; otra aferró su cuello.
Otras
dos apresaron su torso, clavando sus garras en su espalda.
Norman
ahogó una exclamación de espanto, perplejo. La transformación se
había producido en un instante, cambiando a su indefensa víctima
por un horror nacido de las pesadillas de un aracnofóbico. Y seguía
cambiando: los brazos se alargaban, se tensaban y se llenaban de una
nervuda fuerza; la piel pálida y suave se endurecía y se
transmutaba en una áspera armadura quitinosa; la sonrisa se
ensanchaba en una mueca plagada de colmillos rezumantes de veneno; Y
los ojos...
Dios ¡Sus ojos!
Las
paredes estaban bien aisladas, y los vecinos eran muy discretos en
aquel lugar; nadie había prestado atención a los gritos que de vez
en cuando se oían en el piso por la noche. Tampoco prestaron
atención esta vez a los gritos de Norman, cuando aquella pesadilla
hecha carne invirtió los papeles y le poseyó como quiso,
sirviendose a sus anchas de su cuerpo para sus propios y tortuosos
juegos de placer.
Y cuando, finalmente llegó el alba, y algunos
madrugadores se asomaron a sus puertas a espiar las novedades del
nuevo día, sorprendieron a una adolescente de rasgos orientales y
sugerentes ropas saliendo del piso de Norman Pickman, despidiéndose
con éstas palabras.
-Hasta la vista, Norm. Volveré a visitarte
un día de estos.
Y
desde el interior le respondió un prolongado lamento, cargado de
horror indescriptible.
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